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Alpha (Osorno) - CARTAS CABALES DE TOMÁS SEGOVIA DESDE LA TRADICIÓN EPISTOLAR

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Alpha (Osorno)

versión On-line ISSN 0718-2201

Alpha  n.23 Osorno dic. 2006

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012006000200010 

 

ALPHA Nº 23 Diciembre 2006 (167-180)

ARTICULO

CARTAS CABALES DE TOMÁS SEGOVIA DESDE LA TRADICIÓN EPISTOLAR

Cartas Cabales by Tomás Segovia from the epistolary tradition

Juan Pascual Gay*
Universidad de Guanajuato, Facultad de Filosofía y Letras*, Guanajuato, México.

Dirección para correspondencia


RESUMEN

Este artículo quiere dar cuenta de la relación entre un manojo de cartas que Tomás Segovia publicó en La Jornada Semanal, en México, y el género epistolar al que pertenecen. El texto revela la asunción por parte de Tomás Segovia de la tradición literaria hispánica y, en concreto, epistolar y el vínculo de sus escritos con la “epístola moral”.

Palabras clave: epístola, epístola moral, tradición epistolar, cauce de presentación.


ABSTRACT

This article studies the relationship between selected letters, written by Tomás Segovia, published in La Jornada Semanal, in Mexico, with the epistolary gender. The paper presents the connection of Segovia’s letters and the literary Hispanic tradition and, particularly, to the epistolary tradition, specifically with the “moral epistle”.

Key words: letters, moral epistle, epistle tradition, radical of presentation.


Durante algunos meses de 1995, Tomás Segovia publicó en forma de columna periódica en La Jornada Semanal, de México, lo que llama “Cartas cabales”. Se trata de 50 artículos que respetan en punto y forma el cauce epistolar. Algunas de estas cartas no se publicaron. La recopilación de todas ellas apareció más tarde, en volumen aparte, en el libro de ensayos titulado Alegatorio y editado en la colección “Los libros del Arquero” de Ediciones sin Nombre, en México, en 1996 (Alegatorio 105-241).

El nombre mismo del conjunto epistolar, “Cartas cabales”, remite a lo “ajustado a peso o medida”; “lo que cabe a cada uno”; lo que es “excelente en su clase”; lo “completo, exacto, perfecto”. El Diccionario de Autoridades es más preciso: “Cabal: se usa también como sustantivo para expresar la perfección de una cosa”. En este caso, la perfección a cabalidad de los escritos de Segovia hay que buscarla en el empleo del género epistolar. Aunque, acaso, el término que más le ajuste sea el de cauce antes que el de género. Señala Juan José Saer que:

El epistolar no es un género. Es más bien un procedimiento. Novela de género epistolar está mal dicho: hay una novela narrada en forma de correspondencia para lograr de ese modo una organización peculiar de los acontecimientos. La filosofía también se ha valido del procedimiento epistolar: Séneca, Pascal, Schiller, entre otros, han filosofado sobre moral, religión, estética, en forma de cartas. El procedimiento de la carta es un pretexto literario para encubrir formalmente un monólogo (241).

 

 



Saer se aleja de la tradición del cauce epistolar: si es cierto que la carta es antes un procedimiento que un género, como bien dice Saer, no parece que desde siempre se haya concebido la carta como un recurso para el monólogo. Epístola, todos lo sabemos, significa carta; pero también significa mensaje, misiva. Establecido esto, surge entonces una de las preguntas fundamentales del género: ¿A quién se dirige una carta? Gustave Lansón, después de darle vueltas al tema, concluye que una carta “son unos cuantos movimientos de un alma, unos instantes de una vida captados por el sujeto mismo, y puestos en el papel” (47). El primer beneficio, la primera claridad, la primera caridad de una carta, es para quien la escribe, y él es el primer enterado de lo que quiere decir por ser él mismo el primero a quien se lo dice. Entre renglones, comienza a surgir su propia imagen, el doble inequívoco de un momento de su vida interior. Todo el que escribe debe verse inclinado –Narciso involuntario– sobre una superficie en la que se ve, antes que a otra cosa, a sí mismo. Pero lo convenido y lo conveniente es que una carta presuponga y requiera de una segunda persona. Este es el círculo social mínimo de una carta: dos personas, el número de la perfecta intimidad. Muchas cartas hay que agotan así su función, del que la escribió al que la lee; cartas como miradas, que van derechas de unos ojos a otros; sin nada cruzado, ni tercero ni terciado entre ellas. Es la carta pura; es la carta privada, pero no solitaria; es la carta compartida, convivida.

Más tarde se duplica y multiplica el destinatario. ¿Por qué? Por compartir con otras personas las noticias curiosas, los sentimientos sutiles que la carta contiene, porque la encuentra tan graciosa, interesante o conmovedora el que la recibió, que quiere que sus virtudes las gocen, además, otros. En este caso, se trata de un destinatario intencional único, pero de lectores varios. La carta así, pese a lo que pudiera parecer, no queda despojada de su carácter íntimo y privado. No, siempre que el grupo de lectores lo formen gentes de una modalidad de espíritu afín al destinatario, con análogas capacidades de entender y sentir esa carta.

Otra cosa son las cartas abiertas, frecuentemente llamadas “epístolas”; cartas pensadas para un destinatario colectivo. Se trata de un género literario que apunta a muchos lados: al sermón suasorio, y al discurso de propaganda, las cartas del Nuevo Testamento, las de San Pablo; a las gacetas y diarios, como las de Cicerón y sus amigos; a la explanación de ideas morales, por donde se tocan con el ensayo moderno, como en Séneca. A esta forma del género epistolar pertenecen las “Cartas cabales” de Tomás Segovia.

Tomás Segovia rubrica unas cartas que dirige a Matías Vegoso: un destinatario apócrifo, supuesto y fingido que, en virtud de un juego de palabras, es el mismo Tomás Segovia: su otro yo, su alter ego, el tú al que se dirige ese yo que escribe. “Cartas cabales” es el juego de un desdoblamiento a partir de la palabra. La epístola participa de la naturaleza dialógica no sólo por la naturaleza de la palabra misma, sino, también, por las características del género literario al que pertenece: es decir, establece literalmente un vínculo entre dos. En este caso, un vínculo que se estrecha entre el autor real y un destinatario ficticio o fingido que, en realidad, es cualquier lector de esa colaboración periodística, aunque no sea éste el interlocutor explícito de la misiva, puesto que el interlocutor es Matías Vegoso que es Tomás Segovia su otro yo.

La escritura epistolar, a diferencia de lo que comentaba Saer, está presidida por un doble pacto epistolar, como dice Claudio Guillén (1998:187). En primer lugar, hay que recordar que el destinatario que aparece en una carta: o que se supone, no es necesariamente el lector real. Ese destinatario es el “tú” al que el “yo” empírico, el que escribe, tiene presente cuando compone una carta y cuya imagen se va perfilando de un modo u otro a medida que la redacta. Ese destinatario se va configurando a lo largo de los renglones de la epístola. Vendría a ser lo que Carlos Reis denomina narratario en un relato; y que se distingue del lector real, puesto que “el narratario es una entidad ficticia, ‘un ser de papel’ con existencia puramente textual, dependiendo de otro ‘ser de papel’, el narrador se le dirige de forma expresa o tácita” (162). Se podría llamar a este destinatario de la carta lector implícito, pero podría confundirse con el que la crítica señala en las novelas. Sin embargo, éste se distingue de aquél en que, en principio, el novelista no sabe con seguridad quién es su lector real y, por tanto, no puede sino medir con dificultad o conjeturar su relación con el narratario. Es razonable, en cambio, suponer que el autor y el lector de una carta sí se conocen o, al menos, tienen noticias uno de otro. Este conocimiento ha de ir en aumento, si hay correspondencia, o puede, también, ir transformándose o frustrándose. En el caso que nos ocupa, Segovia se dirige a Matías Vegoso, su narratario en primera instancia; luego, lo son, también, todos los lectores de esa columna semanal. Ahora bien, es esa instancia de narratario de Matías Vegoso la que le convierte en tú textual de Tomás Segovia; es decir, en destinatario de sus cartas. Y ese reconocimiento es el que permite a Tomás Segovia volver sobre temas ya tratados en otras cartas, es decir, lo que permite caracterizar “cartas cabales” como un extenso ejercicio dialógico.

Paul Valéry advertía al crítico y al historiador de la literatura que debían evitar siempre lo que él llamaba le mélange d’un état civil avec la consideration intrinsèque d’un ouvrage (113). Hay, a veces, aspectos de la vida de un autor –aunque no los haya incluido en la obra– que forman parte más del mundo de esa obra que su persona. Si hemos aprendido a distinguir tan minuciosamente al autor del narrador y a ambos de sus personajes, deberíamos aplicar también estas sutilezas para graduar más finamente la zona que separa la biografía de la escritura. Nadie confundirá hoy al “yo”, que habla en un poema particular, con el “poeta” a quien atribuimos los diferentes poemas firmados con el mismo nombre o pseudónimo. Hasta en la práctica más cotidiana de la literatura se nos plantea ese problema. Cuando un escritor hace declaraciones en los periódicos, o escribe lo que suele llamarse una “carta literaria”, o apunta notas “íntimas”, sobre su obra o su pensamiento: ¿Cómo decidir qué parte o aspecto de eso pertenece a su biografía y qué parte a su obra?

Aún más particularmente necesaria es esa referencia en el caso del ensayista –en su estricta acepción literaria– puesto que él, como decía Montaigne, es la materia misma de su libro: aunque no siempre coincidan totalmente su persona social aparente y su “yo profundo”, visible sólo en la letra impresa. Y es todavía menos eludible la referencia biográfica cuando una fase sustancial de la vida del escritor trasciende el ámbito de su trayectoria personal y se confunde con la de muchos hombres de su tiempo y nación (Castañón 28). Tal es el caso de estas “Cartas cabales” de Tomás Segovia; basten como ejemplo las primeras líneas de la primera de ellas:

Gracias por tu amistosa carta y por el interés que pones en mis opiniones, claro que para rebatirlas. Yo he puesto el mismo en las tuyas, claro que para defenderme. Dices que muy mal nos estaría a los escritores quejarnos de las ayudas, becas, apoyos, premios y demás apapaches que los gobiernos de hoy tienen a bien derramar sobre nuestra necesitada comunidad. Estoy perfectamente de acuerdo. No creo haberme quejado nunca de eso. He tratado de demostrar algunas de sus implicaciones, que no es lo mismo. Tampoco me quejo si en una tómbola me toca a mí la canasta de vinos, mariscos en lata y sidra el gaitero (105).

 

 

 

 

En este párrafo se advierte, ya, la estructura de la serie de cartas. Por un lado, el establecimiento de un yo que se dirige a un tú (“Yo he puesto el mismo en las tuyas, claro que para defenderme); (“tú rebates”; “yo me defiendo”), que se reitera a lo largo de toda la serie de cartas: “Como ves, nos quedan todavía bastantes rounds. Estoy seguro de que los aprovecharemos” (120). “Espero tus comentarios cuando se te haya bajado un poco el coraje que estoy seguro que estas líneas te van a provocar” (130). “Sí, nos falta todavía esa ronda de discusiones, pero esta vez preferiría que seas tú quien abra el fuego” (133). “Espero encontrarte pronto en ese terreno que confío en que sea más una liza que un ring” (139). “Pero me parece escuchar ya, querido Matías, tus airados bufidos. Espero impaciente las páginas en que los desahogues” (152).

Establecido el procedimiento dialógico se plantea la relación entre emisor y receptor en virtud de sus semejanzas profesionales, biográficas en último extremo: por ejemplo, son escritores (“Dices que muy mal nos estaría a los escritores quejarnos…”) y, por tanto, comparten un horizonte de expectativas similar, además de la situación que viven en el presente. Una vez que se ha construido el procedimiento epistolar a partir de este reconocimiento, esta primera epístola se adentra en la discusión del tema que la justifica: “ayuda, becas, apoyos, premios y demás apapaches (con) que los gobiernos de hoy” ayudan a la comunidad de escritores. Es decir, el yo textual de Tomás Segovia se reconoce como escritor al tiempo que reconoce que el escritor es, también, Matías Vegoso, su destinatario para, inmediatamente asaltar el tema de esta primera epístola: los estimulantes que los escritores reciben de los respectivos gobiernos; se pasa, pues, del ámbito individual al ámbito social. Estos ámbitos están, además, marcados léxicamente. Hay un empleo de coloquialismos (“apapaches”, “filosofía de las tómbolas”, “literatura kleenex”, etc.) que se deslizan y contrapuntean el tono, más bien, grave de la carta. Resulta claro que el propósito de emplear estos coloquialismos es remarcar la cercanía que hay entre el emisor y el receptor de la epístola; pero, al mismo tiempo, el tono generalmente reflexivo incide en el carácter más universal del problema que se trata. Pero el empleo del coloquialismo no sólo enfatiza la proximidad, cercanía o familiaridad entre el emisor y el receptor, sino que, por otro lado, expone otra de las características que se le han atribuido a la epístola desde el principio: su carácter oral. Y es, precisamente, la oralidad la que aleja a la epístola del ensayo y la que, en último término, muestra “Cartas cabales”: un diálogo inconcluso donde, en cada epístola, se retoman o no asuntos ya tratados y debatidos o se abren otros por discutir. “Creo recordar que ya alguna vez te señalé uno de los más claros ejemplos de esa oscuridad” (171); en efecto, se refiere Tomás Segovia a la noción de “ideología” que había establecido en la carta anterior: “Es para adelantarme a tu reconocida agudeza argumentativa, pues podrías oponerme que una política no puede dejar de tener ideología” (166); o escribe: “Te avisé desde el principio que no me proponía hacer una descripción de tu programa, sino una interpretación de su sentido” (187), aludiendo a la carta anterior que acababa: “Digo un Edén, digo cierta forma de inocencia, pero la caracterización de esa forma la dejo para la próxima carta” (186-187). Concluye: “Bien, ya tenemos un punto de partida. Próximamente me esforzaré en mostrarte las conexiones de estos rasgos con la aspiración a una salida de la historia” (195); o comienza: “Sí, tienes razón, al final acabamos siempre volviendo al comienzo, a Platón o incluso a Parménides” (206).

Uno de los problemas fundamentales del género epistolar es su naturaleza polémica entre la oralidad y la escritura. Demetrio (siglo I a.C.) respondía a Artemón, quien había publicado las Epístolas de Aristóteles, de esta manera:

Artemón, que editó las cartas de Aristóteles, dice que las cartas y los diálogos deben escribirse del mismo modo, ya que una carta es como un lado de un diálogo (absentium per litteras).
Algo de razón lleva, pero no es todo. Una carta debería escribirse con bastante más cuidado que un diálogo. Un diálogo imita una conversación improvisada, mientras que una carta es un ejercicio de escritura, y se envía a alguien como una suerte de regalo (Guillén 1985:168).

 

 




Asombra hoy la exactitud del criterio de Demetrio, que no coincide con el topos renacentista, tal como lo recogen Erasmo y Vives. Erasmo es cercano a Artemón en este asunto epistolar, por ello subraya el carácter conversacional de la carta: “Est enim... epistola absentium amicorum quasi mutuus sermo” (Guillén 1985:15). Antonio Pérez, maestro del género en España, dice que “es como decir conversación privada” (Salinas, 23); y Lope, dirigiéndose al duque de Sessa, recoge aquello de “oración mental a los ausentes” (Salinas, 132). Pedro Salinas, en su espléndida Defensa de la carta misiva, se resiste a ese concepto “de la carta que la tiene por una conversación a distancia, a falta de la verdadera, como una lugarteniente del diálogo imposible” (Salinas, 29). Más sutil, Salinas advertía ese tipo de relación que la carta proporciona y que no ha pasado inadvertida a Tomás Segovia: “La carta que aporta otra suerte de relación: un entenderse sin oírse, un quererse sin tactos, un mirarse sin presencia, en los trasuntos de la persona que llamamos, recuerdo, imagen, alma”. Y Salinas concluye poéticamente, como no podía ser de otra manera: “cartearse –la hermosa palabra castellana– no es hablarse” (30).

Gérard Genette explica en su análisis del relato que el diálogo es el único momento de una narración en que la mimesis no sustituye la experiencia narrada por el lenguaje, es decir, en que las palabras imitan o reproducen las palabras (34). Una carta no reproduce una conversación (aunque compense, a veces, su ausencia) parcial o completamente, excepto cuando la cita. Demetrio, perfectamente consciente del carácter formal de un cuidadoso ejercicio de escritura, y de su diferencia respecto a la palabra hablada e improvisada, sabía que la carta representaba un tránsito esencial de una actividad a otra o una interacción entre las dos. La carta, en cuanto escritura, tendía a implicar a su autor en un silencioso proceso de objetivación, distanciación y modelado de su propia persona, o mejor, de la imagen ofrecida al otro y, por tanto, hacía posible cierto grado de conocimiento y hasta de ficción.

Pero el hecho de emplear un cauce de presentación, como el de la epístola en una columna semanal, implica la intención de intimar de un modo u otro, de acortar distancias, de bisbisear al oído del lector, pues si algo distingue a la carta de otros géneros es, precisamente, que se circunscribe –por lo menos imaginariamente– antes al ámbito privado que al público; o, más precisamente, que el espacio privado puede abrirse al espacio público, que al espacio público se accede desde el espacio privado. Así aparece claramente expresado en el siguiente fragmento de la carta titulada “Vida pública y Res publica”:

Bueno, vamos por partes si me permites ponerme utópico, yo diría que en los asuntos que incumben al público sería deseable en principio la mayor intervención posible del público. Pero te ruego observar que no es lo mismo la intervención del público que la intervención pública. Lo que pasa es que yo parto de una distinción que he tratado de hacerte aceptar, pero que sé que no tomas en consideración: que no es lo mismo la res publica que la vida pública, lo político que lo social, incluso la comunidad que la vida en común, como tampoco, en el otro extremo, es lo mismo la iniciativa privada que la vida privada o la libre empresa que la libertad humana (112).

 

 

 



Tomás Segovia, en primer lugar, manifiesta su punto de vista (“si me permites ponerme utópico”); y, una vez que ha expuesto su perspectiva y las características de esa subjetividad, pasa a exponer el tema general desde esa subjetividad (“yo parto de un distinción que he tratado de hacerte aceptar, pero que sé que no tomas en consideración: que no es lo mismo la res publica que la vida pública”). De cualquier manera, la epístola es un género social: lo propio del género, de lo logrado por Horacio, es que en él perdura y funciona la práctica social que era el mandar y recibir cartas, o sea: un cauce de presentación.

La elección de la carta como género periodístico es para Segovia una declaración de principios: resulta la expresión de la pertenencia a una tradición literaria. No por casualidad Segovia tiene un diario, un prontuario, un libro de notas que, desde el título mismo, se sitúa en el centro de la tradición literaria hispánica: El tiempo en los brazos (2001). El título es una reescritura de los últimos versos de La epístola moral a Fabio, escrita poco antes de 1613, atribuida al poeta sevillano Andrés Fernández de Andrada. El serventesio con que acaba la epístola dice así:

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
De cuanto simple amé: rompí los lazos.
Ven y sabrás al grande fin que aspiro,
Antes que el tiempo muera en nuestros brazos (303-310).

 

 

Tomás Segovia conoce bien el género de la “Epístola moral”. Quisiera notar que para leer la epístola en verso del Renacimiento –que es probablemente el momento más brillante de la historia del género: Marot, Wyatt, Garcilaso de la Vega, Sá de Miranda, Francisco de Aldana, John Donne, La epístola moral a Fabio (Guillén 167)– conviene tener en cuenta dos circunstancias constituyentes que me parece no le han pasado inadvertidas a Segovia. La carta en verso es, en Horacio, un contragénero de la poesía satírica; y, además, nos hallamos al mismo tiempo ante un género y un cauce de presentación.1

Lo que ocurre con la epístola en verso en el Renacimiento es algo parecido a lo que Tomás Segovia, guardando las distancias, hace con el género diarístico y, también, con el epistolar: algo tan elemental, tan generalizado, tan natural como componer cartas se convierte en poesía en el siglo XVI. En el caso de Segovia, algo tan elemental, tan generalizado y tan natural como escribir un diario o unas cartas se convierte en un largo ensayo que marca las pautas de sus intereses intelectuales a cada momento. Y es, precisamente, esa condición de apunte, prontuario, borrador de El tiempo en los brazos y de “Cartas cabales”, el que les confiere un carácter proteico, móvil, cambiante.

La epístola literaria aparece como ese gozne decisivo que unía y también separaba la palabra hablada y la palabra escrita. La teoría de la carta –Cicerón, Quintiliano– se encuentra en Demetrio (De elocutione), y aflora también en la “Epístola” de Garcilaso a Boscán en 1534. Esta carta es, para Rafael Lapesa, “la primera epístola horaciana de nuestra literatura. Aunque no deriva especialmente de ninguna de las de Horacio, responde al tipo de aquellas en que el venusino mezcla lo doctrinal y familiar”:

Señor Boscán, quien tanto gusto tiene
De daros cuenta de los pensamientos
Hasta en las cosas que no tienen nombre,
No le podrá con vos faltar materia,
Ni será menester buscar estilo
Presto, distinto, de ornamento puro,
Tal cual a culta epístola conviene (vv. 1-7).

 

 

 

 

Pienso, también, en la “Epístola a Arias Montano” de Francisco de Aldana, quizás la mejor de las castellanas. Los versos más acertados de esta carta son aquellos con los que el autor corrobora que se trata de una epístola, cerrando el poema tal como se termina una carta:

Nuestro Señor en ti su gracia siembre
Para coger la gloria que promete.
De Madrid a los siete de setiembre
Mil y quinientos y setenta y siete (vv. 448-451).

 

 


Algo tan fugaz, singular, acaso sin sentido, como una fecha, una ciudad en que se está de paso, una despedida, se salva para siempre.

Nótese que me he referido a la epístola en verso que tiene un marcado carácter antigenérico, pues, desde Horacio, está mezclada irresistiblemente con poesía satírica. Reléase con cuidado la epístola del primer libro de Horacio y la oposición sátira-epístola cobrará todo su sentido humano. El poeta se dirige a Mecenas:

¡Tú, que nombraron los primeros acentos de mi Camena (o sea, la Musa que dedicó a Mecenas los demás libros) y que los últimos habrán de nombrar; tú, Mecenas, pretendes que me encierre en la sala de esgrima de antes, yo gladiador muy visto y que ha recibido su florete de gladiador retirado? Mi edad ya no es la misma, ni mi espíritu (Guillén, 1985:170).

 

 



Esencial, y de una extraordinaria sencillez, es el verso cuarto: “Non eadem est aetas, non mens”, es decir, “no me pidas que vuelva a las andadas, pues mi edad es otra, y también mi espíritu...”. De esta confesión o actitud arranca la Epístola primera y todo cuanto sigue. La madurez –en aquellos tiempos de vejez– no se contenta ya con la censura de los errores y desatinos ajenos, el ademán negativo, el orgullo implícito en la burla. El poeta maduro ha de buscar el bien y la verdad, emprendiendo el camino de la filosofía moral.

Llegamos, pues, a la “epístola moral”. Elías Rivers elucidó los rasgos generales de esta epístola de origen horaciano en su estudio de la “Epístola a Boscán”. Y, ante todo, el papel importantísimo de la amistad: marco, situación y relación con un destinatario que permite y exige la búsqueda conjunta de “la verdad y el bien” en un ámbito íntimo y concreto (23).

“Cartas cabales” de Tomás Segovia participa de los temblores primarios del género de la “Epístola moral”. Se trata de amistades varoniles: la serie de las 50 cartas comienza con el saludo “Querido Matías Vegoso”, a excepción de la última carta que comienza directamente con la despedida habitual del “corrido” –“Ya con esta me despido”– y que apela directamente al género oral. La despedida de la misiva, como se acostumbra, suele ser afectuosa: “Y tú recibe la consiguiente envidia y el cariñoso abrazo de tu amigo” (108); “de lo que se trataba ante todo era de responder a tus apreciadas líneas y reiterarte mi amistad de siempre” (111); “A la espera de ellos recibe un cordial abrazo” (114); “confiando en tu sensatez y tu heroísmo, te envía un fervoroso saludo tu incondicional” (116); “Tu atento amigo” (120), etc. La epístola moral infunde vida real o existencial a las ideas abstractas mediante la amistad, consiguiendo que el pensamiento ético sea accesible al destinatario, al lector, al existir limitado de una sola persona. Por eso, la insistencia en estas cartas de la amistad y confidencialidad y respeto entre Tomás Segovia y Matías Vegoso: “Sobre todo lo cual espera tus comentarios tu fraternal amigo” (123); “Pero sé que estás demasiado ocupado con tus compromisos de notable intelectual, de modo que no te distraigo por ahora con más locuras. Tu resistente amigo” (127); “Sí, nos falta todavía por lo menos esa ronda de discusiones, pero esta vez preferiría que seas tú quien abra el fuego. Espero, pues, con impaciencia tu andanada” (133); “Proseguiré esta carta como si nada la semana próxima. Perdón y un abrazo” (143), etc.

Y la epístola moral roza el ensayo moderno. El “portarse bien” de Tomás Segovia poco tiene que ver con la exhibición ejemplarizante de un mascarón filisteo; su arte consiste en saberse llevarse a sí mismo, en mantener con paso regular el itinerario ético. Tomás Segovia se observa a sí mismo, pero también registra con minuciosidad su entorno como si la recompensa de ensanchar el fondo de sí mismo fuera la posibilidad de caminar cada vez más adentro del mundo. El procedimiento es siempre semejante en estas cartas en que la subjetividad del yo se abre hacia el exterior para tratar de comprenderlo

No, querido Matías, si digo que hay conflicto entre el poder y la sociedad no es que proponga el derrocamiento del poder mediante la violencia de la sociedad. Es porque compruebo, me guste o no, que ese conflicto existe, que es el que mantiene en movimiento las relaciones del poder con la sociedad y explica gran parte de la historia del poder, además de que es innegable que a veces la violencia social derroca en efecto a los gobiernos (…).

Una vez más, trato de entender primero la estructura general de toda forma de poder, y luego, dentro de esa esencia común, la especificidad del poder democrático. Eso, querido Matías, no es denigrar a la democracia, sino pensar que sólo entendiéndola se la puede ayudar de veras, mientras que describir la democracia como si no tuviera absolutamente nada que ver con otras formas de poder es hipostasiarla y no hacerle ningún favor, sino más bien renunciar a entender el subterfugio con el que cualquier gobierno se declara democrático (152-153).

 

 

 

 

 

 

 

Pero Segovia no es de ninguna manera un observador sistemático. Él anda siempre de paseo, como el nómada de su particular mitología. Más bien, el método que emplea es el de la divagación:

¿Te das cuenta del juego de ping-pong bastante mareante en que nos estamos metiendo? A ti te parece sorprendente que yo encuentre sorprendente la fe en el sistema bipartidista en las democracias modernas, y a mí, por mi lado, no me sorprende que te sorprenda. Según tú, hubiera sido de esperarse, dadas mis demás posiciones, que ese sistema me pareciera, “si no la mejor, por lo menos la manera menos mala de organizar el juego democrático” (164-165).

 

 

 

 

Curiosamente, la divagación es ese discurso interior tan cercano al discurso epistolar, porque se diría que sigue una conversación; una conversación a la que asisten diferentes interlocutores: no se trata ya de Matías Vegoso, sino de los lectores a quienes dirige sus “Cartas cabales”.

Con Segovia sabemos dónde empiezan las cosas, pero ignoramos adónde van a parar. Resulta ilustrativo reseñar algunos de los títulos sus epístolas: “Resistencia a los estimulantes”, “Mi querido capitán”, “Democracia y transferencia”, “Márgenes de represión”, “Eppure si muove”, “El desideologizador que lo desideologizará”, “Post-¿qué?”, “Inocente cinismo”, “Metafísico estáis”, “Platonismos”, “Freudismos”, “Las perlas de tu boca”, “En los burdeles del lenguaje”, “Ya con esta me despido”. Segovia es un escritor de razón, es un abogado de lo razonable. Llama la atención que no sea en modo alguno un espíritu rectangular y que su prosa, como también la de sus ensayos, avance como una enredadera, siempre en espiral, en parábolas, en un incesante ir y venir de paréntesis que se van abriendo y cerrando sobre sí mismos. No poco le debe este ritmo y sintaxis, cadencia también, a la intención conversacional, a la búsqueda de interlocutores válidos. Pero Segovia sabe muy bien –como decía Salinas– que la carta no es una conversación y, como Demetrio, que es algo diferente, que es “un ejercicio de escritura”.

Desde el punto de vista temático, estas “Cartas cabales” se interesan en diferentes ámbitos de lo cotidiano: desde las “ayudas, becas, apoyos, premios y demás apapaches que los gobiernos de hoy tienen a bien derramar sobre nuestra necesitada comunidad” (105), hasta el espacio que la derecha ocupa en el gobierno de una nación, puesto que mientras “la derecha o está en el gobierno, o está en la oposición (que es una zona del ámbito del poder); la izquierda sólo en parte puede estar en el gobierno o en la oposición” (128); desde los significados del término ideología que “ha ido adquiriendo a lo largo de este siglo un sentido que no tenía originalmente, y que es uno de los que caracterizan a la modernidad” (170); hasta el riesgo de la utopía, pues “no estoy describiendo lo que tú piensas, sino una absurda utopía que te atribuyo gratuitamente (...), sólo que dicho con bastante enojo” (187).

Pero la amistad supone también, al menos en Horacio y sus sucesores –así como también en Tomás Segovia– aquello que queda fuera, ambientes y lugares que los amigos rechazan. Esa búsqueda de la verdad responde a algo que no lo es. La superación de la sátira a través de la amistad tiene que repetirse en cada epístola nueva. Y quizás sean imprescindibles –para alcanzar la verdad moral– la conciencia de la mentira, el recuerdo del escándalo social y ese mínimo de ira sin el cual la sabiduría se aleja demasiado del mundo de los hombres:

Pero otra manera de decirlo (porque dos cosas pueden compararse, aunque no sean simétricas) es que las reivindicaciones de la derecha, puesto que defienden ante todo y siempre el orden, no pueden ser reivindicaciones fundamentales. Las reivindicaciones fundamentales expresadas en el ámbito de lo político son reivindicaciones frente al poder mismo: defienden unos derechos o unos valores humanos atropellados por el poder de un gobierno (o por algún órgano, institución o autoridad de ese poder) no sólo más allá de ese gobierno y esas instituciones, sino más allá de esa autoridad y finalmente más allá del poder (129).

 

 

 

 

Por eso, uno de los términos más reiterados en estas “Cartas cabales” (no se olvide que su paradigma es la “epístola moral”) es el de “resistencia” o, más exactamente, el espacio de esa resistencia que debe habitar el intelectual

Tratar de recuperar, por ejemplo, si me permites la cursilería, una izquierda más vivida, incluso la historia de una izquierda vivida por debajo o por detrás de la izquierda historiada. Si me atrevo a llevar tan lejos la cursilería como para evocar un sentimiento de izquierda, me parece que ese sentimiento es ante todo reivindicativo. Reivindicar es defender o afirmar algo atropellado, reprimido o relegado (...).
Su parte esencial, la reivindicación, está siempre fuera. Es Resistencia (sic) (128).

 

 

 

Las epístolas de Tomás Segovia, como esa “epístola moral” a la que remiten, atienden a los siguientes impulsos: saturación de la individualidad, afán autobiográfico, conciencia teórica de la propia andadura, la profusión de cosas, la apertura a lo humilde y lo cotidiano. Tomás Segovia, desde estas “Cartas cabales”, parece decirnos que la libertad individual es un fin en sí mismo y, a la vista de la historia de nuestros días, el fin más apremiante que pueda proponerse el hombre. Como la mayoría de los intelectuales de nuestros días, Tomás Segovia ha perdido muchas ilusiones; como muy pocos entre ellos, ha guardado siempre sus convicciones; unas convicciones que, como casi siempre en el caso de Segovia, vienen desde muy lejos, desde una mirada atenta y perpleja a una tradición, cuyos cauces de expresión son lo suficientemente solventes como para dar cuenta de las interrogaciones, inquietudes, curiosidades que suscita el fin de siglo.

NOTAS

1 Entiendo por cauce de presentación o comunicación los tres cauces que Goethe calificaba de naturales: la narración, el poema cantado, la representación o simulación. Me apego al término empleado por Northop Frye, 1957.

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Correspondencia a:

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