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Cuadernos de antropología social - Herencias culturales desconocidas, el caso del patrimonio industrial mexicano

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Cuadernos de antropología social

versión On-line ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  n.21 Buenos Aires ene./jul. 2005

 

Herencias culturales desconocidas, el caso del patrimonio industrial mexicano

Victoria Novelo Oppenheim*

* Doctora en Antropología. Investigadora titular en CIESAS, México, D.F. Correo electrónico: fermelin@hotmail.com. Artículo original por invitación para Cuadernos de Antropología Social Nº 21.

Fecha de realización: diciembre de 2004. Fecha de entrega: enero de 2005. Aprobado: mayo de 2005.

Resumen

Si bien la noción de "patrimonio cultural" se ha transformado a lo largo de la historia reciente de México, éste se refiere fundamentalmente al aprecio y conservación de los monumentos y sitios de importancia en la vida prehispánica y colonial del país. A pesar de algunos esfuerzos aislados, no se ha ampliado para incluir la preservación y difusión de las herencias que dejaron las primeras etapas de formación de un sistema de fábricas, tanto en forma física como intangible.

La autora argumenta la necesidad de investigar con las herramientas y el método de la "arqueología industrial" un rico y desconocido patrimonio industrial que debería, por los profundos cambios culturales que significó en la construcción de la nueva sociedad industrial mexicana y por tanto en las identidades culturales, ser considerado dentro del patrimonio cultural nacional y por tanto, investigado, registrado, preservado, difundido y vigilado.

Palabras clave: Arqueología industrial, Patrimonio, Cultura, Tecnología, Trabajo.

Abstract

Although the concept of cultural heritage has changed along with history, in Mexico it involves primarily the conservation, appreciation and restoration of some of the great number of prehispanic and colonial monuments and sites. Some efforts have been made to expand the concept, basically from those studying the labor class culture or the history of architecture and technology so that it can include the industrial past, since the stage known as "Industrial Revolution" is a very meaningful heritage since it brought about very profound changes in the ways of life of the Mexican people and therefore, the Mexican society as a whole.

The author of the article seeks that social scientists and cultural policies should give much more importance to the study, documentation, preservation and diffusion or that industrial heritage (tangible and intangible) with the help of "industrial archaeology" and its methods of research.

Key words: Industrial archaeology, Heritage, Culture, Technology, Labor.

Hace unos veinte años comencé a preocuparme por llamar la atención de los investigadores sociales, los arqueólogos y los trabajadores de museos hacia el tema de la arqueología industrial, una especialidad que no ocupaba espacio en las discusiones antropológicas, los museos o las orientaciones de las así llamadas "políticas culturales" de mi país. La situación ha mejorado en algo pero poco significa a la luz de las posibilidades de investigación que se pueden encontrar en muchas regiones de México.

La "arqueología industrial" tal como fue bautizada en Inglaterra por el año 1963 se ocupa de la localización, registro, documentación y preservación de los restos materiales de las primeras etapas de industrialización de las naciones; más tarde con la creación del International Committee for the Conservation of the Industrial Heritage, durante el tercer congreso para la conservación de los monumentos industriales en Estocolmo en 1978, se añadió el aspecto de la información oral y escrita y se valoró el pasado industrial, sus restos físicos y su contexto social, como patrimonio industrial.1

Mi interés había nacido muy vinculado a los estudios que varios grupos de antropólogos e historiadores llevábamos a cabo desde la segunda década de los años 1970 sobre la historia de la clase obrera mexicana2 y más cuando los recorridos previos a las investigaciones realizados en regiones de industrialización temprana (mediados y fines del siglo XIX) nos dejaron ver viejas fábricas, minas, hidroeléctricas, patios de ferrocarril, fundidoras, etcétera, no sólo orgullosamente en pie, sino muchas trabajando todavía con máquinas europeas de principios del siglo XX y con procesos de trabajo más propios de las postrimerías del artesanado gremial que de la modernidad fabril capitalista.

Los vestigios, como escenografía revelada, nos permitían ejercitar la imaginación antropológica y recrear caras, ruidos, movimientos, ropajes, y hasta conversaciones que podían haber sucedido en los espacios cerrados de las naves industriales, en los abiertos de las calles y en los pequeños de las habitaciones obreras dando forma a prácticas que eventualmente conformaron estilos obreros de vivir y percibir el trabajo y la vida.

En los recorridos de superficie que realicé con un equipo en 1984 buscando los sitios industriales que fueron relevantes para la economía del país en los primeros 25 años del siglo XX,3 puedo rápidamente evocar que en los viejos sitios mineros de los estados de Hidalgo (plata y oro), Coahuila (carbón) y Sonora (cobre), entonces propiedad de la United Smelting, Refining and Mining Co., la American Smelting and Refining Co., y la Cananea Consolidated Copper Co. respectivamente, encontramos extinguidores de fuego, plantas de energía eléctrica, los cimientos para los compresores ingleses Bury, que proporcionaban la fuerza neumática para las barrenadoras; las bases de los tanques en que se inauguró el método de cianuración —novedad tecnológica introducida entre 1895 y 1910— e intacto el hospital minero construido por los ingleses. Había también hornos de colmena para la coquización de carbón, plantas de lavado de carbón, la construcción que albergó el primer abanico extractor de aire en una mina de carbón y restos de las primeras casas de madera para obreros traídas de Estados Unidos de Norteamérica, así como restos de los carritos mineros, grúas y un puente de madera.

En otras zonas del país, vimos en pie y trabajando una fábrica textil abierta en 1888 y que antes había sido molino de trigo en Santiago Tulantepec, Hidalgo; en otra fábrica en la ciudad de Tulancingo del mismo estado, fue posible ver máquinas de principios del siglo XX inglesas y belgas; en Potrero del Llano, Veracruz se veían, intactos, los tanques de almacenamiento de agua para las calderas de vapor que usaba en 1911 El Aguila Petroleum Co. y también las bases de piedra de los alambiques de la Huasteca Petroleum Co . que destilaban el petróleo en Mata Redonda, Veracruz alrededor de 1915 así como las casas en que vivían los técnicos extranjeros hechas con materiales importados. En Orizaba, Veracruz quedaban los restos del taller de fundición de la maestranza de ferrocarriles llenos de hornos americanos, tornos de 1892 y compresoras de 1904. En Zimpizahua, Veracuz en una hacienda que luego fue fábrica textil se podía ver la rueda de madera cuyo movimiento en el siglo XIX iniciaba la producción de energía con base en la fuerza hidráulica. La Jalapa Railroad and Power Co., inaugurada en 1898 abasteció de energía eléctrica a varias poblaciones de Veracruz y los restos de su primera planta están recostados entre la vegetación de Texolo, cerca de Xico. De la fundición La Trinidad de mediados del siglo XIX de los hermanos Honey (que dieron nombre a un pueblo en el estado de Puebla) queda la casa de los dueños con un bosque de encinos y un lago particular, los restos de las casas de los trabajadores y las columnas de la nave de fundición. En la norteña ciudad de Monterrey, en lo que era la Fundidora de Hierro y Acero había una galería de máquinas de vapor inglesas; en la misma ciudad, la Cervecería Cuauhtémoc aun conserva las primeras instalaciones de 1890. En Texcoco, muy cerca de la capital de la república, dentro de un estacionamiento sigue erguida la altísima chimenea como vestigio único de una fábrica de vidrio abierta alrededor de 1860 por un soplador de vidrio francés. Y en el sur de la capital, las milpas (sembradíos de maíz) que cultivaban los obreros de la fábrica de papel Loreto en San Ángel, quedaron enterradas bajo el pavimento de las hoy grandes avenidas Insurgentes y Revolución. Sin contar las fábricas que siguen funcionando, el resto de vestigios sólo tienen una carga emocional para los habitantes de los poblados vecinos y uno que otro investigador sin recursos. Los ejemplos están documentados en forma visual y escrita en mi libro La Arqueología de la Industria en México (1984) como parte de un largo período de la historia de la producción y del trabajo en México que transformó definitivamente la personalidad nacional (si puede hablarse en esos términos). El proceso industrializador en su acepción capitalista subdesarrollada fue relegando poco a poco a la vida campesina, campirana y mercantil simple al introducir a México a las reglas imperialistas de la época y a conformar un mercado interior con nuevas prácticas de economía, política y cultura. Unos ejemplos a primera vista muy simples, dan cuenta de algunos cambios: usar sombrero campesino era (y es) una vieja costumbre que protege y cubre la cabeza; dependiendo del estilo, puede mostrar la jerarquía y el oficio del portador; pero llevar puesto ese mismo sombrero a trabajar a la fábrica acarreaba un castigo (podía servir para esconder pequeños hurtos y comida) por la prohibición estipulada en las primeras reglamentaciones de los usos y costumbres permitidos y perseguidos durante la jornada de trabajo. Más severa debe haber sido la adaptación de las familias de los trabajadores a los distintos sonidos de la sirena de los campos mineros, especialmente cuando uno de ellos anunciaba una tragedia. En otros aspectos de la vida, el calendario ritual religioso debió reordenarse cuando la fiesta coincidía con el horario laboral; se introdujeron tradiciones deportivas como el fútbol, si la empresa era inglesa, y béisbol, si era estadounidense y, en general, la organización de la vida cotidiana cambió drásticamente y no sólo para las clases trabajadoras. Esa etapa formativa de una cultura industrial por su innegable importancia en la construcción de nuevas formas de vida, etnográficamente documentables, constituye por esa sola razón una herencia significativa en la integración de los procesos de identidad cultural de los mexicanos.

No faltará quien piense que es un sinsentido proponer el descubrir, investigar, preservar y mostrar los restos de un pasado tan inmediato cuando nuestras indagaciones históricas —arqueológicas, sociológicas, antropológicas, artísticas— no se dan abasto para descubrir monumentos que datan de la época prehispánica, raíz fundamental de nuestra identidad nacional según reza la ideología oficial en lo que le queda de nacionalista, y de tratar de cuidar las obras arquitectónicas relevantes construídas hasta el siglo XIX. Además de los problemas de índole financiera y de la poca claridad en la definición de lo que significan las herencias culturales, a no ser que se trate de obras que reditúen en el renglón turístico, el poco interés por documentar partes del pasado reciente de las naciones, se relaciona con una visión limitada y parcial de los conceptos tanto de "historia" como de "patrimonio" nacida desde el poder: en diversos momentos de las historias nacionales los intereses que las clases dominantes defienden son distintos al igual que sus ideologías sobre "lo nacional" y por tanto sobre lo históricamente válido y aceptable, pero también a una falla educativa de la intelectualidad crítica que no ha sabido informar suficientemente a la población sobre estas cuestiones ni influir decisivamente en las orientaciones que definen el patrimonio cultural.4

Si nos vamos lejos en la historia escrita de la sociedad mexicana, queda claro que su tejido comenzó con herencias de pueblos diferentes que en el siglo XVI fueron conquistados por la Corona española y sus ejércitos, misioneros, negociantes y trabajadores provenientes también de distintos pueblos. Los indios conquistados no tuvieron más que dos opciones: dejarse subyugar o resistir hasta donde fuera posible. Conocemos el desenlace aunque ambas opciones fueron seguidas. Y como la historia siempre la escriben los vencedores, heredamos una explicación parcial y mutilada de la vida prehispánica a pesar de que los portadores de esa vida sobrevivieron. Sin acceso a los medios de información de la época ni en general a las instituciones de las culturas dominantes, los indios mantuvieron, hasta donde les fue posible, su cultura encerrada en sus casas y sus comunidades; sin embargo, esa realidad se enmascaró durante tres siglos en la visión de una Nueva España pretendidamente europeizada y católica con indios cuya humanidad se ponía en duda. Tres siglos más tarde, cuando llegaron los tiempos de la Independencia, algunas mentes claras de intelectuales criollos, en su abierta contradicción con los peninsulares, propusieron valorar al indio histórico justificando su lealtad a la patria mexicana de la que eran herederos junto con ellos; es más, hasta se comenzó a abogar por construir el símbolo étnico indio con un sentimiento que buscaba olvidar la pesadilla de la Conquista proponiendo un sincretismo entre lo azteca y lo occidental (por cierto, olvidando a muchos otros pueblos pues no solo aztecas eran los indios conquistados). Y ya en el siglo XX, cuando México salió del movimiento conocido como "revolución mexicana" (1910-21), el nuevo grupo gobernante dentro de sus tareas de legitimación y manutención del poder y de integrar un país dividido en facciones políticas, en etnias diversas e incomunicado, hubo de revolucionar algunas ideas del pasado para construir un mercado interior, una nación y una nacionalidad cuyo contenido hasta entonces era difuso y confuso.

La construcción de la cultura mexicana que en esa etapa se proclama nacional, manejó la idea de que a todos los mexicanos los unía la herencia racial y cultural de los indios primigenios habitantes del territorio de modo que algunas de las expresiones culturales indígenas, especialmente el folklore, pasaron a convertirse en motivo de orgullo y de exhibición pública. Al símbolo étnico que por varios siglos identificó a las diversas clases dominantes, el europeo blanco, se opuso el símbolo cultural mestizo producto de lo indio y lo español; no está de más decir que otros orígenes, como lo negro, no se tomaron en cuenta..

Y precisamente entre las dos últimas fases clave para la nacionalidad mexicana de la que son herederas nuestras actuales políticas culturales y nuestras concepciones sobre el patrimonio cultural,5 comenzaba el lento arranque del proceso industrializador que, bien visto, constituye una etapa de una nueva colonización que aun no hacemos consciente quizá porque ha sido más silenciosa. Y sin embargo fue muy poderosa en términos tanto del país que prefiguró como de las relaciones sociales que estableció, las culturas que cambió, el dominio que impuso y las ataduras que obligaron al país a trenzarse en posición subordinada con el sistema económico internacional que también se vigorizaba por entonces.

Por ahí del siglo XVIII es que se habla para Europa de la "revolución industrial". A México le llegó un siglo después, pero ya no en la forma de revolución industrial, sino como implante más o menos acabado de los resultados de esa revolución en sus variadas presentaciones: capital, tecnología, técnica, arquitectura, propuesta de vida y relaciones sociales altamente jerarquizadas y discriminatorias en términos clasistas y étnicos.

Los textos históricos más divulgados comienzan a darle importancia a la industrialización capitalista mexicana a partir de la etapa llamada de la República Restaurada, por ahí de 1867; sin embargo, los proyectos y algunas acciones industrializadoras son más antiguos. A 1829 se remonta el primer gran debate sobre los pros y los contras de instalar fábricas de hilo en todo el país con la decidida cooperación del capital inglés. El primer proyecto fue rechazado por la defensa que se hizo de los tejedores mexicanos que se consideraba eran los llamados a desarrollar una industria autónoma y nacional. No llegó muy lejos la utopía. En 1837, Puebla tenía cuatro fábricas textiles para producir hilo y en l846 había 52 fábricas de hilados y tejidos de algodón y cinco de lana en los estados de Puebla, Tlaxcala, Veracruz, Querétaro, Estado de México y Jalisco; en la ciudad de México se ubicaron en los pueblos de Tlalpan, Tizapán y Contreras.

Una pequeña parte de esa industria se estableció gracias al Banco de Avío (1830-1842) que en su corta existencia fomentó la creación de 29 empresas o facilitó la importación de maquinaria. Otra parte, la mayor, del capital invertido en la industria era de origen extranjero, de ingleses y franceses algunos de los cuales se arraigaron en el país.

No fueron muchas las fábricas que se empezaron a instalar, unas, dentro de haciendas en las afueras de las ciudades, otras, nuevecitas; todas, cerca de caídas de agua para procurarse la energía que movería la maquinaria. Pero estas fábricas comenzaron a cambiar el paisaje mexicano. Las chimeneas le quitarían el monopolio de las construcciones elevadas al cielo a las torres de las iglesias y los talleres artesanales parecerían poca cosa al lado de los enormes galerones, de sólidos muros con pocas ventanas llenos de máquinas ruidosas, construidos en conjuntos arquitectónicos de tipo carcelario, algunos hasta con torre de vigilancia. Cerca de los galerones, las indignas casitas para los trabajadores cuyas dimensiones proponían la promiscuidad como forma de vida en abierto contraste a la comodidad de la casa del dueño de la empresa también en el mismo predio. Había también tienda y, a veces, iglesia dentro del conjunto. En lo social, las fábricas comenzaron paulatinamente a irradiar cambios profundos en las relaciones dominantes de producción de bienes, en la centralidad del mercado, en las formas de consumo, en la urbanización, en la organización del tiempo de las personas y las familias, en una nueva educación y ritualidad de los procesos de trabajo y la percepción e interpretación de todo ello.

El ambiente artesanal de producción empezó a ser transformado con la instalación de las primeras fábricas que dependieron tanto de la importación de maquinaria —repuestos y conocimientos técnicos extranjeros— como del trabajo calificado de los antiguos artesanos de oficio y el menos calificado de otros sectores empobrecidos de la población, especialmente campesina. La primera industrialización que, como se dijo, fue mayor en la rama textil, repercutió de varias maneras en las relaciones sociales; se extendió el trabajo femenino e infantil, limitó el trabajo de los artesanos que debieron desde entonces competir con el producto industrial, aunque el cambio más radical fue la irrupción de una lógica distinta para producir que incluía formas de pago, establecimiento de larguísimas jornadas de trabajo, la imposición de una disciplina fabril donde se vigilaban los movimientos, los ritmos y los comportamientos de los trabajadores. La industria textil con la que propiamente comienza el desarrollo industrial capitalista de México, profundizó la importancia del trabajo asalariado libre y el monopolio del capital por los empresarios que ya venían funcionando en la minería y los ingenios azucareros y, desde mediados del siglo XIX, se expandió a ferrerías, fundiciones y fábricas de papel a las que pronto se agregarían las fábricas de vidrio y cerveza, los ferrocarriles, la electricidad, la siderurgia y un poco más tarde, el petróleo.

La máxima expansión de la industria ocurriría entre 1896 y 1906 (en pleno período conocido como el Porfiriato en honor al dictador Porfirio Díaz) cuando se combinaron una serie de factores favorables como la mayor unificación del mercado nacional debido a la expansión de los ferrocarriles y la abolición de las aduanas internas, la introducción de energía eléctrica, la aparición de sociedades anónimas, el surgimiento de la red bancaria y la invasión de capitales extranjeros listos para invertir con todas las garantías del Estado liberal.

En cuanto comenzó la educación del nuevo proletariado en la industria, se inició el lento proceso de organización obrera para enfrentar las imposiciones y exigencias de la disciplina de trabajo del sistema fabril; la protesta, a veces titubeante, a veces más segura, se organizaba conforme sus protagonistas descubrían el rostro de su antagonista social. Los obreros no enfrentaron cualquier patrón, además de tener otra nacionalidad y hablar otro idioma eran, en muchos casos, representantes locales de monopolios bien establecidos —de Estados Unidos, Inglaterrra y Francia. Los empresarios no eran ya, aunque los había, dispersos propietarios individuales con comportamientos paternalistas, sus inversiones integraban varias ramas de la producción. Y ya dentro de la mina, beneficio, fábrica o taller, los obreros tenían capataces, también extranjeros que velaban porque la fuerza de trabajo se engarzara en el engranaje industrial; el dominio de los dueños se expresaba en una discriminación hacia el obrero mexicano a quien se consideraba flojo, inepto y de costumbres poco complementarias con la organización industrial del trabajo, lo cual, a su vez, se traducía en una discriminación salarial y cultural, además de una injerencia patronal en su vida familiar y privada. Aunque prohibidas, de 1881 a 1911 ocurrieron unas 250 huelgas y la protesta se dejó sentir más entre los trabajadores ubicados en los sectores industriales mas importantes de entonces: textiles, minería, ferrocarriles.

La industrialización trajo muchas cosas y con el tiempo fue imponiendo maneras de ser y estilos de vida distintos; por lo que hace al sistema de fábricas que se desarrollaba, nacieron nuevas categorías sociales, nuevas palabras, nuevos lenguajes, nuevas formas de vivir, nuevos modos de relacionarse con los instrumentos de trabajo, nuevas maneras de producir, distribuir y consumir los productos y también respuestas de la sociedad y sus nuevos trabajadores que se organizaban reaccionando a los cambios. Algunos ejemplos del lenguaje: el "operario", las "uniones", las "selfactinas" y los "tróciles" no son más que los workers, las unions, las self-acting mules y los throstle ubicados en su nuevo entorno. Entorno que en un principio debió resultar penoso para sus protagonistas, algunos de los cuales, asociados en 1850 condenaban la esclavitud, la antigua bajo la opresión española y la moderna que les arrebataba las ganancias de su trabajo, como dijeron.

El rápido y apretado esquema esbozado proviene de muchas fuentes primarias así como de sus interpretaciones y análisis; documentos de archivo, censos, periódicos, libros de historia económica y fotografías que nos permiten conocer algunas dimensiones de un proceso social que cambió la base productiva del país e implantó nuevas relaciones en muchos sentidos de la vida; sin lugar a dudas, un gran cambio cultural, no homogéneo ni uniforme, pero que parió culturas del trabajo, culturas urbanas y culturas de clase distintivas.

Cuando podemos ver, tocar, y medir los restos de los muros de las fábricas-cárceles, el tamaño de la planta de una vivienda obrera, los intrincados engranajes y tuberías, escaleras y pisos donde se realizaba el trabajo, los cimientos y las bases de instalaciones donde se ejercitaron técnicas novedosas, los restos de la maquinaria y el idioma de sus marcas, el lujo de las construcciones de la vivienda de los dueños, la oscuridad y falta de ventilación de las naves de las fábricas, sabemos que en todos esos restos se encierran sabidurías, tecnologías, formas de vivir, que dieron a las regiones industrializadas de México un paisaje y una personalidad cultural particular. Si aunado a los restos físicos es todavía posible interrogar la memoria colectiva de los descendientes y sobrevivientes de los trabajadores que ahí se educaron, el impacto de lo que significó el arranque de la era industrial en México es mucho más profundo y aleccionador y puede permitirnos un acercamiento a la comprensión del proceso industrializador y cómo fue tomando carta de nacionalidad.

La documentación física de ese gran cambio está a la vista en muchas regiones de México y las evidencias son mucho mayores que los trabajos de investigación, documentación y preservación realizados. Un recuento reciente (Oviedo Gámez y Hernández Badillo, 2004) nos informa de varias obras de "rescate" del patrimonio industrial mexicano donde se ha hecho una restauración de inmuebles para ser reutilizados como oficinas, hoteles, centros vacacionales, bibliotecas, casas de cultura y centros comerciales. Las obras, en su mayoría públicas, conservan muros o maquinaria originales con fines decorativos y son menos las que fueron restauradas de acuerdo a la fisonomía original y se han convertido en museos o espacios preservados con fines didácticos y de difusión de la historia. Entre éstas últimas, hay reconstrucciones en el norte del país y otras en el occidente donde grupos de la sociedad civil se organizaron para proteger viejas estaciones de ferrocarril, edificios ligados a la minería, a la fundición de minerales y a la producción de vidrio. En el centro del país, en el estado de Tlaxcala hay un museo textil dentro de una antigua fábrica convertida en centro vacacional; en Puebla se ubica el importante proyecto del Museo Nacional del Ferrocarril con su Centro Nacional para la preservación del patrimonio cultural ferrocarrilero y en el estado de Hidalgo se han abierto dos museos de minería en una región que al decir del recuento, demanda una atención urgente debido al abandono de muchos sitios de gran importancia minera. Las haciendas henequeneras de Yucatán que están cada vez más siendo convertidas en caros y lujosos hoteles empiezan a ser motivo de peocupación y estudio de unos pocos investigadores que básicamente se han dedicado a documentar la maquinaria sobreviviente. Es también muy reciente (1995) la constitución de un organismo privado que se ha propuesto sistematizar y promover la valoración de la herencia industrial mexicana.6

Con lo dicho hasta aquí no pretendo introducir un elemento más en la elección —bastante surrealista por cierto— de si es más válido excavar restos prehispánicos que coloniales, discusión que tuvo cierto auge durante las obras de construcción del tren metropolitano o Metro en el centro de la capital de México. Pero sí he querido subrayar que en nuestra historia hay más de dos etapas rescatables a través del conocimiento de sus vestigios. La historia del trabajo, de la tecnología, de la arquitectura fabril, de los procesos sociales contradictorios que han parido a nuestra actual sociedad, podrían documentarse mucho más si los responsables de definir las políticas culturales se deciden —previa autoconcientización— a considerar que a estas alturas del desarrollo social resulta indispensable conocer más nuestro pasado industrial, reglamentar su protección y vigilar con mucho más rigor que el que tienen actualmente las intervenciones irresponsables que han acarreado la destrucción de una buena parte del patrimonio cultural mexicano.

El punto de partida que distinguiría la investigación, el registro, y la preservación de los monumentos industriales desde el enfoque de la arqueología de la industria, es que el proceso de estudio se inicia a partir del sitio producto de una selección definida por el significado del lugar, el estado de los restos y la ubicación de la planta industrial dentro del esquema económico y social más amplio en su momento de nacimiento y auge. El enfoque del trabajo requiere una aproximación multidisciplinaria para comprender extensamente el significado de cada vestigio en su contexto. La interpretación de lo que refieren estos sitios confrontando sus vestigios materiales con otro tipo de documentación y la preservación de los que se consideren ejemplares, nos puede permitir recrear, con una adecuada difusión y presentación, en su localización original procesos sociales que sólo conocemos —y parcialmente— de libros. Y en este sentido, la comunidad que vive en las cercanías y alrededores de los sitios industriales arqueológicos adquiere una importancia central en la recuperación de ese pasado. De acuerdo al lugar y a la empresa, es todavía posible encontrar documentación de archivo bastante completa y, sorprendentemente, sobrevivientes o descendientes que trabajaron en esos sitios capaces de relatar con toda viveza los pormenores de una cultura obrera que ahí se formó. La comunidad no sólo es central como reserva de documentación etnográfica, es también vigilante de los restos por lo que significaron en sus vidas. Esa es la conciencia de la que carecen los proyectos de rescate arqueológico en general y que sería deseable fomentar. Pero ello requiere de la "complicidad intelectual" de los investigadores con la comunidad, de la aprobación y el apoyo de los dueños de las instalaciones, de un financiamiento suficiente y de profesionales para todas las fases del proyecto. Con tantos problemas sociales y tantas prioridades de investigación como existen en las sociedades subdesarrolladas como la mexicana, casi parece un sueño pensar en que se puede concretar la propuesta de que se profundice y se amplíe el estudio sobre la historia del trabajo y la industrialización además de ampliar y renovar la concepción sobre el patrimonio cultural. Sin embargo, el movimiento social siempre requiere de utopías para avanzar y la defensa del patrimonio cultural puede significar un frente de lucha en las batallas cotidianas por afirmar la identidad, por mejorar la calidad de vida al ampliar los márgenes de libertad de acción de la sociedad en la salvaguarda de su legítimo patrimonio.

Notas

1 Cuando Kenneth Hudson hizo un registro de sitios y monumentos industriales en un catálogo avalado por el Consejo para la Arqueología Británica. En Oviedo Gámez y Hernández Badillo, 2004.

2 Se puede consultar, Novelo, Victoria, (comp., 1999) y Victoria Novelo, (coord, 1984). El proyecto, muy amplio, fue patrocinado por el Museo Nacional de Culturas Populares cuando el director era Guillermo Bonfil y la que escribe era la jefa del departamento de investigación. Los productos de la investigación fueron muchos y, hasta entonces, inéditos en la literatura antropológica mexicana. Una gran exposición titulada Obreros somos...expresiones de la cultura obrera ; publicaciones con discusiones sobre cultura obrera; concursos de literatura obrera, coloquios.

3 Este estudio dio lugar al libro ilustrado Arqueología de la industria en México, uno de los pioneros en el tema. El libro contiene monografías de 11 ramas de la industria escrita por especialistas y antiguos trabajadores (minería, textil, petrolera, ferrocarriles, ingenios azucareros, electricidad, ferrerías y fundiciones, cervecerías, vidrio, papel, tabaco). Las profusas fotografías de las instalaciones fabriles tienen pies de foto que contienen detalles técnicos y poblacionales de las herramientas, el proceso de trabajo, la nacionalidad de los capitales, etc.

4 Jorge Alberto Manrique (2004:60) nos recuerda por ejemplo, algunos "crímenes" del pasado: "Rememoremos cómo en nuestro país se destruyó sistemáticamente aquello que no se juzgaba valioso (o que se consideraba horrible, o incluso demoníaco): desde la conquista, la demolición sistemática de la arquitectura autóctona o de obras muebles —de esculturas a códices—; en la época barroca, la destrucción de la pintura mural del siglo XVI o de los retablos llamados 'antiguos'; en el siglo XIX, la desaparición de obras, retablos, pinturas, objetos suntuarios barrocos; en nuestro siglo [20], el aniquilamiento de la arquitectura porfiriana, y en nuestros días, el casi nulo aprecio y consiguiente destrucción de la arquitectura de la primera mitad del siglo".

5 En México, hasta hace poco, se consideraba "casi exclusivamente como patrimonio nacional, ...el legado arqueológico, histórico y artístico de los grupos dominantes y de la alta cultura (templos, palacios, centros ceremoniales, objetos suntuarios)" (Florescano 2004:19). Actualmente con una mayor organización de la sociedad civil y la firma de convenios internacionales (con UNESCO y OIT, por ejemplo), la noción se ha ampliado para reconocer a las poblaciones campesinas, la diversidad ecológica, las tecnologías populares y las herencias de los pueblos indios, aunque las definiciones constituyen más bien letra muerta por la nula protección que existe al respecto.

6 Se trata del Comité Mexicano para la Conservación del Patrimonio Industrial, A.C., que ha realizado algunas reuniones nacionales y se ha vinculado al Comité Internacional (International Committee for the Conservation of the Industrial Heritage).

Bibliografía

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