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Mora (Buenos Aires) - El parto filosófico y las genealogías femeninas

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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) v.13 n.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./jul. 2007

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

El parto filosófico y las genealogías femeninas*

Mabel Alicia Campagnoli**

* Este trabajo es una versión corregida y aumentada de la ponencia Por una filosofía que pueda parir en femenino que recibió el Primer Premio (compartido) en las VI Jornadas de Actualización del Foro de Psicoanálisis y Género (agosto de 2002). La versión actual ha sido enriquecida a partir de mi participación en el Proyecto de Investigación: Identidad: cuerpo, género y otras tecnologías (UNLP: 2005-2007) cuya directora es la Dra. María Luisa Femenías.
** Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEGE/UBA). Departamento de Filosofia - Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP).

RESUMEN

Este trabajo analiza la metáfora del parto en los comienzos de la filosofía y la relación con la práctica filosófica como preparación para la muerte. Esta es la base para reflexionar sobre ciudadanía, filosofía y diferencia sexual. La hipótesis es que la práctica filosófica en Occidente instaura una doble operación: apropiación de lo femenino para el estatuto original de la filosofía y exclusión de las mujeres tanto de la práctica filosófica como de la ciudadanía. El desafío, reflexionar sobre las genealogías femeninas.

Palabras Clave: Parto; Muerte; Filosofía; Ciudadanía; Genealogías

ABSTRACT

This work analyzes the labor's metaphor and the philosophy as a preparation to the death. This is the base to a reflection about citizenship, philosophy and sexual difference. The hypothesis is that West Philosophy sets up a double operation: the appropriation of the feminine to the original level of the philosophy and the women's exclusion to the citizenship and to the philosophical practice. The challenge is to think about feminine genealogy.

Key words: Labor; Death; Philosophy; Citizenship; Genealogies

Introducción

Mi intención en este artículo es analizar la metáfora del parto en los comienzos de la filosofía y concatenarla con la práctica filosófica como preparación para la muerte. A partir de esta base, pretendo reflexionar sobre la ciudadanía, la filosofía y la diferencia sexual. Considero que el desarrollo de la práctica filosófica en Occidente instaura una doble operación: apropiación de lo femenino para el estatuto original de la filosofía y exclusión de las mujeres tanto de la práctica filosófica como de la ciudadanía.
     Michel Foucault, siguiendo a Friedrich Nietzsche, se refiere al comienzo histórico como: "… bajo, no en el sentido de modesto o de discreto como el paso de la paloma, sino irrisorio, irónico, propicio a deshacer todas las fatuidades" (Foucault, 1980: 10). Ejemplifica citando al propio Nietzsche: "a la puerta del hombre está el mono". Esta desfachatada imagen desafía la noción de naturaleza humana, de lo ya dado. Reniega de la operación de búsqueda de una primera identidad. Propone que el ser humano comenzó por la mueca de lo que llegaría a ser y rechaza aceptar el origen como el lugar de la verdad.
      Si no hay origen, en singular, puede haber genealogías. Es posible, entonces, sostener parafraseando a Nietzsche: "a la puerta de un ser humano hay una mujer". En la genealogía nietzscheana, así como en la que ofrece la historia de la filosofía, esta procedencia humana (demasiado humana) queda oculta.
     En la elección de una genealogía, los filósofos han decidido retacear la corporalidad del parto, aquello que le da carnalidad al origen. Al revolver los bajos fondos que constituyen al trabajo genealógico, lo más oscuro resiste su salida a la luz. Entonces el parto, el evento sin el cual no habría ser en el mundo, se vuelve inaccesible al pensamiento oficial de la filosofía. Sin embargo, el parto, inefable en cuanto refiere la realidad carnal, constituirá una de las claves metafóricas del filosofar. De este modo permitirá construir un origen "del lado de los dioses" (Foucault, 1980: 10). La genealogía del filósofo construirá su propia altura, su propia luz, apropiándose de lo femenino hasta volverlo sublime y no identificable con las mujeres. En este sentido, introducir la perspectiva de género en la filosofía permitiría profundizar una tarea iniciada por Simone de Beauvoir y por Hannah Arendt, incorporar la noción de nacer y de nacimiento a la reflexión filosófica. El reconocimiento de la diferencia de géneros como punto de partida resulta imposible para la filosofía tradicional androcéntrica. Incorporarlo implicaría, por un lado, revalorizar el nacimiento como fenómeno y como noción simbólica, y por otro, contar con un nuevo criterio para armar las genealogías, impactando de esta manera incluso en la noción de ciudadanía.

De partos

Si retomamos los comienzos históricos de la filosofía, tenemos la figura que Platón presenta de Sócrates como "hijo de una excelente y vigorosa partera", quien sobre tal práctica expuso:

… ninguna partera asiste a otras mujeres cuando ella misma está embarazada y puede dar a luz, sino cuando ya es incapaz de ello. […] Las parteras, además, pueden dar drogas y pronunciar ensalmos para acelerar los dolores del parto o para hacerlos más llevaderos, si se lo proponen (Teéteto 150b).

     Esta referencia explícita tiene como fin dar pie a la metáfora del trabajo filosófico que, de este modo, construye un origen enaltecido, al obturar la referencia a las bajezas del parto concreto: sangre, excremento, orina, cuerpo, mujer.
     Así vendrá descripta la actividad del filósofo, siguiendo al Teéteto (150d):

Mi arte de partear tiene las mismas características que el de ellas, pero se diferencia en el hecho de que asiste a los hombres y no a las mujeres, y examina las almas de los que dan a luz, pero no sus cuerpos.

     La analogía no debe permitir, entonces, olvidar la diferencia jerárquica entre lo masculino y lo femenino (Bach et al., 1994.II). De aquí que el producto de ambas procreaciones no sea equiparable y se distinga de este modo el parto real del filosófico:

No sucede, en efecto, que las mujeres a veces den a luz una vana apariencia y otras un fruto real, y que cueste algún esfuerzo discernir entre unas y otros. Si ocurriera así, el trabajo más importante y más hermoso de las parteras sería separar lo real de lo que no lo es. El mayor privilegio del arte que yo practico es que sabe probar y discernir, con todo rigor, si es apariencia vana y mentirosa la que alumbra la reflexión del joven o si es fruto de vida y verdad (Teéteto 151 ab).

     Si nos remitimos al Banquete encontramos la apropiación, por parte de Sócrates, del discurso de Diotima. A través de sus palabras el cuerpo sexuado se puede hacer pensamiento gracias a la belleza, a la eternidad y a la mediación de Eros:

Impulso creador, Sócrates, tienen, en efecto, todos los hombres, no sólo según el cuerpo, sino también según el alma, y cuando se encuentran en cierta edad, nuestra naturaleza desea procrear. Pero no puede procrear en lo feo, sino sólo en lo bello (Banquete 206c).

     Ahora bien, la distinción de fecundidad según el cuerpo o según el alma disolverá la pretendida analogía al restablecer la disimetría entre los sexos: los que son fecundos

… según el cuerpo se dirigen preferentemente a las mujeres y de esta manera son amantes, procurándose mediante la procreación de hijos, inmortalidad, recuerdo y felicidad, para todo tiempo futuro. En cambio, los que son fecundos según el alma […] mantienen entre sí una comunidad mucho mayor que la de los hijos y una amistad más sólida, puesto que tienen en común hijos más bellos y más inmortales. Y todo el mundo preferiría para sí haber engendrado tales hijos en lugar de los humanos... (Banquete 208d-209a).

     De este modo, la reproducción de los cuerpos vuelve a su estado de semibestialidad y se confía a la gestión de las mujeres y de los hombres inferiores; a cada cual, lo suyo. El hijo, que se considerará suficiente para satisfacer todos los deseos femeninos, transforma el deseo en necesidad, negando a la mujer la trascendencia que aguarda al filósofo. La obra que este último ha de parir, bajo el signo del amor y de la belleza, consistirá, paradójicamente, en aquellas leyes de la polis que sancionarán definitivamente la exclusión de la mujer: el conocimiento más bello y superior, "la regulación de lo que concierne a las ciudades y las familias, cuyo nombre es mesura y justicia" (Banquete 209b). Es el propio de las almas fértiles que, impulsadas por Eros, pueden engendrar en la Belleza. Los varones que alcancen la estatura de filósofos serán amantes de la verdad y no podrán compartir esa búsqueda con las mujeres. Búsqueda signada por el diálogo, el espacio público, lo masculino. Diálogo que también en Nietzsche aparecerá metaforizado por la preñez: "Uno busca un hombre que lo ayude a dar a luz sus pensamientos, el otro, un hombre al que pueda ayudar: así nace un buen diálogo" (Nietzsche, 1986: 104). Y la capacidad filosófica de engendrar será la marca del genio: "... un genio, es decir, un ser que, o bien, fecunda a otro, o bien, da a luz él..." (Nietzsche, 1986: 143).
     La verdad, he aquí el fruto del parto filosófico, un fruto que no prende en seres aptos para el engendramiento corporal. Parir, dar a luz, se transforma en "alumbramiento" cuando es tarea de varones, acepción que Nietzsche consolida al reforzar la incompatibilidad entre naturaleza femenina y pensamiento: "Cuando una mujer tiene inclinaciones doctas hay de ordinario en su sexualidad algo que no marcha bien" (Nietzsche, 1986: 105).
     En este gesto compartido por dos representantes de la filosofía tan distanciados vemos cómo el filósofo varón excluye a las mujeres reales al mismo tiempo que se apropia de lo femenino. Evidenciamos así que dos filósofos de épocas y de estilos muy disímiles comparten el androcentrismo predominante en la disciplina basado en un mismo mecanismo de denigración de los orígenes. Esta perspectiva, en principio mayoritaria, se ha sustentado también en otras maneras. Me interesa detenerme en esta, pues permite dilucidar una genealogía filosófica masculina que se pretende hegemónica y que puede servir de pauta para una construcción diversa.
     En este sentido, cabe tener en cuenta que el efecto hegemónico del androcentrismo en la filosofía se logra no sin conflictos, es decir, a pesar de las polémicas y de las excepciones a la mirada genéricamente excluyente. Si tomamos el segundo polo de las coyunturas históricas que mencioné, la modernidad constituyó un momento de reelaboración de la doble exclusión de las mujeres en la filosofía y en la ciudadanía. Ese contexto fue particularmente polémico, dada la pretensión de universalismo que caracterizó al ideario político de entonces. Si bien la historia de la filosofía hegemónicamente androcéntrica se ha encargado de rescatar los discursos excluyentes de Emmanuel Kant y de Jean- Jacques Rousseau, ellos polemizaron con otras/os pensadoras/es que propiciaban una perspectiva inclusiva, como son los casos de Theodor von Hippel y Jean Le Rond D´Alembert (Amorós, 1997; Puleo, 1993).
     Sin embargo, los argumentos que abogan por la inclusión de las mujeres no valoran un origen diverso. Al momento no se conoce excepción al rechazo del origen femenino y materno (Muraro, 1990), que simbólicamente se sublima y metaforiza para transformarlo en masculino y superior, avalando una genealogía androcéntrica. Incluso entre pensadores postestructuralistas que reivindican lo femenino, esta concesión conceptual no va acompañada de un reconocimiento de las mujeres: "los filósofos (postestructuralistas) enuncian lo femenino como una categoría liberada de sus vínculos con un sexo determinado" (Collin, 1995: 6). De esta manera, se suman a las operaciones de exclusión: "lo femenino viene a tomar el lugar de las mujeres (empíricas) y permite de algún modo desembarazarse de ellas" (Collin, 1995: 7).

De genealogías

El parto llamado filosófico nos permitirá dar cuenta de una genealogía masculina. Así, volviendo a los dorados comienzos, Platón le hace decir a Sócrates: "en lo que de (el cuerpo) depende jamás nos sería posible ser sabios. (…) y en su cuidado nos volvemos esclavos. El resultado de esto es que no nos queda tiempo libre para la filosofía" (Fedón 66d).
     La actividad sublime del filosofar conllevará el olvido del cuerpo, tarea imposible para las mujeres, requeridas cíclicamente por su propio cuerpo.

¿No se llama muerte precisamente a una liberación y separación del alma con respecto al cuerpo? Ésta es la ocupación misma de los filósofos, la liberación y separación del alma con respecto al cuerpo. En realidad, los que filosofan de verdad se ejercitan en el morir, y para ellos estar muertos es lo que menos deben temer los hombres (Fedón 68a).

     Afirmaciones de Sócrates en el contexto de espera de su propia muerte, aceptada sin rebeldía ni temor, según la admirada presentación de su discípulo.
     Con esta ponderación de la muerte se inaugura una genealogía androcéntrica que sitúa lo masculino como jerárquicamente superior. Algo que ya observaba Simone de Beauvoir:

El guerrero pone en juego su propia vida para aumentar el prestigio de la horda, del clan al cual pertenece. Y, de ese modo prueba brillantemente que la vida no es el valor supremo para el hombre, sino que debe servir a fines más importantes que ella misma. La peor maldición que pesa sobre la mujer es estar excluida de esas expediciones guerreras: el hombre se eleva sobre el animal al arriesgar la vida, no al darla: por eso la humanidad acuerda superioridad al sexo que mata y no al que engendra (de Beauvoir, 1967: 88).

     Heidegger culminará, en pleno siglo XX, elaborando su versión existencialista en el aforismo: "el hombre es un ser para la muerte".
      Podríamos hablar también de una genealogía de la muerte en relación con la herencia del apellido paterno -hombre muerto, hombre repuesto-, y el considerar una desgracia el perpetuarse en una hija. Esta cuestión también ha sido planteada en los orígenes en la necesidad de elevar las alas del Eros de un discípulo masculino:1

Cuantos son sección de varón, persiguen a los varones y mientras son jóvenes, al ser rodajas de varón, aman a los hombres y se alegran de acostarse y abrazarse; éstos son los mejores de entre los jóvenes y adolescentes, ya que son los más viriles por naturaleza (Banquete 191e).

     En Atenas, afirma Françoise Collin:

… lo que debe ser escondido no es la vida sexual como tal, que en su versión homosexual [masculina] se expone a la luz del día y es integrada a la vida pública […] sino la vida generativa. Es bien manifiesto en efecto que las mujeres son esencialmente excluidas de la vida pública en la medida en que están ligadas al proceso de la generación (Collin, 1996: 30).

     El parto del cuerpo, femenino, debe permanecer oculto velando su potencialidad. El parto del alma, masculino, se hace público, abre el diálogo, instituye democracia. Esta apropiación simbólica de un poder femenino por parte de los varones podría ser el conjuro del temor a la potencia generativa del cuerpo de las mujeres.
     Según Silvia Vegetti Finzi, el terror a Medusa equivale para Freud al terror a la madre, a su amenazante poder generativo, acrecentado por el hecho de que durante mucho tiempo se ignoró la conexión entre el coito y el nacimiento, eventos separados por un período de nueve meses. De este modo, la mujer encarna el miedo a la naturaleza ignota, misteriosa y enemiga: ella es animal, contingente, misterio, tiniebla. Esto lleva a que se pueda ignorar la dependencia originaria del cuerpo materno a partir de que el acontecimiento del parto es puesto fuera de escena.

El [varón] occidental ama representarse como hijo del padre, inscripto en una genealogía masculina que pasa, instrumentalmente, a través de los cuerpos femeninos, a lo largo de una descendencia materna que no encuentra reconocimiento simbólico: la madre es sólo la sombra del padre y como tal debe permanecer (Vegetti Finzi, 1997: 14).

     En cambio, el verdadero nacimiento estará representado por la atribución del apellido, por el nombre del padre. La ciudadanía construida por la democracia moderna no resulta menos excluyente para las mujeres. En ella los ciudadanos son indemnes a toda generación, no son hijos o padres de una persona, sino de otro ciudadano. La ciudadanía no ha podido integrar el reconocimiento de la dimensión fundamental de su renovación por la generación, que lejos de estar en el corazón de su organización no es tratada más que como un azar y por las medidas de excepción generalmente tomadas en favor o en detrimento de las mujeres, consideradas con suerte como prestatarias de servicios. Por tanto, en la ciudadanía moderna la reproducción sustituye a la generación como repetición de lo mismo, garantizada por la transmisión del nombre del padre.
     El salto de Platón a Nietzsche, entonces, tuvo la finalidad de concatenar dos contextos sociopolíticos de institución de una filosofía y de una política excluyentes según el género. Momentos que resultan particularmente interesantes porque han sido tomados muchas veces como ejemplos de democracia, a pesar de su limitación androcéntrica.

Consecuencias

La filosofía, un saber de origen masculino, un engendrar y dar a luz de varón a varón; la ciudadanía, una práctica de origen masculino, pacto fraternal de ciudadano a ciudadano. Su primera consecuencia es el precio que las mujeres que quieran ingresar a esos ámbitos masculinos deben pagar es el de dejar en el umbral su condición genérica y despojarse de su particularidad, gesto ejemplificado en la expresión de Amparo Moreno Sardá: "… para ingresar a la Universidad tuve que transvestirme". Lo que conduce al hecho de que las mujeres

… frente a la política, la filosofía, la ciencia, automáticamente abandonamos nuestra vaga conciencia sexual y nos despojamos de nuestro cuerpo para poder acceder a lo que se vende como Saber Abstracto Superior, asistimos también en este caso a una abdicación, a una recesión de nuestra sensibilidad, porque así imaginamos que lograremos adherir lo más posible al "espíritu de la realidad". Este procedimiento que nos da acceso al reconocimiento como personas profesionalmente capaces nos procura, por una parte, una satisfacción, pero nos hace perder nuestra dimensión [genérica] (Percovich, 1996: 252).

     Sin ir más lejos, el entrenamiento en un lenguaje académico implica la internalización del impersonal, del neutro, del uno que remite a una tradición de varones, con los que se asocia la inteligencia y la habilitación de la palabra. Las mujeres aprendemos en la academia a alienarnos en este lenguaje y a borrar las huellas de nuestra condición genérica con tal de que se nos escuche.
     La segunda consecuencia consiste en lo difícil que se hace aceptar que las/os niñas/os vengan de las mujeres, pues, reconocer esto supone reconocer la dependencia respecto del sexo femenino y, para las niñas en concreto, "una nueva forma de pertenencia a una madre de la que, sin embargo, desearían distinguirse" (Vegetti Finzi, 1992: 56). Las mujeres, al reflexionar sobre nosotras mismas y reivindicar nuestro ser específico, hemos contemplado siempre con desconfianza esa función materna que a lo largo de la historia ha servido para justificar nuestra exclusión de la vida política y económica.
     La autora da cuenta, desde el psicoanálisis, de una consecuencia del sesgo androcéntrico también provocada por la filosofía: el desprecio por la madre, es decir, la imposibilidad de reconocerse en esa mujer. Este efecto se agrava en las subjetividades femeninas que deben cortar el lazo simbólico con la madre si quieren obtener reconocimiento a través de su palabra, de su pensamiento, de su creatividad. Así, la tradición instituida por la historia de la filosofía brinda un linaje de varones respecto del cual resulta complejo proyectarse profesionalmente en tanto mujer, pues, en principio, mujer y filosofía aparecen como categorías inconciliables:

Entre el miedo al sexo que aparta del ejercicio filosófico y la apropiación de lo femenino por el pensador, la filosofía deja poco lugar a las mujeres que, sin embargo, testimonian a lo largo de los siglos una curiosidad que [los varones] limitan con terror. […] El juego de la filosofía con lo femenino, la cuestión misma del ejercicio de su saber cruzado con la diferencia de los sexos sigue siendo un horizonte apenas imaginado (Fraisse, 1996: 45).

     La genealogía androcéntrica transmite el apellido masculino verticalmente hacia abajo: el padre instituye al hijo, el pensador a su discípulo. Otorga así un legado a su descendencia. Una mujer que quiere inscribirse en esa línea tiene muchas coacciones para merecer reconocimiento. Si en los vínculos concretos con esos varones no se encuentra, puede acudir a la tradición histórica. Allí encontrará lomos de libros con nombres masculinos y algunos nombres de mujeres salpicando los capítulos de misceláneas. Puede ser que entonces lamente su condición femenina, que reniegue de su madre que no la confirma como ser inteligente, que se enemiste con todo el género femenino por no ser un referente de cultura, que reniegue de la filosofía o quizá que no se resigne a abandonar el impulso cognoscitivo. Una manera de sostener esta última posibilidad es la comprensión sociohistórica que habilita la reconciliación con la madre y de allí con el colectivo de las mujeres. Pero esto sólo es posible si tal comprensión viene iluminada por la diferencia de los sexos, escamoteada en la filosofía.
     Por eso las dos consecuencias señaladas en este apartado se conjugan en la omisión simbólica del origen materno, es decir, situado en una mujer. Como señaláramos más arriba, gran parte de la filosofía ha obturado este origen. Intentamos aquí, en cambio, atisbar ese horizonte apenas imaginado al que alude Geneviève Fraisse, el de un pensamiento que no reniegue de lo femenino como categoría ni de las mujeres como sujetos de cultura.

Genealogías femeninas

"No basta siquiera descubrir lo que somos. Hay que inventarnos"
Rosario Castellanos

La propuesta no es original, la misma ha sido planteada y desarrollada por académicas de Francia y de Italia entre las décadas de 1960 y de 1970.2 Justamente a partir de una crisis en la propia subjetividad, al descubrirse inscriptas en una tradición que las desprecia y las excluye, algunas mujeres se propusieron incluirse en la filosofía desde otras simbolizaciones. Es así que rescataron el proceso de reconocimiento de mujer a mujer, el otorgamiento de una autoridad basada en la valoración de la palabra femenina antes que en su denigración. En este sentido, tuvieron que rastrear una génesis que simbólicamente se había retaceado, e inventar su propio nacimiento y su propia valoración. No es necesario que lo copiemos y lo reproduzcamos, pero me parece imprescindible conocerlo para continuar el desafío de inventarnos.
     Es verdad que estas afirmaciones suponen una apuesta fuerte: la consideración de que hay (habemos) mujeres. A la vez, el desafío de que ser mujer no sea un contenido dado o predeterminado por ese haber. Pero hay (habemos) mujeres que, en muchos casos, son (somos) limitadas en sus (nuestras) acciones y pretensiones con el argumento de que son (somos) mujeres.
     Como tratamos de demostrar, en el caso particular de la filosofía hay un largo trabajo de disociación entre mujeres y pensamiento. Por tal motivo, las académicas citadas se propusieron una revisión de la historia de la filosofía que permitiera rescatar palabras silenciadas desde la tradición androcéntrica y recuperar simbólicamente el lazo madre- hija, largamente cortado y desatado por la cultura patriarcal.
     Reposicionar a la madre en el origen, restaurar a la mujer en ese lugar, habilita la posibilidad de mirar hacia atrás y reconocerse en la cultura a través de una presencia, del mismo modo que posibilita la identificación con una otra mujer, para proyectar un estilo de vida a futuro (Muraro, 1990). En consecuencia, una genealogía femenina implica un doble reconocimiento de la madre: en sentido filial y en sentido simbólico. En sentido filial, reconocer a nuestra madre conlleva aceptar que "nacemos de una mujer" (Rich, 1986). De aquí deriva el aceptarse como mujer y aceptar a las mujeres. Esto posibilita el abandono de la enemistad intragénero y apaciguamiento de la tarea de tener que probar permanentemente que se es inteligente. En sentido simbólico, se abre la posibilidad filosófica de legitimarse como seres pensantes; autorizar la palabra de la otra y volverse audible una misma. En consecuencia, poder reconocerle a otra mujer el estatuto de filósofa es una manera de habilitarse a sí misma.
     A inicios del siglo XXI, entonces, la propuesta de parir otras genealogías ya no es un desafío, contamos con antecedentes. Sí lo es, en cambio, posicionarnos respecto de los mismos. Pero para ello es necesario concientizarlos. Se hace imprescindible aquí recordar algunas prácticas. Aludiré en particular a una dimensión del planteo de las filosofas italianas, porque ha impactado en mi contexto. Me refiero a un grupo de la Universidad de Verona en el que se encontraba Luisa Muraro, que justamente se autodenominó Diotima (recuperando una palabra expropiada por la filosofía patriarcal).3 En esta reapropiación se simboliza la posibilidad de instaurar una nueva genealogía que ponga en el origen a una mujer, permitiendo el reconocimiento de la voz femenina en la filosofía como voz autorizada. En este sentido, resultó una práctica contrahegemónica que posibilitaba a las mujeres la vivencia del reconocimiento de su valía.
      También contamos con experiencias locales de las que me interesa subrayar dos. Por un lado, la contribución de un grupo de filósofas a la formación del área de investigación de género en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).4 Algunas de ellas, haciéndose eco del trabajo del grupo Diotima, reflexionaron particularmente sobre el impacto de esas teorizaciones en la práctica (Santa Cruz et al., 1994). Por otro lado, el desarrollo del Taller Permanente de Lecturas Críticas de Filosofía de Género (IIEGE/ UBA), coordinado por la doctora María Luisa Femenías, que contribuyó a la formación en género de nuevas generaciones de filósofas.5

     Hacer estos enunciados desde una escritura individual me produce muchas incomodidades. Considero que es necesario poner en comunidad los datos y las experiencias para conocer a nuestras predecesoras y a sus prácticas. No pretendo monopolizar esa tarea, sino, por el contrario, invitar a realizarla. Esto implica privilegiar el encuentro por sobre la atomización. Por supuesto que no en un sentido ingenuo. Pues, hablar en términos genealógicos implica reconocerse a pesar tanto de las semejanzas como de las diferencias.
     Con esto aludo nuevamente a la experiencia de las mujeres de los 60 y de los 70 que, en un primer acercamiento a la construcción de genealogías femeninas, consideraron que la experiencia de las mujeres era homogénea y comprobaron luego la necesidad de introducir la diversidad, es decir, el reconocimiento de que la identificación con otra no pasa por la pérdida de la singularidad, sino, por el contrario, por la aceptación de la diferencia y de la conflictividad (Librería de
Mujeres de Milán, 1987).
     En tal sentido, aceptar la tarea de las nuevas genealogías no implica tener que hacernos amigas. Por eso mismo la decisión de utilizar el plural genealogías. Simplemente considero que sería deseable reconstruir las huellas, ver qué genealogías construimos, qué prácticas elegimos heredar, para referenciarnos y aumentar nuestras posibilidades de opción. Así es que me planteo interrogantes e invito a compartir su abordaje: ¿Qué reconocer como herencia? ¿Cómo continuar la tarea? ¿Cómo modificar la educación? ¿Venceremos la tentación de instituir otra hegemonía, de construir un monopolio, de preservar las jerarquías? ¿Confrontaremos el hechizo de creernos las únicas?
      Entiendo que la propuesta de genealogías femeninas revertiría, respecto del androcentrismo, dos aspectos. Por un lado, el verticalismo hacia abajo de la genealogía masculina, ya que es la hija la que instituye a la madre. Por otro lado, el propio vínculo vertical, pues sería sustituido por una horizontalidad en el escuchar a la otra y autorizarle la palabra con reciprocidad. Ahora bien, ambas características no están naturalmente dadas por tratarse de mujeres, sino que constituyen la elección de una práctica que estimo deseable.
     En este momento, pensándome como hija es que elegí los ejemplos expuestos, a favor de la búsqueda del reconocimiento de una continuidad que me/nos enlazara con las generaciones precedentes. Esto tendría una doble ventaja: permitirnos visualizar que somos sucesoras y ayudarnos a ver que seremos sucedidas. Aquí el desafío está en poder desprenderse de la pretensión de un legado, de abrirse a la generosidad de compartir el conocimiento y su búsqueda.
      El riesgo a desafiar estaría entonces en que tal continuidad tampoco significara fusión, sino que permitiera la toma de distancia, posibilitara la autonomía, la individuación:

… ¿apostaremos por la experiencia todavía novedosa de la confianza en nosotras mismas? Para las mujeres, es bastante reciente la posibilidad de fiarse de sí mismas, que va acompañada de la posibilidad de fiarse de la mirada de la otra mujer, lo que equivale a autorizarse a hablar siendo fieles a sí mismas (Percovich, 1996: 239).

     Para afianzar esta confianza en nosotras mismas (la redundancia es intencional) encuentro imprescindible continuar atacando el nudo gordiano que antepone como valioso lo masculino por sobre lo femenino. En tal sentido, hay que seguir inventando. Me/nos propongo incorporar dimensiones de pensamiento, categorías, que desatribuyan el carácter negativo de lo femenino y nos permitan revalorizar prácticas y contenidos de pensamiento en los que las mujeres podamos reconocernos.
      Para esto sería útil rescatar algunas observaciones de Hannah Arendt cuando señalaba la opción de los filósofos varones por el concepto de mortalidad, dado que consideran al nacimiento en el dominio de la biología, mientras que todo pensamiento político pertenecería a un dominio supremamente humano (Arendt, 1996). La paradoja en la que incurren sería que el carácter biológico de la muerte, no obstante imperativo, no les parece perturbador. A raíz de esto se pregunta Collin:

¿Por qué, pues, lo biológico del nacimiento habría de ser más problemático que lo biológico de la muerte? ¿Somos más animales por el hecho de nacer que por el de morir? O ¿aparece tal perturbación porque el nacer convoca otro cuerpo, el cuerpo de una mujer? (Collin, 1992: 45).

     Todavía debe ser conjurado el borramiento del parto femenino que ejercieron, entre otros, Platón y Nietzsche. Para corrernos de la extrañeza de esta situación debemos seguir arriesgándonos a parir en femenino en el terreno del pensamiento. No me refiero con esta expresión a la existencia de una esencia femenina que hubiera de manifestarse en el pensamiento de las mujeres. Sí, en cambio, aludo a no esconder la condición genérica al tomar la palabra, a acceder en tanto mujeres al parto filosófico. Esto implica incorporar el parir tanto en su dimensión corporal como simbólica.
     En la primera dimensión, el parto se vislumbra como una práctica política: hacerse madre, esa actividad que el androcentrismo pretende relegar a las tinieblas de lo privado es una actividad creadora, generadora de sujetos. Ése, que fue el fundamento de la exclusión de las mujeres de la ciudadanía, es, desde otras genealogías, la fuente de inclusión. De este modo, la recuperación del parto contra su invisibilización androcéntrica devela el carácter político de la maternidad.
      En la segunda dimensión, simbólica, la valoración del parto en el origen habilita la inclusión de las mujeres en las prácticas política, científica y filosófica en tanto motores de cultura como lugares valiosos para la asunción de la palabra.
      Delinear genealogías femeninas permite, entonces, el reconocimiento de ser mujer y filósofa como no contradictorio, refutando el dictamen patriarcal. Posibilita, además, conjurar la rivalidad -siempre amenazante desde el androcentrismo- entre una mujer y otra mujer. Pone la alternativa de tomar a una mujer como referencia, de vivenciar que nacemos carnalmente, pero también filosóficamente de mujer; no sólo cuenta "el nombre del padre". De ahí la importancia genealógica: poder trazar una línea hacia el pasado para encontrar/nos en/con otras, abrir una línea hacia el futuro a ser continuada en/por otras. En consecuencia, extender la mirada hacia las pares, reconocernos compartiendo espacios simbólicos, múltiples y diferentes.
     No se trata de un separatismo, de un divorcio de los colegas varones, sino de la inclusión de la diferencia sexual en un ámbito que tradicionalmente la abstrae. Es decir, se trata de un posicionamiento en la filosofía que busca sumarse a presencias pasadas y no admite la sensación de vacío o ausencia de autoridades mujeres con que tantas veces nos seduce la tradición dominante.

Notas

1 La cita que transcribo corresponde al mito del andrógino. De las tres posibilidades de reencuentro erótico (varón-mujer, mujer-mujer, varón-varón), sólo la última combinación será perfecta representando el verdadero amor.

2 Menciono como representativas a Antoinette Fouqué y Luce Irigaray (en Francia); Carla Lonzi y Luisa Muraro (en Italia).

3 Sócrates fundamenta su discurso sobre el Amor en la sabiduría que le legara Diotima, "una Mujer de Mantinea que era sabia en éstas y otras muchas cosas" (Platón, 1987: 168 201d). La fuente se menosprecia para quedar el discurso apropiado por el filósofo.

4 Menciono las que recuerdo, a riesgo de cometer omisiones. Por ese mismo motivo suprimo los títulos profesionales de estas filósofas que han variado desde entonces hasta ahora y no conozco la situación de cada una. Enumero alfabéticamente según apellidos: Ana María Bach, María Luisa Femenías, Alicia Gianella, Diana Maffia, Margarita Roulet y María Isabel Santa Cruz.

5 El Taller funcionó entre 1998 y 2003. Formé parte de él junto a Mónica da Cunha, María Giannoni, Mónica Gluck, María Marta Herrera, Mayra Leciñana, Laura Morroni, Rocío Pérez, María de los Ángeles Ruiz y María Cristina Spadaro.

Bibliografía

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