It is the cache of ${baseHref}. It is a snapshot of the page. The current page could have changed in the meantime.
Tip: To quickly find your search term on this page, press Ctrl+F or ⌘-F (Mac) and use the find bar.

Aznar, Hugo (2002): Televisión, telebasura y audiencia: condiciones para la elección libre. Revista Latina de Comunicación Social, 48.
Revista Latina de Comunicación Social 48 – marzo de 2002

Edita: LAboratorio de Tecnologías de la Información y Nuevos Análisis de Comunicación Social
Depósito Legal: TF-135-98 / ISSN: 1138-5820
Año 5º – Director: Dr. José Manuel de Pablos Coello, catedrático de Periodismo
Facultad de Ciencias de la Información: Pirámide del Campus de Guajara - Universidad de La Laguna 38200 La Laguna (Tenerife, Canarias; España)
Teléfonos: (34) 922 31 72 31 / 41 - Fax: (34) 922 31 72 54

 

Televisión, telebasura y audiencia: condiciones para la elección libre

Dr. Hugo Aznar ©
Profesor de Ética Pública y del Periodismo
Universidad Cardenal Herrera CEU (Valencia)

La televisión actual está regida por el criterio de conseguir la mayor audiencia posible. Para conseguirlo, las televisiones, incluidas las públicas, se saltan las normas éticas y del buen gusto, degradando sus contenidos habituales. Todo esto se justifica aduciendo que dan a la audiencia lo que ésta pide. El presente artículo pone en duda esta afirmación, destacando que no se dan las condiciones para que realmente se pueda decir que la audiencia elige libremente y por sí misma. Y si esto falta, entonces no se puede afirmar que se esté dando a la audiencia lo que pide.

1. Las televisiones y la audiencia

Pese a la enorme importancia que la televisión tiene en nuestra sociedad, en la última década se ha hecho común la idea de que su programación sólo tiene que obedecer al criterio de lograr la mayor audiencia posible. Y a toda costa. Esto se ha convertido en un dogma incontestable del mundo de la comunicación. Quedan algunas voces que denuncian una y otra vez este modelo, pero el propio barullo social generado por unas televisiones dispuestas a cualquier cosa hace que estas voces tengan escaso efecto práctico.

Las estridencias de la pequeña pantalla se imponen y en la búsqueda del éxito se han sobrepasado frecuentemente las barreras éticas, por no hablar ya de las del buen gusto. Hay excepciones, como en todo, pero pocas. Por increíble que resulte, nuestra sociedad parece resignada a que el medio de comunicación más poderoso, al que más recursos y tiempo dedica, el que más influencia tiene, apenas deba ser otra cosa que una fuente de zafiedad y mal gusto. Retiramos ordenadamente la basura de nuestros hogares y procuramos no tirarla en el campo, pero llenamos a diario nuestros salones con telebasura.

La lógica económica está clara. Los medios de comunicación forman empresas y han de conseguir ingresos para rentabilizar sus inversiones y dar beneficios. Puesto que estos ingresos dependen de la publicidad y a ésta le interesa llegar a la mayor cantidad de público, las televisiones tienen que aumentar su audiencia para incrementar sus ingresos publicitarios. La noción misma de audiencia proviene del ámbito publicitario y su predominio a la hora de decidir la programación refleja el papel dominante del mercado en este ámbito de la comunicación (Aznar, 1999a: 48; Bourdieu, 1997).

Pero no basta con esto. También los fabricantes de, por ejemplo, yogures buscan incrementar sus ingresos y sin embargo tenemos muy claro que eso no les permite utilizar cualquier ingrediente, mentirnos sobre su composición, venderlos fuera de fecha o provocar intoxicaciones. Y si alguno lo hiciera tendría que afrontar las consecuencias. Como consumidores sabemos que el afán de ganancia tiene ciertos límites. Sin embargo, da la sensación de que el medio de comunicación más poderoso e influyente de la sociedad no está sujeto a las mismas reglas.

La explicación hay que buscarla en otro factor: que en el caso de las televisiones al parecer dan lo que piden los consumidores. Satisfacer al consumidor es el objetivo de cualquier productor, y si la audiencia desea un yogur/programa en mal estado es cosa suya. Entendemos que hay límites al deseo de ganancia; pero en cambio parecemos aceptar que no los hay (o que hay pocos) cuando se trata de dar al público lo que pide. Por ello, cuando alguien crítica este proceder de las televisiones no se le acusa de enemigo del mercado o de anticapitalista, sino de algo mucho peor: de enemigo del pueblo, de elitista y de antidemócrata (Bueno, 2002).

1.1. También las públicas: cambiando la noción de "servicio público"

También es esta satisfacción del público, y no la cuestión puramente económica (y mucho menos la política), la que se esgrime cuando se quiere justificar que también las televisiones públicas emitan telebasura (y en algunos casos de la peor). Aquí, el cambio ha afectado a la noción misma de servicio público. Hasta hace poco más de una década, esta noción significaba dar un servicio televisivo de calidad, que pudiera contribuir a mejorar el nivel cultural de la población. Hoy parece que servicio público significa satisfacer a la mayor cantidad de público. Con una lógica simplista se nos quiere convencer de que un servicio público televisivo cumple mejor su función cuanto más público lo ve.

Un ejemplo notable de esto lo tenemos en el programa "Tómbola", realizado por Canal 9 (de RTV Valenciana). Su presencia en un canal público es tan absurda que periódicamente los responsables de las televisiones públicas que lo emiten se ven obligados a justificarlo. Así, el presidente del Consejo de Administración de Telemadrid lo defendía (poco antes de retirarlo en 2001) afirmando que "es un tipo de programa que toda televisión pública tiene que tener". La razón económica parecía clara: "Si hay televisiones públicas, hay que buscar su financiación y dentro de esa financiación hay que buscar una audiencia". Pero en seguida añadía la justificación de la satisfacción del público: "Lo importante en este asunto es que se ve que el programa tiene una audiencia muy elevada". Y en el trasfondo de las declaraciones afloraba el cambio implícito de la noción de servicio público: "que una cadena de televisión atienda a una cantidad de gente tan importante parece que es bastante razonable", ya que "si se hicieran las televisiones públicas para que no las viera nadie, se tiraría el dinero de forma inútil". Así pues, la nueva idea de servicio público supone dejar de lado la calidad del servicio para asegurar la cantidad de público: por tanto, se puede hacer telebasura si la ve mucha gente. Si se piensa así en las televisiones públicas, ¿cómo exigir otra cosa a las privadas?

Mientras se piense así o se declare esto, es difícil poder reclamar que la televisión mejore. No hay lugar para la ética y la calidad cuando se acepta como dogma dar al público lo que pida, medido mediante índices de audiencia y sea lo que sea. La cultura de la responsabilidad ha dado paso a la política de la satisfacción de la audiencia a cualquier precio, y con ello al imperio del mal gusto. Y dada la posición dominante de la televisión en el ámbito de la comunicación (Bourdieu, 1997), esta política acaba afectando a los otros medios y empresas. Es necesario recuperar un poco de cordura entre todos. Por nuestra parte queremos contribuir a ello poniendo en duda que la audiencia quiera verdaderamente lo que nos dicen que quiere; para lo cual pondremos en duda que se estén dando las condiciones para su libertad de elección. Si la audiencia no está eligiendo libremente, entonces no se puede decir que se le esté dando lo que pide.

2. Las preferencias del público

Lo que legitima el sistema de audiencia es el supuesto de que responde a la elección libre del público. En sociedades individualizadas y consumistas como las nuestras este supuesto es fundamental: se supone que previene el paternalismo cultural y que coincide con el funcionamiento habitual del mercado y del sistema democrático. Así es frecuente que se haga un paralelismo entre estos sistemas a partir precisamente de ese elemento común: que los tres se basan en la elección libre de los individuos. Elegir un candidato, comprar un producto o seleccionar un programa con el mando a distancia se presentan como diferentes expresiones de una misma lógica: la manifestación de las preferencias individuales, su agregación y la prioridad de la más numerosa. El más votado, el más vendido o el más visto ganan sin reparo posible.

No es ocasión de denunciar el peligro que supone reducir el sentido de una democracia a un mero recuento de votos. Pero lo cierto es que el refuerzo mutuo entre estos sistemas se está haciendo cada día más habitual y buena prueba son las denuncias que vienen haciendo en los últimos años instituciones, periodistas o teóricos de la política. Así, hemos oído hablar de "mediocracia" (Consejo de Europa, vid. Aznar, 1999b: 176),"república electrónica" (Grossman, 1995), "democracia de audiencia" (Manin, 1998) o "gobierno de los sondeos" y "vídeo-política" (Sartori, 1998), conceptos que subrayan las conexiones cada día más estrechas entre política y medios de comunicación, especialmente la televisión. Bourdieu ha denunciado con contundencia a quienes promueven esta confusión reduccionista:

"La gente que defiende el reino de los índices de audiencia pretende que no hay nada más democrático (es el argumento favorito de los anunciantes y los publicitarios más cínicos, secundados por determinados sociólogos, por no hablar de los ensayistas de cortos vuelos, que identifican la crítica de los sondeos –y de los índices de audiencia– con la crítica del sufragio universal), que hay que dejar a la gente la libertad de juzgar, de elegir." (Bourdieu, 1997: 96).

Pues bien, centrándonos en la crítica del sistema de audiencia, lo que se puede decir es que no está ni mucho menos claro que las elecciones que los individuos hacen con el mando a distancia sean tan libres como se nos hace creer. Puede resultar extraño afirmar esto, ya que a nadie le consta que haya alguien detrás de él obligándole a apretar un botón u otro del mando. La experiencia común nos dice que nuestra elección es voluntaria y por tanto libre. Sin embargo, el asunto es más complicado.

La cuestión está en lo que se entiende por elección o preferencia "libre". La legitimidad del sistema de audiencia (como la del mercado o las elecciones) se basa en suponer que se da a la gente lo que ésta verdaderamente prefiere y que eso significa lo que prefiere libremente. Ahora bien, "libre" puede significar cosas diferentes entre sí. Puede significar una preferencia simplemente espontánea, como cuando zapeamos y nos detenemos en algún canal: lo hacemos nosotros, pero sin pensar. Pero, puede significar una preferencia autónoma, lo que significa que al seleccionar un programa concurren ciertas condiciones que hacen esa elección más informada y cualificada. Ambas elecciones son libres (en el sentido de voluntarias: nadie nos obliga a apretar un botón u otro) pero son muy diferentes entre sí. El sistema de audiencia tiende a identificar elección libre con elección espontánea. Pero esto no está claro. Más bien solemos pensar que una persona es verdaderamente libre cuando su elección se hace bajo ciertas condiciones. Así, por ejemplo, si me engañan o me manipulan, elegiré voluntariamente pero sería extraño decir que he elegido libremente.

Las condiciones de una elección plenamente libre no suelen darse nunca del todo (sería un mundo perfecto), pero cuanto más se den en un contexto de elección real, más correcto y legítimo (más libre) será el resultado. La cuestión por tanto se reduce a esto: ver qué condiciones hacen más libre una elección y comprobar si dichas condiciones se dan cuando la audiencia elige un programa u otro de televisión. Porque si estas condiciones no se dan o se dan poco, se podrá decir que la elección de la audiencia es voluntaria pero no se podrá afirmar que es libre.

Antes de repasar estas condiciones, conviene decir algo más. Que se den tales condiciones no significa que las preferencias de la gente vayan a cambiar necesariamente. A quienes preferimos una programación televisiva de mayor calidad nos gustaría pensar que sí, que la audiencia bien informada sería capaz de elegir cosas diferentes y que nos daría un modelo de televisión distinto. Es posible que no fuera así: que se dieran las condiciones para una elección autónoma y que la mayoría de la gente siguiera prefiriendo ver programas zafios, películas violentas, cotilleos absurdos o declaraciones tan profundas como que "el fútbol es así" todos los días. No creo que convenga hacerse demasiadas ilusiones. Hay una cosa clara: mientras no se cumplan tales condiciones, no se puede decir que la elección del público esté siendo verdaderamente libre. Se podrá decir que la televisión es un negocio que busca vender como sea (lo que luego veremos que tampoco es cierto); pero mientras no se cumplan mínimamente las condiciones para una elección libre del público, no se puede decir que se está dando lo que el público pide. Veamos brevemente algunas de estas condiciones.

2.1. Preferencias informadas

Las preferencias verdaderamente libres deben ser preferencias informadas. Esto es evidente: si no disponemos de un mínimo de información acerca de lo que estamos eligiendo, las consecuencias de elegirlo, las posibilidades de elección, etc., no puede decirse que la elección sea libre. Si nos falta información o más aún si nos engañan o manipulan, la elección sigue siendo voluntaria (ya que la hacemos nosotros), pero no es libre y autónoma. Es lo que ocurre cuando nos venden gato por liebre: el vendedor se calla cosas que deberíamos saber y nosotros compramos engañados. ¿Ocurre esto en las televisiones?

2.1.1. Elecciones conscientes

Para comenzar, parece evidente que una elección será en principio más libre cuanto más conscientemente se haga, procurando reconocer aquellos factores externos que podían influir en nuestra decisión sin saberlo. Como decíamos antes, hoy se induce a la gente a creer lo contrario: que la elección más libre es la más espontánea, la que tomamos de forma más irreflexiva, más rápida, sin pensar. Precisamente al elegir así es cuando más pueden influir en nosotros factores ajenos a nuestra voluntad.

Gran parte del discurso publicitario se basa precisamente en esto. Así, la publicidad nos lanza continuamente lemas como "sé tú mismo", "no te dejes llevar", "que no elijan por ti", "vive como quieres" y otros similares que nos invitan a elegir espontáneamente; pero al mismo tiempo esos lemas vienen acompañados de imágenes, melodías, cuerpos y rostros de gente bella o famosos, etc., estudiados para que los asociemos inconscientemente a determinados productos y marcas. De este modo, cuanto más espontánea, cuanto más irreflexiva es la elección, más es posible que responda a estos mensajes y detalles diseñados precisamente para influirnos sin darnos cuenta ni ser conscientes de ello. Cuando creemos elegir libremente es cuando más elegimos lo que otros quieren. Por el contrario, es muy distinto cuando nuestras elecciones, sus motivaciones y sus objetivos se verbalizan, se cuestionan, se piensan y se discuten. Dejan de ser espontáneas, pero por eso mismo probablemente estarán menos influidas por factores inconscientes y más por nuestros propios intereses: qué considero mejor, me resulta más útil, estimo más conveniente, etc.

Con esto no se trata de sugerir que haya "persuasores ocultos" que gobiernan nuestra vida sin saberlo, sino simplemente que cuanto más espontánea y rápida sea una elección más probable es que esté afectada por condicionamientos inconscientes. De este modo, la simplicidad del sistema de audiencia, favorecida además por el mando a distancia, puede que refuerce la espontaneidad de las decisiones; pero está poco claro que favorezca igual su autonomía. Los medios de comunicación, especialmente los audiovisuales, disponen de muchos mecanismos para influir en nuestras elecciones espontáneas sin que seamos conscientes de ello.

Veamos un ejemplo. La atención de los más pequeños (como también la de los más grandes) ante el televisor se puede captar de dos formas muy distintas. Una es con el argumento, como en los cuentos tradicionales: basta con que se lo contemos a los niños, sin recursos visuales ni efectos sonoros de ningún tipo para que disfruten y nos pidan que lo repitamos una y otra vez. Se podría captar así su atención ante el televisor, pero esto exige cierto esfuerzo creativo e invertir en buenos guionistas y narradores. Hay otra forma de conseguir que el niño quede pegado al televisor: que las imágenes sean impactantes, llenas de recursos sonoros y lumínicos, con mucho contraste y gran velocidad de movimiento. Esto es muchísimo más barato de producir en serie, como vieron pronto los fabricantes japoneses de dibujos. Esta forma de captar la atención actúa sobre zonas más primitivas del cerebro, las que procesan la luz y el sonido, a diferencia de las encargadas de procesar un argumento narrativo, que involucran el lenguaje y la parte más evolucionada del cerebro. Además, el deseo de captar "espontáneamente" la atención de los niños a través de estos estímulos sonoros y lumínicos obliga a acentuarlos cada vez más ya que el cerebro se acostumbra antes a ellos y pierde el interés. ¿Las consecuencias? En 1997, 685 niños japoneses sufrieron ataques de epilepsia fotosensible al ver una conocida serie de dibujos animados: la velocidad y potencia de los efectos lumínicos de los dibujos había afectado a las ondas cerebrales de los niños produciendo este efecto inesperado. Aunque en mucho menor número, en el Reino Unido se había producido un fenómeno similar en 1993, esta vez provocado por un anuncio publicitario.

Generalmente, necesitamos algo más que descargas de este tipo para mantener nuestra atención, pero el ejemplo resulta indicativo tanto de la efectividad como del tipo de influencia que está en juego aquí. A otro nivel, también hemos visto en las últimas décadas cómo la industria de Hollywood sustituía los argumentos de muchas de sus películas por el simple encadenamiento de secuencias de movimiento y sonido trepidantes, rebosantes de efectos especiales y poco más, capaces de llenar los cines y pasar al olvido casi al mismo tiempo.

En el "Manifiesto contra la telebasura" hecho público en 1997 por diversas asociaciones de usuarios, amas de casa, sindicatos, etc., se denunciaba este recurso a mecanismos y contenidos básicos para atraer la atención:

"Los promotores de la telebasura, en su búsqueda de un "mínimo común denominador" capaz de concitar grandes masas de espectadores ante la pantalla, utilizan cualquier tema (…) como mera excusa para desplegar lo que consideran elementos básicos de atracción de la audiencia: sexo, violencia, sensiblería, humor grueso, superstición, (…). Desencadenan una dinámica en la que el circense "más difícil todavía" anuncia una espiral sin fin para sorprender al espectador."

La elección del público sería tanto más libre cuanto más conocimiento tuviera de estos condicionantes, tanto técnicos como de contenido, que están influyendo (e incluso manipulando) sus preferencias aparentemente libres. Sin embargo, en la actualidad todavía existe un gran analfabetismo audiovisual del que se aprovechan las televisiones. Afirman que nos dan lo que pedimos sin que la gran mayoría sepa hasta qué punto esas mismas peticiones ya están condicionadas por los recursos de que disponen los emisores para atraer y captar nuestra atención. Para que el sistema de audiencia pueda afirmar que el público elige libremente sería necesario facilitar este tipo de información y promover un mínimo de formación acerca de estas cuestiones. De lo contrario, sobre algunos éxitos de taquilla o de audiencia pesa la sospecha de que son cantos de sirenas, muy efectivos para interesar momentáneamente al público pero en el fondo muy tramposos en el tipo de recursos que emplean para conseguirlo.

2.1.2. Las alternativas disponibles

Otro requisito habitual para que una elección pueda considerarse verdaderamente libre es que haya varias alternativas. Y no cualesquiera alternativas: entre ellas debe existir un cierto grado de variedad (para que sean realmente diferentes) y de comparabilidad (para poderlas contrastar entre sí). Precisamente uno de los mecanismos más simples para hacer que una elección siga pareciendo libre sin serlo es reducir las alternativas disponibles: haciéndolas tan similares que en realidad nada cambie eligiendo una u otra; o, al contrario, haciéndolas tan dispares en algunos elementos que eso mismo sirva para descartar unas y favorecer otras.

En este sentido, la programación televisiva no representa precisamente un contexto de elección libre. La búsqueda de las audiencias masivas (que no se hace por su interés sino por el de las cadenas) obliga a buscar aquellos elementos de interés común a grupos amplios de población, en vez de buscar la satisfacción de sus preferencias más particulares, que suelen distinguirse más entre sí. Si el coste de estos productos comunes es también menor (no en términos de dinero, sino sobre todo de esfuerzo, de reducción de incertidumbre, de búsqueda de alternativas y propuestas nuevas, etc.), ya tenemos los ingredientes para que la oferta se dé ya bastante reducida de antemano. Y a ello se suman además otras decisiones sobre los horarios de emisión, las campañas de promoción, etc., que favorecen claramente unas alternativas frente a otras. Todas estas decisiones ya están tomadas de antemano por los programadores y condicionan enormemente el marco de elección final de la audiencia. Podría objetarse que esas decisiones se toman con arreglo a estudios de mercado acerca de las preferencias de la audiencia, sus intereses, su perfil a unas horas y otras, etc. Esto no quita que se haga todo enteramente al margen de la decisión efectiva del público. A la audiencia le resta decidirse por un programa u otro dentro de una oferta disponible bastante reducida, en un contexto en el que la mayoría de las decisiones ya han sido tomadas previamente.

En cualquier caso, no tiene por qué identificarse audiencias numerosas y telebasura, como quieren hacernos creer los programadores de televisión (sobre todo una vez que ya no han dejado dónde elegir). En muchas más ocasiones de las que se quiere reconocer, la existencia de alternativas ha permitido al público elegir con mayor libertad, tomando decisiones que han roto los planteamientos reduccionistas de los programadores. Ha habido bastantes series y programas de televisión que han cosechado éxitos de audiencia no sólo sin romper las normas del buen gusto sino alcanzando niveles de calidad notables. Pero es mucho más cómodo reducir las alternativas a un nivel bajo y luego echar la culpa al público de elegir eso.

Ciertamente también hay ocasiones en que hay alternativas y la audiencia no las considera. Suerte para los programadores. No todo iba a ser perfecto. Una vez más no se trata de convencer a nadie de que el público elegiría con total seguridad una programación de mejor calidad si dispusiera de alternativas (no se puede resolver esta incógnita de antemano). La cuestión es más bien que hoy, en la mayoría de las ocasiones, la audiencia carece de posibilidades efectivas de elección. Por consiguiente, en todo esto hace falta algo menos de hipocresía: que no se diga que se da a la audiencia lo que pide; que se diga que puede elegir entre lo que le dejan. Y que suele ser poco.

2.1.3. Los efectos de las decisiones

Otra exigencia de sentido común para poder considerar libre una elección es que dispongamos de una mínima información acerca de las consecuencias de nuestras elecciones. Así, si no se nos da información sobre los efectos que pueden tener nuestras decisiones sobre, por ejemplo, la salud o el bienestar general, etc., podemos considerar con razón que se nos está engañando o manipulando.

Un ejemplo de esto sería el tabaco: la principal acusación contra las tabaqueras ha sido que no daban ninguna (y ahora no dan toda la) información sobre los componentes del tabaco y los efectos de su consumo. O que la que facilitaban era falsa. La advertencia que hoy llevan los paquetes y anuncios de tabaco advierte al público del riesgo para su salud que tiene su decisión de fumar. Dejando ahora aparte cuestiones como las sustancias adictivas o las técnicas de publicidad subliminal, lo cierto es que se ha avanzado algo a la hora de garantizar que la decisión del público se tome con un mínimo de información acerca de sus consecuencias. La gente puede seguir eligiendo fumar, pero al menos lo hará sin ignorar el riesgo que asume. Aunque la elección no cambie, cambia el modo de hacerla y por tanto su legitimidad.

Aunque el ejemplo del tabaco sirve bien para probar que solo puede considerarse verdaderamente libre una elección si está mínimamente informada de sus efectos, es difícil pensar que en el caso de la televisión pueda darse alguna emisión con efectos tan perjudiciales. Sin embargo, aunque en mucho menor grado, algunas emisiones televisivas pueden tener también sus efectos negativos que el público debe conocer. Esto es especialmente cierto si consideramos los efectos psicológicos; o los efectos indirectos, a largo plazo y más difusos que puede tener la programación televisiva en el conjunto de la sociedad. En estos casos también las elecciones de determinados programas y contenidos tienen consecuencias sobre quienes las realizan, sus allegados y la vida social en general de nuestras sociedades. Que no nos extrañe esto, ya que hablamos del medio de comunicación más influyente y poderoso que existe. Si esto es así, entonces para considerar que el público está eligiendo libremente tendría que facilitársele una mínima información sobre los efectos de sus elecciones.

¿Cuáles son esos posibles efectos? Bueno, aquí hay una gran discusión abierta, pero algunos ejemplos pueden servir para tomar conciencia de la necesidad de informar de algunos efectos posibles. Empecemos con la violencia. Los estudios más completos que se han hecho hasta la fecha han probado que existe una correlación (difusa y a medio y largo plazo, pero que existe en definitiva) entre el aumento de las emisiones violentas en el cine y la televisión y el aumento de la violencia y la agresividad reales (Sanmartín et al., 1998a; Sanmartín, 1998b). Y esto sin contar los casos de imitación de los que nos llegan cada día más noticias, en los que adolescentes y a veces niños aún más pequeños agreden, torturan o matan a otros niños por hacerse famosos, imitar a sus estrellas preferidas, copiar el argumento de una película o convertirse ellos mismos en protagonistas de otra. ¿Saben esto los padres que eligen ver una y otra vez películas violentas, sin reparo alguno además a que las vean también los más pequeños? ¿Saben esto los padres que dejan a sus hijos solos ante series tremendamente agresivas y violentas? ¿Alguna vez han informado antes de emitir una película de este tipo de dichos efectos? ¿Están siempre oportunamente advertidos y señalizados los contenidos de los programas televisivos? ¿Qué impacto tienen en los niños los tráilers de las películas que se van a emitir, en los que siempre se seleccionan las imágenes más impactantes y atrayentes para la audiencia? La gran mayoría del público no se plantea este tipo de hechos y por consiguiente ignora los efectos de sus propias decisiones. ¿Cómo se puede decir entonces que está eligiendo libremente?

Podemos mencionar también el caso de la anorexia, una enfermedad que está creciendo mucho entre los adolescentes y uno de cuyos factores desencadenantes es el excesivo culto al cuerpo y a la delgadez que los medios se encargan de difundir y explotar a todas horas. Convertir a las modelos en estrellas, inundar de personajes "perfectos" las series para adolescentes, llenar los intermedios con todo tipo de anuncios que reflejan o exigen un determinado perfil de mujer, etc., son prácticas habituales de la televisión cuyos efectos ignora la mayoría de las personas. Los reality shows, las reconstrucciones de sucesos luctuosos, de crímenes y sobre todo de suicidios, son otros tantos ejemplos de programas que está documentado que producen consecuencias negativas entre el público y de los que sin embargo no se facilita ninguna información. En todos estos casos, el público ignora en su gran mayoría los efectos de sus decisiones. Falta pues una cultura de los medios suficiente como para poder decir que el público está eligiendo libremente.

No se trata tan sólo de los efectos negativos. Una de las consecuencias más directas de las elecciones del público es la distribución de recursos económicos que conllevan. La idea de que la televisión es gratuita mantiene a la gente ignorante y despreocupada de los efectos económicos de sus decisiones, sin saber que los tienen y que además, dados los presupuestos que manejan las televisiones, son enormes. Esto es importante en el caso de las televisiones públicas, donde los fondos son en gran parte públicos y limitados, de modo que es especialmente relevante saber a dónde van dirigidos. Es decir, si se gastan millones en invitar a personajes y "periodistas" sin otro mérito que el de provocar escándalos y contarlos, es evidente que este dinero (además del tiempo de emisión, la disposición de platós, los sueldos y las energías) se escatiman a otros programas que podrían hacer una excelente labor educativa, social o de simple entretenimiento, con menos presupuesto y dando trabajo a gente con algo que ofrecer. Es obvio que quienes consumen, por ejemplo, estos programas de telebasura del cotilleo ignoran en su gran mayoría el efecto económico y social que tienen sus preferencias.

3. La falsa verdad de los índices de audiencia

Es posible que los índices de audiencia que se hacen públicos sean ciertos, aunque habría mucho que discutir sobre la falta de información y transparencia que rodea su elaboración. En efecto, habría que discutir también cómo se eligen los muestreos, cómo se contabilizan las personas que ven un programa y se mide su interés, cómo se extrapolan los datos, cómo se estima la gente que realmente está viendo televisión, qué empresa realiza los cálculos, quién forma parte de su accionariado, etc. Hay muchas cuestiones aquí de las que tampoco se informa. Simplemente se dan las cifras finales, que hemos de considerar fuera de toda duda.

Si las televisiones fueran sólo un negocio, no cabría plantear objeción alguna al sistema que utilizan para contar y negociar con la audiencia. Cuando se usan los índices de audiencia para afirmar que la televisión da al público lo que pide, queriendo dar así una legitimidad "extra" al negocio, entonces se nos está mintiendo. No podemos saber si los índices de audiencia reflejen lo que el público verdaderamente quiere ver porque no se dan las condiciones para considerar su elección libre e informada. Al público le falta información sobre los mecanismos que influyen en sus preferencias, las posibles alternativas y los efectos de sus decisiones. Faltando todo esto, el sistema carece de legitimidad y falsea la realidad si pretende lo contrario.

Si al público se le "pregunta" mediante el mando a distancia y luego se suman sus preferencias es posible que su respuesta espontánea sea que se contenta con ver la telebasura que le ofrecen. Pero si se le informa y se le pregunta de manera distinta probablemente nos dé otra respuesta. A menudo ha ocurrido precisamente esto cuando se han hecho encuestas y elaborado informes: el público ha respondido que prefería ver en televisión cosas distintas de las que reflejan los índices de audiencia. Se ha explicado esta diferencia entre las respuestas de las encuestas y los índices de la audiencia diciendo que la gente trata de engañarse a sí misma o de engañar a los entrevistadores cuando se les pregunta, diciendo lo que deberían elegir aunque luego elijan con el mando algo distinto. Esta interpretación refleja lo que estamos planteando: con el mando a distancia la gente decide espontáneamente, mientras que en la encuesta piensa un poco más y responde más reflexivamente. Entonces, ¿por qué considerar que es más verdadera la elección espontánea y no precisamente aquella más reflexionada? ¿Por qué no se da al público lo que pide explícitamente en las encuestas en lugar de lo que se supone que pide con el mando a distancia? ¿A quién interesa hacernos creer que se nos está dando lo que pedimos cuando si se nos pregunta decimos cosas muy distintas?

Emitir programas de escasa calidad y poco rigor ético es posible que sea más sencillo, fácil y cómodo para el negocio televisivo; pero afirmar que eso es lo que la gente quiere no sólo resulta bastante dudoso sino que puede ser incluso ofensivo para el público. Si quieren hacer negocio y emitir telebasura, es una cosa (lo que por cierto tampoco pueden hacer de acuerdo con la normativa legal que debería regular su actividad y de acuerdo con un mínimo de sentido ético de responsabilidad hacia su labor); pero por favor, que no digan encima que la responsabilidad la tenemos los espectadores, cuando no se dan las condiciones mínimas para considerar una elección como libre. Al afirmar eso ya no están haciendo simplemente negocio sino además cayendo en la más pura y simple hipocresía. La telebasura la hacen ellos y es su responsabilidad. Que al menos den la cara.

[* El presente texto corresponde a la primera parte de mi contribución al "Manual de ética de la comunicación y la información" que, coordinado por los profesores José Ángel Agejas y José Francisco Serrano, publicará próximamente Editorial Ariel. La realización de este trabajo se inscribe dentro del Proyecto de Investigación GV00-158-08 de la Direcció General d’Ensenyaments Universitaris e Investigació de la Generalitat Valenciana]

Bibliografía básica

Aznar, Hugo (1999a): Comunicación responsable. Barcelona, Ariel.

Aznar, Hugo (1999b): Ética y periodismo. Códigos, estatutos y otros documentos de autorregulación. Barcelona, Paidós.

Aznar, Hugo y Ernesto Villanueva (Coords.) (2000): Deontología y autorregulación informativa. México, Fundación Manuel Buendía y Universidad Iberoamericana.

Bonete, Enrique (1999): Ética de la comunicación audiovisual. Madrid, Tecnos.

Bourdieu, Pierre (1997): Sobre la televisión. Barcelona, Anagrama.

Bueno, Gustavo (2002): Telebasura y democracia. Barcelona, Ediciones B.

Canel, Mª José et al. (2000): Periodistas al descubierto. Retrato de los profesionales de la información. Madrid, CIS.

Codina, Mónica (ed.) (2001): De la ética desprotegida. Ensayos sobre deontología de la comunicación. Pamplona, Eunsa.

Grossman, Lawrence K. (1995): The Electronic Republic. Nueva York, Penguin Books.

Manin, Bernad (1998): Los principios del gobierno representativo. Madrid, Alianza.

Popper, Karl y John Condry (1998): La televisión es mala maestra. México, FCE.

Sanmartín, José et al. (eds.) (1998a): Violencia, televisión y cine. Barcelona, Ariel.

Sanmartín, José (ed.) (1998b): Ética y televisión. Valencia, Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia.

Sartori, Giovanni (1998): Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid, Taurus.

Senado (1995): Informe de la Comisión Especial sobre los contenidos televisivos. Madrid, Servicio de Publicaciones del Senado.


FORMA DE CITAR ESTE TRABAJO EN BIBLIOGRAFÍAS:

Aznar, Hugo (2002): Televisión, telebasura y audiencia: condiciones para la elección libre. Revista Latina de Comunicación Social, 48. Recuperado el x de xxxx de 200x de: http://www.ull.es/publicaciones/latina/2002/latina48marzo/4807aznar2.htm