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Tradición y traducción en el modernismo hispanoamericano


 

2011

Tradición y traducción en el modernismo hispanoamericano
Analía Costa

Universidad Nacional de Rosario
Facultad de Humanidades y Artes
Escuela de Letras

 

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Fecha de recepción:30 septiembre 2010
Fecha de aceptación: 28 abril 2011

«… traducir a Homero [es] más arduo que desempeñar un puesto público.»
                    Leopoldo Lugones, «Discurso Preliminar», Estudios Helénicos



Luego de las famosas conferencias dictadas en el Teatro Odeón de Buenos Aires con las que Leopoldo Lugones consagra al Martín Fierro de José Hernández como poema épico nacional —y que pasarán a integrar su libro El Payador (1910)—, Lugones pronunciará, a los pocos años (1916), una nueva serie de conferencias sobre tema griego que serán publicadas en dos libros de ensayos (Estudios Helénicos —1924— y Nuevos estudios helénicos —1928—) en los que el autor intercala los fragmentos de sus traducciones de los textos homéricos con sus estudios sobre algunos pasajes épicos. El helenismo lugoniano, entonces, produce al menos dos efectos relevantes para la historia de la literatura argentina: la colocación del Martín Fierro en el centro y origen de la historia literaria nacional, junto con la propia consagración de Lugones como escritor en el campo cultural argentino de la época (1); y por otro lado, con las traducciones de los pasajes homéricos, su publicación en el diario La Nación de Buenos Aires, con sus conferencias sobre tema griego y con la publicación de éstas en los libros de ensayos donde intercala los pasajes traducidos, Lugones refuerza la presencia del paradigma helénico en el Plata y acentúa el ideal de una paideia que se desprende de estas prácticas discursivas que despliega en diversos escenarios porteños. Con la conferencia, el periódico, el ensayo, la traducción, demuestra la importancia atribuida a la palabra, a su valor performativo y disuasivo, pedagógico y estético, con los que contribuyó a sostener, entre finales del siglo XIX y los comienzos del XX, lo que Oscar Terán dio en llamar una «querella simbólica por la nacionalidad».(2)

Ya desde las últimas décadas del siglo XIX esta querella coincide con la imperiosa tarea de consumar la construcción de la nación en un período cultural caracterizado por el acelerado proceso de modernización y por el impacto de las corrientes inmigratorias; y coincide además con la consolidación de un discurso epocal que ya tenía sus antecedentes continentales y nacionales y que cobra nuevo impulso con la figura de Leopoldo Lugones y su prédica helenística en la escena porteña de principios de siglo en busca de una necesaria aclimatación de la Atenas del Plata. El paradigma helénico orientaba el pensamiento de varios intelectuales de la época quienes impulsaron —habiéndose convertido en lectores asiduos e incluso en notables estudiosos de la cultura clásica— un necesario retorno a la cultura de las humanidades, en el afán por compensar el avance del positivismo científico de la hora y en respuesta a la reacción generada por las nuevas representaciones del ámbito urbano, debidas a la velocidad de los cambios provocados por el creciente comercio y las formaciones sociales.

La modernización literaria impactó en las producciones líricas y en la discursividad de la época e impulsó lazos reales, vínculos concretos, entre diferentes actores de la vida literaria y cultural latinoamericana. Esta modernización —que trajo aparejada una mayor fluencia en las comunicaciones y una alta receptividad por parte de los escritores de las novedades literarias sobre todo europeas— fue la que posibilitó un movimiento hegemónico en toda América Latina como fue el Modernismo, caracterizado por el afán de novedad, las sucesivas incorporaciones de modelos externos tendientes a enriquecer los paradigmas retórico-poéticos en vigencia y las sucesivas respuestas internas a estas incorporaciones, las que generaron, además, importantes debates y polémicas sobre el sistema de valores culturales consolidado en América Latina, proyectándose en lo que Ángel Rama señaló como «un comportamiento que desborda los rasgos del período, para representar una norma cultural latinoamericana».(3) La complejidad de este proceso es particularmente visible dentro de los sistemas literarios del período ya que interviene en las relaciones entre la escritura, la lectura y la oratoria, y nos lleva a revisar la presencia —no siempre destacada— de un mecanismo que atraviesa de manera constante estas opciones de modernización: la traducción.

El interés de este trabajo es el de revisar un aspecto poco visitado de la obra de Lugones: sus traducciones de algunos fragmentos de la Ilíada y la Odisea de Homero. En el marco de la modernización estética, con una imagen idealizada de Grecia que tiene su antecedente más conspicuo en el neohumanismo alemán, el parnasianismo y el «culto a la belleza»; con su interés por consolidar a la vez un proyecto cultural y una figura social, la del poeta; con la direccionalidad de sus conferencias y ensayos (donde intercala sus fragmentos traducidos) a un sector del público estratificado, por selecto y artistocratizante; con la finalidad didáctica de su propuesta y su actualización de la épica clásica, que se proyecta en la analogía metafórica de la pluma, el sable y la espada; Lugones traduce del griego los poemas homéricos como parte de un proceso que será enfocado desde el punto de vista de la práctica de la traducción y su función en la literatura receptora.(4) En base a algunos de los ejes propuestos, será posible determinar el lugar que estas traducciones ocuparon dentro del proyecto estético-cultural lugoniano, las polémicas que lo circundaron, la influencia del Modernismo —especialmente de Rubén Darío— y su recepción en la moderna capital porteña de principios de siglo XX.

Modernismo y traducción en el fin de siglo latinoamericano
El Modernismo literario latinoamericano había dado muestras claras del lugar que la traducción, como práctica discursiva, llegó a ocupar dentro del sistema literario latinoamericano, en la medida en que se constituyó en una de las fuentes fundamentales de asimilación y apropiación de modelos europeos (sobre todo provenientes de la literatura francesa, pero extensivo al ámbito de las literaturas anglófonas y alemanas). La traducción llegó a convertirse, en los últimos años del siglo XIX, en una estrategia fundamental para la incorporación de «lo nuevo», con la importación de motivos, de efectos lingüísticos que impactaron en la renovación métrica y rítmica de la lengua española, y con la ampliación y selección de un repertorio renovado de formas literarias genéricas —la crónica, la impresión, la nota, el retrato, la semblanza, el medallón, la «cabeza», la divagación, el «ditirambo», la necrológica—. Con la traducción se ponen de manifiesto las intensas relaciones interliterarias que tienen lugar entre la literatura receptora (en este caso latinoamericana) y la literatura traducida. Saúl Yurkievich señala la voracidad con que los escritores del modernismo se dedicaron a poner en práctica su poliglotismo, su voluntad letrada y su primacía escritural, recuperando la plasticidad y la porosidad de la lengua, sin inhibiciones, como en un teatro de variedades, un bazar o un popurrí nunca antes concebido:

El modernismo ejerce la máxima amplitud tempo-espacial, la máxima amplitud psicológica, la máxima amplitud estilística. Produce la primera ruptura del confinamiento de las literaturas comarcanas, una actualización cosmopolita que sincroniza el arte latinoamericano con el de las metrópolis culturales. Literatura no a la zaga sino concomitante de la metropolitana (sin poder cortar, por supuesto, el vínculo de subordinación). Por el prolongado aislamiento, por el atraso acumulado, la internacionalización es virulenta, omnívora: se quiere absorber vertiginosamente la historia universal y la geografía mundial. Avidez de una cultura periférica que anhela apropiarse del legado de todas las civilizaciones en todo lugar y en toda época. De ahí que los modernistas se empeñen en la práctica del patchwork cultural, en la tan heteróclita mezcla de ingredientes de toda extracción. Sus acumulaciones no son sólo transhistóricas y transgeográficas, son también translingüísticas, como corresponde a un arte de viajeros y poliglotos. […] El translingüismo es el correlato verbal de esa visión cosmopolita que, a partir de los modernistas, transforma a la vez la representación y la escritura. (5)

El modernismo captó —por momentos de manera tumultuosa y anárquica, pero siempre voraz y crítica— las más modernas tradiciones literarias europeas, las postulaciones del romanticismo conservaron francas proyecciones en sus programas estéticos e ideológicos, y la traducción se constituyó en una de las operaciones claves para responder a la ola de internacionalización del capital cultural, que encuentra, sobre todo en la literatura de Francia (con el parnasianismo, el simbolismo y el decadentismo), de Inglaterra y de las más antiguas fuentes literarias de Europa —las griegas y las latinas— un reservorio de temas, de vocabulario, de matrices métricas, una mayor versatilidad y una prosodia, que contribuyeron con su afán de renovación y con las ansias constantes de los artistas finiseculares por ser «modernos».

Si tenemos en cuenta que la tradición francesa —y en el caso que nos ocupa, la relación que la literatura de Francia, en particular la parnasiana, mantenía con la tradición clásica en un número importante del corpus traducido— se afirma en un lugar central en la circulación del capital literario de finales de siglo XIX, es preciso a su vez destacar que, desde el punto de vista del contexto de recepción, la apropiación de este capital cultural dio lugar a dos posiciones claramente diferenciadas: a) la que consideraba —con Darío a la cabeza y su pléyade de seguidores—que este recurso a la literatura francesa y sus prácticas lingüísticas permitiría no sólo recrear el vocabulario, la rítmica, la plasticidad y el matiz del español, sino además acumular recursos renovados capaces de promover un distanciamiento de los modelos esclerosados y partir en «peregrinación estética» hacia los «Santos Lugares del Arte»;(6) b) los que sostenían la idea que las normas o los estilos —decadente, simbolista, parnasiano— conservaban su condición de extranjería, considerando estas incorporaciones como meras copias de los originales sin mediación de un proceso de asimilación de las normas estéticas tomadas como modelo. Es así que el impacto que produjeron algunos textos modernistas— como en el caso de Prosas Profanas de Darío— haya sido de tal magnitud que dio lugar a importantes polémicas, como la que sostuvieron desde la Revista La Biblioteca —dirigida por Paul Groussac— éste, su director, y el más prominente representante del Modernismo de la hora, Rubén Darío, a raíz de la publicación, en 1896, de su libro Los raros —el mismo año que sus Prosas. El debate tiene su centro en una afirmación de Darío tomada de Coppée: Qui pourrais-je imiter pour être original? Esta declaración se ve reforzada en la respuesta que el mismo Darío ofrece a su «maestro y autor» con su publicación en el diario La Nación de «Los colores del estandarte», donde leemos: «Pero él [Groussac] me enseñó a pensar en francés», «Mi sueño era escribir en lengua francesa», «Al penetrar en ciertos secretos de armonía, de matiz, de sugestión, que hay en la lengua de Francia, fue mi pensamiento descubrirlos en el español, o aplicarlos», «Luego ambos idiomas están, por así decirlo, construidos con el mismo material. En cuento a la forma, en ambos pueden haber idénticos artífices», «pensando en francés y escribiendo en castellano […], publiqué el pequeño libro que iniciaría el actual movimiento literario americano».(7) Estas afirmaciones, que surgen de una respuesta exhaustiva a la posición adoptada por el crítico Groussac —francés que escribía en castellano—, descansan sobre tres aspectos considerados vanos y estériles por éste en su interpretación, y que son a la vez, los núcleos fundamentales sobre los que giran los cuestionamientos y las pretensiones del movimiento modernista: la condición de poeta, la lengua en que se formula su poética y el público a quien la dirige. Estos aspectos serán retomados en detalle por Darío en su respuesta hacia quien había desatado una serie de cuestionamientos en torno a los desaciertos formales del libro —porque, dice: «ignora el tecnicismo de las versificaciones extranjeras» y porque «vive de imitaciones y reflejos»—,(8) insistiendo en la imposibilidad de adaptación de las formas en el pasaje de una lengua a la otra. El mote de decadente sale a escena y se constituye en la base de la denuncia de imitación. Pero no todo queda reducido a la crítica de Groussac. La nueva corriente innovadora impulsada por Darío con su publicación de Prosas Profanas, encuentra en Los raros una nueva operatividad: la traducción. La modernidad de Darío proveía de un anaquel completo de lecturas cosmopolitas a sus contemporáneos, oficia de guía por la vasta biblioteca universal, actualizando el diálogo intercultural y renovando la prosodia castellana. Es así como reivindica una posición autónoma, la misma que sostiene cuando afirma «A cada cual le aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte; los elementos que constituirían después un medio de manifestación individual. Y el caso es que resulté original.»(9) Darío glosa, cita, traduce, traduce de traducciones, funda un universo de lecturas e inventa su biblioteca cosmopolita, su nueva babel o ciudad de libros, en un movimiento parabólico que cruza el atlántico, en nombre de una «mitología de la originalidad»(10) como instancia prometedora de lo nuevo. El mismo grupo de artistas incluidos en su libro de raros han sido quienes «han traducido y comentado, editado y propagado» provocando la «gran conversación de la literatura de comienzos del nuevo siglo»,(11) y entre los que cabe destacar a Leconte de Lisle, «extraño cosmopolita del pasado» (12), autor de los Poèmes Antiques (1852) y traductor de Homero. Leconte de Lisle encabezaba la edición de 1896 de Los raros y constituirá un referente insoslayable de Leopoldo Lugones al momento de trabajar sobre las traducciones de Ilíada y Odisea.

Esta «gran conversación de la literatura de comienzos del nuevo siglo» señalada por Julio Ortega en su trabajo dedicado a Darío, puede constatarse a través de la circulación de una serie de textos que serán traducidos, publicados, comentados, reseñados, prologados, y que permiten confirmar el flujo de comunicaciones y la circulación del capital lingüístico y literario entre América Latina y otros centros metropolitanos como París y New York. Destacaremos algunos de estos intercambios —con predominio en la traducción— con la finalidad de exponer la amplitud de esta trama cosmopolita que caracterizó al Modernismo de América latina en el cruce los siglos: en primer lugar, volvemos sobre Leconte de Lisle para señalar que además de integrar el libro de Darío (1886),(13) Leopoldo Díaz (1897) fue el primero en traducir al español sus principales poemas («Le Corbeau», «Le Désert», «la Tristesse du Diable», «l’épée d’Agantir» y «les Elfes»), y en el cruce del siglo, ya en 1902, Remy de Gourmont redacta el «Prefacio» a la publicación bilingüe francés-castellano del poemario de Leopoldo Díaz, Las Sombras de Hellas,(14) compuesto como un friso arqueológico plagado de poemas de perspectiva claramente helenizante. La influencia de Leconte de Lisle es notable además en Castalia Bárbara de Jaimes Freyre, a través de sus Poèmes Barbares. Lugones (1919) traduce algunos de los poemas incluidos en Trophées de José María de Heredia,(15) principal discípulo del helenista francés, quien concibió un poemario en forma de epopeya, con sonetos que imitan viejos modelos clásicos. Desplazando provisoriamente el centro de atención de Grecia y de la Francia finisecular, en 1887, Juan Antonio Pérez Bonalde traduce y difunde una inigualable versión de The Raven (El cuervo) de Edgar Allan Poe, quien pasará a encabezar las posteriores ediciones darianas de Los raros. José Martí prologa, en 1883, el Poema del Niágara de Pérez Bonalde —texto que llegó a constituirse en un «manifiesto» de la modernidad latinoamericana—, y emprende además la traducción de dos poemas de Poe: «Anabel Li» y «El Cuervo». Leopoldo Díaz incluye una versión de este último en su volumen titulado Traducciones (1897). Rubén Darío prologa una versión de El Cuervo de Poe (1909) publicada en Madrid por la Editorial Lis, comenzando su texto con una referencia a Baudelaire como traductor y difusor de la obra del norteamericano: «Edgar Allan Poe es poco conocido como poeta fuera de su país. (…) Ayudosela [su fama] poniendo sus escritos al alcance de todo el público que lee en el mundo, Baudelaire, que los vertió al francés, vehículo que llega a todos los cerebros educados.»(16) Podríamos agregar las traducciones publicadas en revistas de la época, entre las que se destacan, entre otras, la Revista de América (1894), dirigida por Darío y Ricardo Jaimes Freyre, y la Revista Moderna de México (1898-1911). En la primera, Leopoldo Díaz anticipa varias de las traducciones que incluirá en su libro de 1897, Ricardo Jaimes Freyre traduce el prólogo del poema de Emmanuel Signoret titulado Daphné. En la segunda, y debido a su prolongación en el tiempo —a diferencia de la Revista de América que solo llegó a publicar tres ejemplares—, el material que integra los sucesivos números incluye fundamentalmente textos literarios, en particular poéticos, que conviven con textos en prosa de carácter narrativo, bibliográfico o crítico, relatos de viaje, polémicas, algunas obras teatrales e incluso una partitura musical. Cabe destacar las numerosas traducciones de poemas y de otros textos o fragmentos de textos de variadas características genéricas que son realizadas por los colaboradores de la revista, las que muchas veces se publican en edición bilingüe, o sólo en su versión original —contemplando un público políglota y selecto, sobre todo capaz de leer en francés—; en otros casos, además, se incluyen los poemas traducidos, indicando bajo el título del poema el nombre de autor y al pie la firma del traductor; o se incorporan al final ambas firmas juntas; o aparecen en su versión traducida con firma del autor, sin referencia al traductor, o simplemente se indica que quien traduce es «la Revista Moderna». Esta oscilación presente en las ediciones y que van desde la publicación del texto fuente en su lengua de origen, a la firma del autor bajo la versión traducida por un traductor anónimo, demuestran que no existe un criterio a seguir para la publicación de las traducciones, ni la posibilidad de considerar la idea de una profesionalización de la traducción como práctica de escritura, aun cuando, como en el caso de José Martí, ésta fuera una práctica habitual y especializada, y un medio de vida para los escritores finiseculares. Sin embargo, la abundancia de versiones y de publicaciones revela la frecuencia con que los escritores del período se ocupaban de la traducción y el alto grado de legitimidad con que contaba esta práctica, sobre todo en las revistas literarias y misceláneas de la época. Entre los escritores latinoamericanos que colaboraron con la Revista Moderna, vale mencionar a: Rubén Dario, Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Jesús Urueta, José Juan Tablada, Amado Nervo, Leopoldo Díaz, Salvador Díaz Mirón, Justo Sierra, entre otros. De la misma manera, entre los escritores de origen europeo figuran Baudelaire, Anatole France, los hermanos Goncourt, Nietzsche, Mallarmé, Proudhomme, Verlaine, Oscar Wilde. Entre sus páginas encontramos la traducción que Pedro Henríquez Ureña (1908) realiza del inglés de la obra de Walter Pater, Estudios griegos (1895), la que junto a sus estudios sobre el teatro y la versificación influyeron en su escritura de «El nacimiento de Dioniso» (1909). Este breve catálogo de publicaciones —poemas, prólogos, reseñas, traducciones y estudios— evidencia que los escritores modernistas llegaron a comportarse como verdaderos coleccionistas de arte, exhibieron su repertorio de lecturas con una fuerte presencia de referencias y reescrituras de la tradición helénica, e irán consolidando un nuevo discurso sobre la literatura donde se problematizan las condiciones de la modernización literaria y la consecuente autonomización de las letras. La traducción, como intentamos demostrar, ocupa un lugar central entre las estrategias de incorporación de las letras latinoamericanas en la modernidad, contradiciendo a uno de sus «maestros» —como lo denominara Rubén Darío—, Paul Groussac, quien a raíz de las traducciones publicadas por el poeta Leopoldo Díaz, se permite opinar en contrario: «La traducción en verso, como todos los géneros literarios, tiene sus leyes propias: la primera de todas es que no se debe intentar…»(17)

La presencia de Rubén Darío en el Plata se prolonga por cinco años, entre 1893 y 1898. En esta etapa tiene lugar la publicación de dos de sus libros capitales: Prosas Profanas y Los raros. Será con la publicación de estos libros, en 1896 —el mismo año en que Leopoldo Lugones arriba a la capital porteña—, que el cruce de tradiciones tiene efectivamente lugar ya que logra una articulación sin precedentes entre modernidad y antigüedad, entre Europa y América. Su cosmopolitismo y su actualidad, vienen de la mano de la apertura al comercio cultural con el Viejo Mundo, con la Europa antigua, medieval, renacentista y muy fin de siglo, a través de las estéticas simbolista y parnasiana de la Francia del momento, a la vez que logra establecer una propuesta estética continental que concibe a la ciudad como compendio del universo, al libro como «la casa de las ideas» y al lenguaje poético como cifra de la poesía y el ritmo. El conjunto de sus traducciones no tuvo como única función la de repasar los principios de la lengua literaria, sin embargo podemos aceptar que su instrumental poético demostró su firme valorización de la sonoridad de las palabras y del sentido de la proporción y el equilibrio del período rítmico. Si aceptamos con José Lambert, que «la traducción está destinada a revolucionar tanto la lengua como la literatura», y si «la construcción de una ‘lengua para la literatura’, se desarrolla más allá de las fronteras lingüísticas, como un modelo que ya no tiene nada específico a una lengua llamada nacional»,(18) con Darío encontramos que al tiempo que logra un renacimiento de la función estética del lenguaje —tal como lo diría Roman Jakobson—, demuestra hasta qué punto lengua literaria y traducción son solidarias, siguiendo la tradición abierta por Andrés Bello, poeta, traductor y gramático americano, quien habría postulado en su «Alocución a la poesía» que había llegado el tiempo de «abandonar la vieja Europa» y de trasladar a la poesía al Nuevo Mundo. Darío, afirma Gutiérrez Girardot, demostró que: «La confrontación no podía ser contraposición; tenía que ser asimilación y, como lo pedía Bello, aplicación crítica a la nueva realidad, que en ello pone de relieve sus propios perfiles.»(19) En este sentido, pocos períodos de la historia intelectual hispanoamericana muestran cómo la apropiación de la decadencia europea correspondía menos a una «degeneración» —como dio en llamarla Max Nordau— que a la «restitución» o constitución de una retórica, entendida en sentido amplio: como un metalenguaje, como un arte oratoria o práctica social, como una paideia, una moral, un arte poética y como laboratorio de la palabra bella, con fuerte apoyo en el período rítmico y en la eufonía. Una retórica entonces mediante la cual Hispanoamérica creía entrar definitivamente en el mapa cultural de las naciones del mundo y asegurar así su ingreso en la modernidad.

Leopoldo Lugones: modernismo y antigüedad de un proyecto nacionalista cultural. El lugar de la traducción en la construcción de su figura de poeta y la invención del público.

Leopoldo Lugones logra una proyección de alcance continental a través de la valoración entusiasta que le dedica Rubén Darío —luego de su presentación en el Ateneo porteño—, quien declara en el diario El Tiempo (1896) y en su artículo «Un poeta socialista: Leopoldo Lugones», que el provinciano cordobés merece un puesto entre los jóvenes poetas de América. El «bien rugido, Lugones» queda incorporado al movimiento modernista de la mano de su maestro cuando afirma:

«Los poetas nuevos americanos de idioma castellano, hemos tenido que pasar rápidamente de la independencia metal de España y los antiguos españoles antes nuestros, a un Parnaso apenas iniciado y cuyo principal representante ha sido Gutiérrez Nájera; y luego a la corriente cerebral que hoy une en todo el mundo a señalados grupos que forman el culto y la vida de un arte cosmopolita y universal. Lugones pertenece a ese cuerpo cuyos miembros se reconocen y se ligan al través de las distancias y de las lenguas…» (20)

El Centenario de 1910 constituye una fecha clave dentro de este proceso porque «se exasperan las tensiones entre la recepción de lo moderno (lo universal) y el repliegue de lo tradicional (lo nacional); en otras palabras, entre la actitud cosmopolita y la cuestión de la identidad nacional».(21) Dentro del grupo de intelectuales que lideró este proceso, Lugones fue una de las figuras más destacadas de la Buenos Aires finisecular, ya que habiendo sido consagrado para estos años como «el poeta nacional», demuestra cómo la prosa modernista y su retórica argumentativa son capaces de construir una nueva mitología del pasado nacional en respuesta a la urgencia por espiritualizar al país, convencido de la eficacia de la palabra pública —de lo que se dice, lo que se escribe, lo que se lee y lo que se traduce—. Esta convicción se ve reforzada por el lugar que ocupa en la sociedad quien emite esos discursos —en este caso el poeta, erigido como el conductor de las ideas sociales y como el poseedor de la palabra bella— y por el impacto que espera que alcance en el público que asiste a sus conferencias, en los lectores del diario La Nación de Buenos Aires —donde anticipa la publicación de la traducción de algunos cantos de los poemas épicos de Homero— y en aquellos que logren acceder a uno de los pocos ejemplares publicados de sus libros de ensayos —Estudios Helénicos y Nuevos estudios helénicos— que contienen estas conferencias y discursos dictados en las primeras décadas del siglo.

Una vez consolidado su lugar entre las letras nacionales y a los pocos años de haber colocado la piedra liminar de su proyecto con las conferencias sobre el Martín Fierro, Lugones traduce una selección de cantos de la épica homérica. En este caso, la elección de los textos a traducir supuso la puesta en juego de una serie de mecanismos y estrategias que nos permiten determinar su «posición» dentro del contexto histórico-literario al que son traducidos. La selección de los cantos de Homero por parte de Leopoldo Lugones es compatible con las tendencias estético-literarias heredadas del Modernismo y así, los textos que se eligen para su traducción reproducen la estética imperante en el sistema receptor. Es en este sentido en el que hacemos referencia a la manera en que la prosa modernista y su retórica argumentativa persisten en las estrategias discursivas utilizadas por Leopoldo Lugones en los ensayos que acompañan y describen el proceso del pasaje del texto fuente al texto traducido. Ya no se trataría entonces de buscar las equivalencias más o menos felices entre el original y la traducción («Las peculiaridades del original, quedan, pues, intactas, ya que la buena traducción no ha de consistir solamente en la reproducción de las palabras textuales», afirma Lugones en la introducción que dedica a sus Estudios Helénicos), sino de analizar una serie de instancias más complejas que determinan la «ardua tarea» de traducir un texto de Homero a comienzos del siglo XX en la nueva Atenas del Plata.

El Nuevo Mundo, la nueva Atenas del Plata, exigía una nueva representación de la ciudad. Cosmópolis moderna, secularizada, que hace de la retórica y su escenificación pública en los teatros urbanos una manera de circunvalar el mundo cultural, encontrando en el logos, en la palabra en acción, la apertura de lo que Oscar Terán llamó «la querella simbólica por la nacionalidad». Es en la revivificación del pasado helenístico, sobre sus columnas, en el trazado simbólico de sus monumentos y en la práctica pública de la palabra, que las limaduras de Hefestos lugonianas trazan un damero que hacen de la ciudad real, repoblada por la «plebe ultramarina», y celebrada en 1910, una ciudad ideal que encuentra su inspiración en las fuentes mitológicas, en los héroes homéricos, en la epicidad y en Homero mismo, el poeta que: «como todos los grandes artistas, encarnaba el espíritu de los héroes, para él ya antiguos, en las formas contemporáneas».(22)

Desde su primer libro de poesías, Las Montañas del Oro (1897), Lugones demostró la fuerza y versatilidad estética de su poesía, su búsqueda de la perfección formal, y su capacidad para colocarse al frente de la «gran columna de silencios y de ideas / en marcha». La epicidad que despliega en el poema inaugural define su convicción de que es al poeta a quien le atañe ocuparse de los destinos de un país; y con su prédica helenística —que iniciará unos años más tarde—, Lugones pasará a ocupar un lugar paradigmático dentro del sistema literario argentino. En 1910 y en uno de sus libros capitales sobre tema griego —Prometeo— alerta sobre la urgencia por espiritualizar el país, para responder a las circunstancias y al público al que dirige su mensaje. La convicción romántica que hacía recaer en la figura del escritor la responsabilidad por constituirse en una autoridad espiritual y que encontraba en las letras la idea de una utilidad moral capaz de ejercer su acción sobre las costumbres sociales y la urbanidad, quedan expresadas en la presentación de este ensayo:

«Trátase de un ensayo sobre ideas griegas, que constituyen el fundamento de la civilización á la cual pertenecemos; revistiendo, entonces, su estudio, la doble utilidad de un examen de conciencia histórica, tanto como de un estímulo para readquirir el método de vida á cuya práctica debió la Grecia su felicidad y su gloria.
Desde que aquello fue principalmente una educación espiritual, no existe razón que impida intentarlo ahora. Todo país nuevo es tierra de labor propicia al ensayo de toda simiente. Y la idea de una aclimatación helénica no me pertenece, por otra parte. Es una vieja ocurrencia de los románticos que llamaron á Buenos Aires «la Atenas del Plata»».
(23)

El proyecto de educar espiritualmente al país encuentra en el Ariel (1900) de Rodó su antecedente más próximo e inmediato. Éste había iniciado, en el cruce del siglo y con su firme voz magistral dirigida a la juventud de América, la impronta idealista del culto a la belleza y había basado este ideal en la contraposición entre el espíritu materialista anglosajón y el espíritu desinteresado latino. Establece así una alianza entre estética y estructura social, y afirma que Atenas («de belleza incomparable») es el modelo de ciudad a seguir ya que «supo engrandecer a la vez el sentido de lo ideal y el de lo real, la razón y el instinto», porque «un día de la vida pública del Ática es más brillante programa de enseñanza que los que hoy calculamos para nuestros modernos centros de instrucción».(24) Escrito «variando» —como afirma Gutiérrez Girardot— las ideas estético-filosóficas de Schiller en sus Cartas para la educación estética del hombre, el Ariel se completa con otro texto que Rodó publicara un año antes: «Rubén Darío». Pedagogía, estética, estado social, autonomía del arte, son algunas de las ideas claves que dejan su marca en el continente y se proyectan en los programas estéticos y políticos de los más destacados escritores del modernismo literario latinoamericano.

Lugones confía en el valor de la cátedra pública, en la misión pedagógica transmutada en discurso, y será a través de la revalorización de la cultura griega como reafirme la «aristocracia de la inteligencia» para hacer frente a la amenaza introducida por las recientes reconfiguraciones del campo social producto de la inmigración y la urbanización acelerada. Volver a Grecia le posibilitará trazar los lineamientos básicos de su proyecto cultural nacionalista. «La intervención de Lugones posee para ello un alto carácter institucional» —señala Oscar Terán (25)— y la elección del público al que dirige su propuesta demuestra que el modo de enunciación de su discurso se corresponde de manera precisa con el contenido de su mensaje. Una breve descripción de los diferentes escenarios que elige para asegurar la eficacia de su discurso lo evidencian: el Círculo Militar Argentino, el Jockey Club, la Universidad de Tucumán y de la Plata, y el Teatro Odeón de Buenos Aires.

Será en este marco que en las traducciones que Leopoldo Lugones realiza de algunos cantos de Homero se pueden verificar una serie de estrategias que permiten explicar algunas de las razones precisas que se derivan de esta práctica discursiva en el contexto de la modernización literaria: la selección misma de los textos, la relación de la literatura nacional con las fuentes de la épica clásica, su inclusión dentro de un proyecto cultural más amplio que involucra la ya enunciada «querella simbólica por la nacionalidad», la legitimación del poeta como traductor de textos de la más antigua y prestigiosa tradición de todos los tiempos, la configuración de una lengua nacional y el grado de receptividad que los textos traducidos tendrán para el público al que se dirigen.

Leopoldo Lugones, recordemos, no fue un traductor al modo en que la práctica de la traducción se dio en otros escritores del modernismo, y su interés por trasladar al castellano algunos fragmentos de la épica homérica, se orienta a legitimar y consolidar el lugar representativo que ya ha adquirido dentro del campo cultural porteño de principio de siglo XX. Si tenemos en cuenta que mediante esta relectura se propone consagrar a la vez una práctica literaria y lingüística, la de la traducción, y una figura social, la del poeta, su tarea de traductor forma parte de un plan por refundir y fundar la cultura nacional en la más prestigiosa tradición cultural y literaria europea. Y si el prestigio del texto fuente seleccionado proviene de su antigüedad y de la inscripción que lo griego alcanzó en cada momento cultural europeo, podemos afirmar que traducir a Homero le confiere prestigio a Lugones y no a la inversa. A esta estrategia discursiva se suma la elección de un género único e ideológicamente estable en el proyecto político cultural lugoniano: la épica.

Los Estudios Helénicos, publicados en 1924, comienzan con un prólogo escrito por el propio Lugones y que titula «La progenie helénica». En este prólogo la traducción se justifica por su utilidad y por su eficacia: «Si persisto en publicarla, es porque la considero útil. Tengo la convicción de que mi comentario es interesante y de que mis traducciones son buenas: cosa esta última muy fácil de comprobar».(26) Lugones escribe el prólogo y con este paratexto que presenta su trabajo de traducción, concede una función y una crítica autocelebratoria a su programa helenístico. Él mismo es quien legitima su trabajo, se autoevalúa y se considera autorizado para trasladar del griego parte de los textos homéricos. El valor más alto que atribuye a su traducción proviene del tecnicismo utilizado para adaptar las versificaciones clásicas a la lengua española, entre los que detalla: la elección del verso alejandrino –«semejante en extensión al exámetro»– lo que le permitió lograr que la cantidad de versos de que consta la versión traducida sea coincidente con el original; y la elección de la rima —«esencial en la estructura del verso castellano»— que le permitió reemplazar el ritmo o la cantidad prosódica del verso antiguo conservando la escansión propia del original. En los aspectos más formales o técnicos, Lugones se detiene en un repertorio de funciones que atañen, en la medida en que regulan, el manejo de las lenguas involucradas en la traducción. La operatividad de su «principio constructivo del verso» no deja de convertirse en un tema al que parece conceder particular importancia y donde considera que estriba el mayor mérito de su trabajo: «la traducción línea a línea del original». Esto es, traduce, organizando un repertorio de temas de la cultura griega («la guerra mítica”, «la intervención de los dioses», «la precisión anatómica de las heridas», «el armamento», «el uso de los epítetos en el original», entre otros) en función directa con las posibilidades que un conjunto de técnicas o habilidades —«sin perjuicio del estudio de ambas estructuras” [las de las lenguas involucradas]— le confieren, con la finalidad de poder seguir el movimiento de la cláusula homérica bajo la consideración de un triple aspecto: «histórico, literario y gramatical». Transcribimos un extenso pero ejemplar fragmento de sus comentarios a las traducciones de Homero, con el fin de exponer su lógica argumentativa, de demostrar los procedimientos de labor lexicográfica, muy próximos a los estudios de la filología del momento, que utiliza para ofrecer una descripción exacta de los fundamentos de sus selecciones paradigmáticas, para los que toma prestado el lenguaje de las ciencias y la precisión del filólogo:

«He suprimido, así, algunos epítetos, de repetición puramente expletiva en el original, como el insistente «rápido» aplicado a los buques (VIII, 191-197), mientras vierto esta última voz por escuadra o flota algunas veces: libertad que creo tener honradamente por mía. Los tales buques de los aqueos componían su escuadra o flota de guerra; pero en la lengua homérica no existen estos dos nombres colectivos. […]

«Agregué asimismo algunos [epítetos], cuidando siempre que fueran homéricos: «ufanos» en el tercer verso del trozo del canto VIII, 529-538. «Ligeros» aplicado a los carros de combate (IX, 697-709). «Pasajeras», puesto a las hojas que según el mismo trozo están, precisamente, cayendo para volver a brotar (VI, 145-151). Y «funesta» a la vejez (XII, 310-328).

«También puse dos complementos: «de bronce» al carro de Diomedes (VIII, 130-171) que lo era, en efecto, y el verbo «osar» a la acción del mismo, cuando hiere a Afrodita (V, 1-144). Tal es, efectivamente, el concepto de su audaz acción, conforme lo expresan luego la misma diosa herida y su madre Dione (íd.). Pretendo, en cambio, haber traducido con mayor estrictez que nunca y que nadie, diciendo: «hirió el cutis fino de la mano, al extremo del dorso palmar»; pues ya he advertido la perfecta exactitud anatómica y quirúrgica de las heridas en ese canto. Tal dice a la letra del texto: «la superficie de la débil mano sobre el extremo de la palma». Por esto Daremberg, en su magnífico estudio La Médécine dans Homére, no sólo así lo establece para la anatomía de la mano (p. 51), sino que hablando de la lesión misma, dice: «Con tal motivo, Homero hace una importante advertencia sobre las heridas de la región carpiana: sale de ellas poca sangre, pero se forman equímosis y los dolores son intolerables y gravativos» (p. 72).

«Buscando, por otra parte, mayor aproximación y justeza de sentido, prendas no siempre inherentes a la literalidad; pues, como lo tengo dicho, tampoco existe siempre correspondencia literal entre las palabras de ambos idiomas, sobre todo si son compuestas, pongo a la Aurora rosodáctila, tal cual se halla en el texto, y no «de los dedos de rosa», ya que esa voz nos resulta fácilmente comprensible (IX, 697-709)… »(27)

Traducir e interpretar es para Lugones, lo mismo: suprime, agrega, traduce con estrictez, se aproxima y se aleja del original, se autoriza y nos advierte que la gramática de la lengua griega, su léxico y el estilo de Homero no pueden ser trasladados al castellano como si estuvieran en griego, sino como son en castellano y esto es porque «carecemos los modernos del instrumento épico que éstos eran».(28) Y es en este punto en que ingresan además su función crítica y su programa estético. Es en función de su ideario estético-pedagógico que Lugones adopta como basamento de sus «estudios», no sólo la tradición filológica dominante en el siglo XIX europeo, que consideraba al lenguaje como la fuente de la que emana el conocimiento de lo antiguo —y que Lugones demuestra conocer—,(29) sino, y sobre todo, los dispositivos formales y los recursos heredados del modernismo. La estetización argumentativa de Lugones se justifica porque hace del lenguaje, y más específicamente del lenguaje poético, el argumento más consistente para el logro de la espiritualización del país: «Sabemos ya por la ciencia del lenguaje y por la historia, que la evolución de los idiomas se inicia con la poesía», afirma en su discurso dedicado a la muerte de Rubén Darío en 1916. A lo que agrega:

«Así, cuando cambia la expresión poética, es que empieza a modificarse la orientación espiritual. Y esto reviste una importancia tan grande, porque la civilización no es otra cosa que el conjunto de ciertas invenciones, comunicaciones y convenios cuya expresión irremplazable es la palabra. Falte la palabra, y todo aquello ya no existe. No hay cómo comunicarlo ni concertarlo. El hombre ha desaparecido como ser social. Por esto la palabra es el distintivo de su superioridad entre los seres. Poseer un idioma bien organizado es, pues, para los pueblos la cosa más importante que existe; y tener poetas que lo vivifiquen y organicen progresivamente, constituye un fenómeno de la más alta civilización.
«Para mayor grandeza de Rubén Darío, la expansión del castellano en las Américas predestinábalo a ser el poeta del mundo. Por esto dije que veía en él al representante de un nuevo helenismo.»

Estas afirmaciones no hacen más que colocar nuevamente al poeta como aquel destinado a «pensar el país», ya que es el poeta quien cuenta con el privilegio del lenguaje y está llamado a restablecer la armonía vital entre pensamiento y palabra, a coordinar los elementos verbales, sea en la prosa como en el verso, para otorgar a la palabra toda su eficacia verbal y rítmica, su tono vital. Su programa de traducir de los originales griegos intenta restituir en la lengua de llegada toda esa potencialidad vigente en los textos clásicos, porque: «El idioma, para el griego, constituía la patria» y porque «el idioma, en vez de instrumento puramente comunicativo, fue para el griego, por excelencia, una obra de arte». De aquí su decisión de trasladar en verso con rima los cantos originales —a diferencia de las dos traducciones más importantes de la época: la del hispanista Segalá y Estalella (1908) y la del francés Leconte de Lisle (1866-1867), ambas en prosa—; de aquí que épica y lírica se dan la mano: la épica, porque le permite la elevación de la figura del poeta, asimilable a la del héroe, al moderno Prometeo; y la lírica porque es el instrumento por el cual el idioma logra proyectar su legítimo poder como palabra bella, porque es la herramienta más eficaz con la que cuenta el escritor, más precisamente el poeta, para lograr convertirse en el armonizador capaz de contrarrestar la confusión típicamente moderna.

La traducción de los cantos homéricos tiene lugar dentro de un clima propicio para el resurgimiento, la defensa y la difusión de las humanidades clásicas en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Leopoldo Lugones no es el único autor argentino que demuestra la importancia que la cultura clásica tuvo en los tiempos de la reorganización nacional, tanto Cané, con su discurso sobre «La enseñanza clásica», pronunciado en 1901 en la Facultad de Filosofía y Letras; como Ricardo Rojas, con su disertación sobre la «Valoración Social de las Humanidades», dictado en 1932 y en la misma Facultad; lo anticipan y lo secundan. Las humanidades brindan el modelo que se erige como escudo contra la «plebe ultramarina» y sus efectos desestructurantes de la sociedad, reflejado en el tópico de «las armas y las letras» como poder disolvente del «bárbaro» que amenaza las bases culturales de la nación. Pero el caso de Leopoldo Lugones se vuelve paradigmático cuando erige el modelo épico de la antigüedad en el Martín Fierro de Hernández, consagración a un tiempo no sólo de una tradición literaria nacional, sino a la vez social. La afirmación de un «espíritu nacional» requiere de la consolidación de un discurso que se afirma en el espacio público, y coloca a las traducciones de Lugones en un lugar estratégico respecto de los programas de nacionalización y en relación con el clima de modernización que vive la capital porteña por esos años. Sus estudios helénicos quedan justificados porque:

«La importancia de esta clase de letras en los países de formación histórica, como los europeos, es todavía mayor en los de formación económica, como los americanos; pues al vincularlos por el alma con la civilización estética, que fué la del paganismo, les contrapesa la excesiva materialidad inherente a su afán de lucro, proponiéndoles como ideal el desinterés de la belleza y el heroísmo. […] y es ya una tradición intelectual de nuestro país la devoción a la Grecia antigua». (30)

La operación lugoniana que introduce esta serie de ensayos dedicados a los estudios helénicos tiene como función señalar que, desde este otro lado del Atlántico, la voz autorizada de un poeta que ha estudiado «todas» las referencias eruditas sobre el tema homérico, pero sobre todo las provenientes de la filología comparada, puede reabrir el expediente de la antigüedad y constituirlo en el basamento de una fundación de la nacionalidad en la nueva Atenas del Plata.

NOTAS
(1) Entre los estudios más recientes dedicados al tema, se destacan el trabajo de María Teresa Gramuglio, «Lugones: la coronación imposible» en Actas del Iº Congreso de Estudios Latinoamericanos. Homenaje a José Martí, La Plata, UNLP, 1994, 293-307; Oscar Terán, «“El payador” de Lugones o “la mente que mueve las moles”», Punto de Vista, año XVI, núm. 47, 1993; y de Miguel Dalmaroni, «Lugones y el Martín Fierro: la doble consagración», en Martín Fierro, edición crítica a cargo de Élida Lois y Ángel Núñez, Madrid-Barcelona, Archivos, 2001.
(2) Véase Oscar Terán, «“El payador” de Lugones o “la mente que mueve las moles”», op. cit.
(3) Ángel Rama, Las máscaras democráticas del modernismo, Montevideo, Fundación Ángel Rama, 1985, p. 62.
(4) Véase Itamar Even-Zohar, «La posición de la literatura traducida en el polisistema literario», traducción de Montserrat Iglesias Santos, publicada en Poetics Today, 11, 1, 1990; disponible en Dialnet, Universidad de la Rioja.
(5)Saúl Yurkievich, Celebración del modernismo, Tusquets, Barcelona, 1976, pp. 11 y 12.
(6) En Rubén Darío , «Nuestros propósitos», Revista de América (Buenos Aires), núm. 1 (1894).
(7) Rubén Darío, «Los colores del estandarte» incluido en Ricardo Gullón, El modernismo visto por los modernistas, Barcelona, Labor, 1980.
(8) Paul Groussac, «Boletín bibliográfico: Los raros de Rubén Darío», en Paula Bruno (estudio preliminar y selección de textos), Travesías intelectuales de Paul Groussac, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2004.
(9) Op. cit., p. 52.
(10) Ortega, Julio, «Vuelta a Rubén Darío», Revista de la Universidad de México, Nueva Época, núm. 50 (2008), p.2.
(11) Op.cit.
(12) En «Leconte de Lisle», incluido en Rubén Darío, Los raros, Barcelona-Buenos Aires, Maucci, 1905, p. 33, publicado previamente en el diario La Nación de Buenos Aires en ocasión de la muerte del Maestro del Parnaso en 1894.
(13) Destacamos, además, que Paul Groussac publicó, anticipándose a Darío, un «medallón» dedicado a Leconte de Lisle en el periódico Sud-América de Buenos Aires en 1884.
(14) Leopoldo Díaz, Las Sombras de Hellas, París, H. Floury, Ginebra, Ch. Eggimann & Cia., 1902, con la traducción en verso del francés de F. Raisin y prefacio de Remy de Gourmont.
(15) Véase «Traducciones», en Leopoldo Lugones, Obras poéticas completas, Buenos Aires, Aguilar, 1952, pp. 1.279-1.282.
(16) Rubén Darío, «Prólogo de El Cuervo (1909) de Edgar Allan Poe», en Prólogos de Rubén Darío, recopilación, introducción y notas de José Jirón Terán, Nicaragua, Academia Nicaragüense de la Lengua, 2003, pp. 72-81.
(17) Citado por Carlos Alberto Loprete, La literatura modernista en la Argentina, Buenos Aires, Plus Ultra, 1993, p. 42.
(18) José Lambert, y otros, «La lengua de la literatura. La institucionalización por la mediación del discurso», en Revista Electrónica de Estudios Filológicos, 9 (2005).
(19) Rafael Gutiérrez Girardot, «La concepción de Hispanoamérica de Alfonso Reyes (1889-1959)», en El Mausoleo Iluminado, Antología del Ensayo en Colombia, Biblioteca Virtual Banco de la República, p.2.
(20) Rubén Darío, «Un poeta socialista: Leopoldo Lugones», en AAVV, Revista Nosotros, número especial dedicado a Leopoldo Lugones, dirigida por Alfredo Bianchi y Roberto Giusti, año III, tomo VII, Buenos Aires, 1938, p.126.
(21) E. Foffani y Analía Costa, «Retornar a Grecia: el olimpo magisterial de los poetas», en Historia Crítica de la Literatura Argentina, dirigida por Noé Jitrik, volumen La crisis de las formas, director del volumen, Alfredo Rubeone; Buenos Aires, Emecé Editores, 2006, p. 49.
(22) Leopoldo Lugones, «El templo del Himno», en Las limaduras de Hephaestos. Piedras Liminares, Buenos Aires, A. Moen y Hermano, 1910, p. 13.
(23) Leopoldo Lugones, «Prólogo» a Prometeo (Un proscripto del Sol), Buenos Aires, Moen y Hermano, 1910, p. 5.
(24) José E. Rodó,«Ariel», en Obras Completas, edición de Emir Rodríguez Monegal, Madrid, Aguilar, 1957, pp. 209-210.
(25) Oscar Terán, «“El Payador’ de Lugones o “ la mente que mueve las moles”», Punto de Vista, XVI, núm. 47 (1993) , p. 43.
(26) Leopoldo Lugones, Estudios Helénicos, Buenos Aires, Babel, 1924, p. 10.
(27) Op.cit., pp. 109-111.
(28) Leopoldo Lugones, Nuevos Estudios Helénicos, Madrid-Buenos Aires, Babel, 1928, pp. 46-47.
(29) Nos referimos al primer capítulo que integra su libro Prometeo (1910), al que denomina «Las tumbas de los Titanes» y donde da sobradas referencias de su conocimiento de la filología y la mitología comparada, pudiendo considerarse este apartado como un paradigma de estos estudios en el siglo XIX europeo. Véase Leopoldo Lugones, Prometeo, Buenos Aires, 1910, pp. 16-79.
(30) Leopoldo Lugones, «Introducción» a Nuevos estudios helénicos, 1928, pp. 22-23.

 

BIBLIOGRAFÍA

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