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Alpha (Osorno) - OCTAVIO PAZ Y EL ACCIDENTE COMO IMAGEN DEL MUNDO

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Alpha (Osorno)

versión On-line ISSN 0718-2201

Alpha  no.33 Osorno dic. 2011

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012011000200004 

ALPHA Nº 33 Diciembre 2011 (43-53)

ARTÍCULO

OCTAVIO PAZ Y EL ACCIDENTE COMO IMAGEN DEL MUNDO1

Octavio Paz and the accident as world’s image

Eduardo Aguayo Rodríguez*
Universidad de Concepción*, Facultad de Humanidades y Arte, Concepción, Chile.

Dirección para correspondencia


Resumen

Examen del significado de la noción de accidente a partir de una perspectiva amplia que permita integrar antecedentes filológicos, filosóficos e históricos fundamentales. Se analiza la significación del accidente en tanto que imagen de mundo en las sociedades contemporáneas, a partir de una serie de reflexiones teóricas desarrolladas por Octavio Paz durante la década del 60 y, finalmente, se plantean algunas claves que pueden vincular la noción de accidente con la narrativa hispanoamericana del siglo XX.

Palabras clave: Literatura Hispanoamericana, tecnología, accidente, modernidad, Octavio Paz.


Abstract

The article deals with the notion of accident from a wide point of view integrating philological, philosophical and historical data. The meaning of accident is analyzed according to the image of the world in the post-industrialized societies, from a set of theorical reflexions developed by Octavio Paz during the 60’s; finally, there is a brief discussion about the possible connections between the notion of accident and the hispanic literacy production in the 20th century, specifically in the field of narrative.

Key words: Hispano-American Literature, technology, accident, Modernity, Octavio Paz.


1. INTRODUCCIÓN

El estudio de la significación de los distintos elementos que componen el sistema tecnológico en las sociedades contemporáneas desde una perspectiva que ponga de manifiesto su valor simbólico, en tanto que producto cultural, ha cobrado especial relevancia a partir de la primera década del siglo XXI. Dan cuenta de esto, a modo de ejemplo, la creciente cantidad de artículos, números monográficos de revistas especializadas o proyectos de investigación que examinan distintos aspectos de la relación entre tecnología y literatura, especialmente en el ámbito de la producción hispanoamericana.2 No obstante, resulta llamativo el escaso interés crítico por examinar, desde esta misma perspectiva, un fenómeno íntimamente vinculado al desarrollo tecnológico: el accidente ¿Por qué interesarnos en su estudio?

En primer lugar, creemos, tal como ya lo sugiriera Baudrillard, que un análisis científico de la dimensión social y cultural de la tecnología resulta incompleto si no se consideran sus aspectos inesenciales, es decir, “la interferencia continua de un sistema de prácticas sobre un sistema de técnicas” (2004:9); en segundo lugar, porque pensamos que el dominio absoluto de la ideología del progreso en las sociedades contemporáneas permitió, paradójicamente y tal como afirma Virilio, que las tecnologías lograran funcionar como un lugar privilegiado desde donde apreciar “los accidentes como signo, como posibilidad” de expresión y significación (2005:16); finalmente, porque nos parece fundamental rescatar las contribuciones que sobre el tema han realizado algunos autores importantes dentro del espacio cultural hispanoamericano, especialmente, a partir de la década del sesenta, como sucede en el caso de la obra ensayística de Octavio Paz. Sin embargo, antes de entrar en esta materia, consideremos algunos antecedentes básicos en torno al término.

2. EL ACCIDENTE: ANTECEDENTES TEÓRICOS FUNDAMENTALES

Comencemos por recordar que la palabra accidente, en su uso en español aproximadamente desde el siglo XIV según Joan Corominas (1991), es una expresión cuyo sentido excede el ámbito de lo puramente tecnológico. Etimológicamente, el término deriva del latín accidere, verbo que se traduce literalmente como “caer hacia, en, sobre” (Segura, 1985:8) ¿Sobre qué cae el accidente? La respuesta la encontramos en la etimología de otra palabra, cercana a la primera en el ámbito de la reflexión filosófica: substancia, del latín substare, según Tomás de Aquino “un ente que está puesto debajo de otro” (Beuchot, 1987:251). Es a partir de esta relación de sentidos que parece construirse la primera definición de accidente que entrega el Diccionario de la RAE: “cualidad o estado que aparece en algo, sin que sea parte de su esencia o naturaleza” (Real Academia Española, en línea).

La noción de substancia como esencia que carga o soporta rasgos accidentales por medio de los cuales se expresa y se señala en el mundo se identifica, en la tradición filosófica occidental, fundamentalmente con la obra de Aristóteles. En especial a partir de su Metafísica (2007) por “accidente” se entenderá el aspecto inesencial del ser, definido fundamentalmente por su irregularidad, por su carácter incierto o excepcional: “El accidente ––afirma Aristóteles–– es lo que no ocurre ni siempre, ni necesariamente, ni en el mayor número de casos” (244). No hay un orden subyacente que entregue sentido al accidente como tampoco hay inteligencia detrás de sus causas, que en efecto parecen incrementarse conforme se indaga sobre ellas, al punto de llegar a ser “infinitas en número” (245). Es por esta indeterminación radical que Aristóteles plantea la imposibilidad de formular una “ciencia de lo accidental” (244), lo que implica suponer por ciencia un saber esencial que, “por subrayar lo universal o la ley, tiende a evitar lo accidental” (Ferrater, 1982:38). En efecto, fueron los elementos más técnicos de la modernidad, o los menos vinculados con la abstracción teórica, los que se encargaron de racionalizar lo accidental, especialmente a partir del siglo XVI, por medio de un proceso de resignificación que trasladó la idea del accidente desde la manifestación de las cualidades contingentes de los entes hacia el acontecer de un suceso o acción eventual “de que involuntariamente resulta daño para las personas o las cosas” (Real Academia Española, en línea), en la práctica uno de los usos más corrientes del término.

Es claro que, al asociarse el término con lo azaroso pero también con lo infortunado, es posible verificar un primer salto respecto a su significación tradicional. Hay que recordar que, según Aristóteles, lo accidental no implica necesariamente lo fatídico: por accidente es posible encontrar un tesoro mientras se cava la tierra, de la misma manera en que por accidente “se arriba a Egina, cuando no se tienen ganas de ir ahí” (128). Determinar el momento preciso en que el término adquiere su actual connotación negativa parece improbable, aunque algunos antecedentes señalan que a comienzos del siglo XVII la expresión accidente todavía se empleaba para referirse a cualquier suceso repentino, independientemente del valor positivo o negativo que pudiesen asignarse a sus consecuencias finales; sin embargo, es interesante notar que ya por esta época el término es utilizado en el ámbito médico para indicar cambios agudos en el curso de una enfermedad, uso que seguramente incidirá en su actual significación.

En efecto, el momento de inflexión crucial parece ocurrir durante el siglo XVIII, con el perfeccionamiento de la estadística y de la especulación en base a las probabilidades, innovaciones ambas derivadas del desarrollo y consolidación del pensamiento causal y su afán por deducir el origen de los fenómenos. La aplicación de estas nuevas herramientas de abstracción se extendió a todas las esferas de la organización social, incluyendo a las prácticas médicas y especialmente al estudio del comportamiento de las patologías y de la mortalidad en la población. Tal como explican Cooter y Luckin, en un orden social donde se hace necesario clarificar con exactitud las causas subyacentes a cada deceso estadísticamente registrado, el accidente permitió asignar un nombre a lo incognoscible, es decir, a aquel porcentaje menor de fallecimientos “que ocurría sin causa médica conocida, o al menos sin alguna que se ajustase al sistema racional del conocimiento médico”.3

Por otra parte, un segundo punto de resignificación puede ubicarse a partir a partir del siglo XIX, cuando el proceso de industrialización coloque en contacto estrecho y masivo al humano con la máquina. La muerte accidental alcanzará entonces notoriedad pública en la medida en que se establezca como una de las principales causas de mortalidad en los países occidentales, adquiriendo de paso su actual connotación tecnológica; la sociedad moderna asistirá, desde este momento, a una difusión de accidentes mediados por la tecnología que tendrá su inicio en los lugares de trabajo y se expandirá hacia los espacios públicos, desde la fábrica y la mina a los ferrocarriles y automóviles, por las calles y dentro de los hogares, transformándose de esta forma en una preocupación masiva (Burnham, 2009).

Considerando esta perspectiva histórica, se explica que mucho del sentido actual que adopta el término “accidente” se vincule con conocimientos desarrollados por disciplinas tan pragmáticas como la prevención de riesgos, orientada a minimizar la emergencia de acontecimientos casuales y a maximizar el orden de la causalidad, volviendo lo imprevisible en pronosticable y sometiendo lo ingobernable al control. Interesa destacar que, desde esta perspectiva, el accidente puede interpretarse como una señal de la interferencia de lo humano en el orden racional de la técnica, ya que si lo casual emerge en este ámbito es porque “los hombres y las mujeres no son máquinas: lo que harán no puede predecirse con exactitud, y de vez en cuando cometen errores” (Oficina Internacional del Trabajo, 1997:13). En este sentido, el origen final de cada accidente sería el “polo de la subjetividad” (Bilbao, 1997:116), cuya influencia puede y debe ser anulada; sin embargo, la recurrencia estadística del accidente en el horizonte de la experiencia humana parece funcionar como el indicio de una “ciega fatalidad” probabilística que acompaña el devenir de la especie (138) lo que nos revela, en último término, el carácter paradójico del esfuerzo racional sobre el accidente: no parece posible prevenir la emergencia de lo inesperado, puesto que “en un tiempo infinito lo probable es lo necesario” (138-139).

En síntesis, pensamos que los antecedentes expuestos hasta aquí permiten significar al fenómeno del accidente a partir de una serie de características clave: inesencial al ser, indeterminado en sus causas, incierto en sus resultados, fundamentalmente humano pero progresivamente mediatizado por la máquina y, finalmente, dominado por el hado de la fatalidad, es decir, inevitable. Frente a este conjunto de significaciones, que podríamos denominar como “tradicionales”, es posible verificar el surgimiento de una renovada percepción en torno a este fenómeno de la mano de los debates teóricos que buscan interpretar el cambio cultural experimentado por la sociedad occidental a partir de la segunda mitad del siglo XX. En este contexto, las consideraciones respecto al accidente no se reducen a la perspectiva de la excepción ni a la tarea de la prevención, sino que, por el contrario, comienza a proponerse una reflexión distinta, orientada a destacar los aspectos creativos implicados en el accidente; es en este sentido que Paul Virilio plantea la noción de accidente en tanto que “obra capital del talento inconsciente de los científicos” (2005:24), un artificio irracional que, sin embargo, puede funcionar como revelador del ordenamiento social contemporáneo. A partir de esta idea, resultará muy pertinente considerar el aporte, en cierta forma, olvidado que el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz realizó sobre el tema a partir de la década del 60.

3. OCTAVIO PAZ: EL ACCIDENTE Y LA IMAGEN DEL MUNDO MODERNO

Sin duda, la producción ensayística de Octavio Paz, siempre equilibrada entre el deseo de universalismo y el compromiso estricto con la realidad cultural y social hispanoamericana, ha sido merecidamente valorada por su contribución crítica respecto del sentido de la creación poética y del arte moderno en el ámbito de la lengua española. Dentro de esta producción, queremos destacar el aporte, menos estudiado, que Paz realiza sobre el tema que nos ocupa y especialmente sobre su significación cultural en el contexto de la modernidad occidental,4 y que anticipa en varías décadas a las lecturas “postmodernas” que proponen autores europeos como Jean Baudrillard y Paul Virilio. Podemos ubicar, como punto de inicio para este examen, la década del 60’, momento en el que se publican una serie de ensayos donde el mexicano examina, de manera marginal pero con profunda visión y originalidad, el rol que cumple el desarrollo tecnológico en la configuración y reconfiguración de una imagen de mundo en las sociedades occidentales de fines del siglo XX. En esta línea, textos fundamentales son una serie de reflexiones sobre poesía y técnica escritas en 1964 y reformuladas como capítulo final de la segunda edición de El arco y la lira, publicado en 1978, bajo el título de “Los signos en rotación”; la lectura La nueva analogía: poesía y tecnología, presentada en Delhi en mayo de 1967, donde reelabora algunas de las impresiones planteadas en el texto anterior, y el cuarto capítulo de su libro Conjunciones y disyunciones, “El orden y el accidente”, publicado en 1968. Presentamos a continuación una síntesis de sus puntos principales.

En el capítulo final de El arco y la lira se retoma una interrogante que recorre al texto en su totalidad y que ha permitido a Paz pensar sobre el fenómeno poético moderno y su relación con los procesos históricos ¿Es posible pensar una sociedad que reconcilie poema y acción? Lejos de intentar una respuesta, Paz esboza dos de las circunstancias que, a su juicio, determinarán el quehacer poético en las postrimerías del siglo XX: la primera, la universalización de la técnica como entorno semiótico secularizado; la segunda, la desintegración de la imagen del mundo.

En relación al primer punto, Paz recuerda que las obras de la antigüedad se hacían parte de una visión del mundo, en la medida en que orientaban la inserción humana en el cosmos ordenando el espacio y también dando forma a las experiencias concretas que surgen de ese orden, tal como sucedía, por ejemplo, en el caso del templo maya o de la catedral medieval; al mismo tiempo, estas obras expresaban una imagen del mundo, en la medida en que eran concebidas como representación analógica del orden cósmico, es decir, como símbolos. Para Paz, es el desarrollo tecnológico el que desintegraría este ordenamiento arcaico, puesto que

La técnica no es ni una imagen ni una visión del mundo: no es una imagen porque no tiene por objeto representar o reproducir a la realidad; no es una visión porque no concibe al mundo como figura, sino como algo más o menos maleable para la voluntad humana (1978:262).






De esta forma, la técnica es entendida por Paz como un sistema mediador de la experiencia humana con el mundo, cuyo poder de significación se encuentra limitado a su funcionalidad: los distintos mecanismos que componen el dominio de lo tecnológico no se constituyen en elementos de un lenguaje simbólico, en el sentido de operar como un sistema de significados perdurables fundados en una determinada visión de mundo, sino que, más bien, se comportan como un repertorio semiótico de significados transitorios, que no remiten más que a su propia actividad como agentes de transformación del mundo; en este sentido, “la técnica libera a la imaginación de toda mitología y la enfrenta con lo desconocido” (1978:263).

Es interesante que, sobre este punto, Paz afirme que “no es la técnica la que niega la imagen de mundo; es la desaparición de la imagen lo que hace posible la técnica” (262). Sin embargo ¿A qué se refiere Paz exactamente con esta desintegración de la imagen de mundo? En un primer momento, Paz asociará esta noción al nuevo escenario social y cultural que plantea la modernidad tardía, surgido en la pérdida de los fundamentos metafísicos del mundo (el Mito, la Idea, Dios, etc.). Sin embargo, el mexicano no se extenderá en el sentido de esta desintegración, sino hasta el momento de reformular esta noción, tal como lo desarrolla en su lectura de 1967.

En efecto, en La nueva analogía, Paz retoma y desarrolla el concepto, planteando que toda sociedad participa de una imagen de mundo que, a su vez, tiene por sustrato una particular concepción del tiempo. Este sustrato temporal tendría su expresión más consumada en el texto poético, “objeto verbal sin forma” que abarca desde “la invocación mágica del primitivo a las novelas contemporáneas” (Paz, 1994:301). Para Paz, la modernidad, en tanto que heredera de la temporalidad cristiana, concibe su ordenamiento a partir de una concepción lineal del tiempo, que se despliega sin posibilidad de retorno, es decir, en oposición al tiempo cíclico de la antigüedad; no obstante, a diferencia del modelo cristiano, la temporalidad moderna se expresaría en la forma de una línea recta que no posee comienzo ni fin, que no se halla limitada por un acto original de creación ni por un acto final de destrucción. El tiempo de la modernidad se desarrolla, de esta forma, como un proceso cuya finalidad reside en el cambio permanente y que, proyectándose indefinidamente hacia el futuro, se nombra con una voz específica: progreso.

Será la aceleración de este tiempo histórico mediada por la influencia de la técnica, según Paz, la que transformará la imagen del mundo moderno en la medida en que el cambio deje de ser interpretado como “sinónimo de progreso” para significar “repentina extinción” (303). En este sentido, si la técnica progresa sobre el mundo en un movimiento que es percibido en un primer momento como perfeccionamiento y como prosperidad, en el largo plazo la percepción de este avance se traduce en una imagen específica ––la del accidente–– que satura el imaginario moderno mediante su proliferación.5

Paz formula la comprensión de este fenómeno en la forma de una ley básica: a mayor progreso de la técnica, mayor será la destrucción que provoquen sus potenciales accidentes. Una imagen específica expresa el grado superlativo de esta equivalencia: el accidente nuclear, “llamarada universal” capaz de disolver el orden moderno al punto de cancelar “a la dialéctica del espíritu y a la evolución de las especies, a la república de los iguales y a la torre del superhombre” en un evento de carácter total (304).

Sin duda, la referencia a una tecnología particular en el texto ––la bomba atómica–– puede tornar ambigua la noción de accidente que por momentos maneja el autor ¿Es el desastre nuclear que imagina Paz parte de una “hecatombe” atómica voluntaria, concebida como acto de guerra, o más bien resulta de una suerte de automatismo autodestructivo delirante, tal como se desarrolla en algunos films del periodo?6 Cualquiera sea la alternativa, la “pérdida del futuro” que implica la fractura de la fe en el progreso permite el reingreso de experiencias premodernas de lo real, en la medida en que, al igual como ocurre con el imaginario azteca o cristiano, el mundo vuelve a asistir a la incierta escena de su destrucción final. De ahí que Paz concluya: “La técnica comienza por ser una negación de la imagen del mundo y termina por ser una imagen de la destrucción del mundo” (304); sin embargo, es necesario indicar en esta idea un deslinde fundamental: si bien la imagen arcaica de la destrucción del mundo se correspondía con una suerte de voluntad sagrada respecto al mundo de lo humano ––ya sea por cólera o por capricho divinos–– Paz nos recuerda que, en el caso de la modernidad, “la imagen de la catástrofe asume la forma a un tiempo atroz y grotesca del Accidente” (309).

A partir de este punto, y especialmente con el capítulo final de Conjunciones y disyunciones (1991), Paz centrará su reflexión en la dimensión simbólica del accidente y en su rol como revelador del fundamento oculto que da consistencia al orden contemporáneo, a partir de un sistema de significación menos estable, si se considera, por ejemplo, que la oposición entre el orden arcaico y el orden moderno tiende progresivamente a anularse.

Para Paz resulta claro que, sin ritos ni relatos que otorguen sentido a lo accidental más allá de lo que expresa su disfuncionalidad, en el horizonte de significados del mundo moderno no hay espacio para racionalizar lo irracional, o en palabras del mexicano, para “insertar la desdicha en el orden cósmico y humano, volver inteligible la excepción” (1991:147). Es la desacralización o desencantamiento del mundo moderno lo que distancia al accidente de la imagen del Apocalipsis pre-moderno, puesto que “el Accidente, a fin de cuentas, no es sino un accidente” (150); sin embargo, la masiva circulación simbólica que adquieren estos eventos, especialmente a través de los medios de comunicación, parece indicar que la importancia del fenomeno no ha decrecido, sino que sólo ha perdido su carácter central o monolítico ––el Gran Accidente–– para atomizarse y saturar el entorno del individuo en una proliferación innominable. De esta forma, el espectáculo diario de los accidentes, a pesar de su relativa intrascendencia o si se quiere de su secularidad, se establece como fundamento de la vida social: lo notable del mundo, lo que es novedad y noticia, es su funcionamiento anómalo, su carácter catastrófico, cuyo aspecto terrorífico penetra en la vida cotidiana ––igual que siempre–– como una sombra que “puebla nuestros insomnios como el mal de ojo desvela a los pastores en los villorrios de Afganistán” (148).

Es interesante destacar que esta idea aparece también desarrollada por el sociólogo francés Jean Baudrillard en forma casi paralela al trabajo crítico del mexicano, especialmente en La sociedad de consumo, publicado por primera vez en 1968. En el texto, Baudrillard define al espacio de lo cotidiano como una zona recluida y estable que adquiere su vitalidad gracias a la “apropiación tranquilizadora del ambiente” (2009:16) que le brindan los medios de comunicación masiva, absorbiendo en este proceso la insoportable violencia de la realidad histórica en la forma del signo-simulacro. De este modo, la exposición a “los signos del destino, de la pasión, de la fatalidad” (17) que son convocados por la presencia temible y ubicua del accidente en los medios amplificarían la experiencia de seguridad que, según Baudrillard, define la naturaleza del entorno cotidiano, justificando su elección y permitiéndole de paso el acceso a una grandeza trágica que le es en esencia ajena.

Por otra parte, si bien la alta demanda de eventos catastróficos que caracteriza al mercado noticioso parece explicarse por esta necesidad de patetismo espectacular que valoriza socialmente la cotidianidad, Baudrillard propone una nueva lectura de este fenómeno a partir de la década del 70, en un momento en que comienza a complejizar su proyecto inicial de análisis semiótico del consumo, esta vez en diálogo explícito con las reflexiones de Octavio Paz contenidas en Conjunciones y disyunciones. En efecto, y citando textualmente al mexicano, Baudrillard plantea en El intercambio simbólico y la muerte, publicado originalmente en 1976, que el valor social del accidente se identifica con su capacidad de reintegrar simbólicamente la cotidianidad moderna en el ámbito de lo arcaico, permitiendo el acceso, en el horizonte de la experiencia diaria, a fuerzas negadas por la racionalidad moderna. A este fenómeno responde, según Baudrillard, la sacralización de quienes mueren en los accidentes de tránsito, transformando el deceso accidental en “eventos simbólicos de la más alta importancia, como sacrificios” (1993:165).

Sin embargo, para Octavio Paz la significación cultural del accidente en las sociedades contemporáneas va más alla de la sacralidad moderna que se deriva de su despliegue superficial en la semiósfera mediática. La propuesta del poeta es en este sentido anticipatoria: si el desarrollo de la técnica ha extendido la presencia del accidente en el imaginario tecnológico moderno es porque este fenómeno es precisamente el sustrato sobre el cual se sostiene entero el sistema social contemporáneo, o, para expresarlo en palabras de Paz,

El Accidente no es una excepción ni una enfermedad de nuestros regímenes políticos; tampoco es un defecto corregible de nuestra civilización: es la consecuencia natural de nuestra ciencia, nuestra política y nuestra moral (1991:149).






La tesis anterior puede entenderse desde un aspecto instrumental, tal como lo desarrollará en la década de los 90 Paul Virilio, cuando afirme que el accidente es consustancial a la innovación técnica y que, por lo tanto, “inventar el navío, es inventar el naufragio; inventar el avión, es inventar la caída; inventar la electricidad, es inventar el electrocutamiento” (1997:84). La concepción de Paz nos parece, sin embargo, más sugerente, por cuanto permite dar cuenta de un aspecto en cierta forma “estructural” de la realidad contemporánea, modificando la noción misma de modernidad, que pasa de ser una crítica general a ser una crisis global y continua, lo que en último término revela al accidente ––en la definición de Paz, “lo probable inminente” (1991:148)–– como el motor que mantiene en actividad al cambio tecnológico y en evolución continua al escenario económico y científico. Esto, que podría pasar simplemente como una hipótesis irrealista, demuestra su actualidad constantemente. Bástenos con recordar el mecanismo técnico de mayor complejidad ––y, al mismo tiempo, el experimento científico más ambicioso–– que ha diseñado la humanidad a la fecha para contestar quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos: el “colisionador” de partículas, también llamado el Gran Colisionador de Hadrones, un artefacto que acelera la intimidad de la materia para enfrentarla en un choque de magnitud cósmica, es decir, para generar un accidente primigenio que revele, tal como ocurría con los antiguos relatos de la creación, el origen del origen.

CONSIDERACIONES FINALES: EL ACCIDENTE COMO CLAVE DE LECTURA

Hemos podido examinar los múltiples sentidos reunidos en un término gastado por su tráfico corriente, pero que se revela como una valiosa clave de lectura para el análisis cultural de las sociedades contemporáneas. Tal como lo demuestra el diálogo textual entre Octavio Paz, Jean Baudrillard y Paul Virilio, el accidente ––en tanto que objeto de reflexión–– ha dejado de ser considerado como un suceso excepcional para constituirse en el modelo rector de una realidad que, construida sobre las bases inestables del artificio técnico, parece descubrirnos un saber inaccesible por otra vía que no sea la del colapso.

Parece productivo imaginar ahora, a modo de conclusión abierta, una aproximación estrictamente literaria a la noción de accidente, especialmente pensando en un estudio más detallado que contemple el análisis de su funcionamiento en el ámbito de la ficción. Se trataría, en primer lugar, de actualizar las nociones clásicas de peripecia y anagnórisis a partir de los aportes que entregan algunos textos clave de la narrativa hispanoamericana de vanguardia. En este sentido, resultaría interesante volver a examinar el programa narrativo de Carlos Fuentes tal como se enuncia, sugerentemente, en su ensayo “Sobre la nueva novela hispanoamericana”

Re-inventar la historia, arrancarla de la épica y transformarla en personalidad, humor, lenguaje, mito: salvar a los latinoamericanos de la abstracción e instalarlos en el reino humano del accidente, la variedad, la impureza: sólo el escritor, en América Latina, puede hacerlo (1997:190).






¿De qué formas el escritor nos instala en el reino humano del accidente? Sin duda, no será posible contestar esta pregunta ahora, en vista de los objetivos planteados para este estudio; sin embargo, podemos pensar que lo anterior no corresponde a un momento de quiebre literario, sino más bien al reconocimiento de una tradición que también se encuentra recogida en Museo de la novela de la eterna, novela que, a juicio del autor, “contiene accidentes y sufre accidentes” (201). Un examen crítico al texto podrá aportar claves de lectura que posibiliten el análisis de un corpus mucho mayor de relatos.

NOTAS

1 Artículo formulado en el marco de la tesis de Doctorado en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Concepción “La tradición del accidente en la narrativa latinoamericana contemporánea: el caso del automóvil en Autopista del Sur, La guaracha del Macho Camacho y Los detectives salvajes”, financiada por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica, CONICYT.

2 Al respecto, señalamos como referentes importantes el proyecto Fondecyt Nº 3085038, "Literatura Hispanoamericana y tecnología", conducido en Chile por Valeria de los Ríos en 2008, y el número monográfico de Revista Iberoamericana Nº 221 (2007) "Tecnoescritura: literatura y tecnología en América Latina", publicado por la universidad de Pittsburgh, donde se reúne una colección diversa de estudios ligados por el objetivo común de explorar "las múltiples dinámicas en que literatura y tecnología se encuentran como partícipes de realidades culturales en un flujo constante" (Brown, 2001: 738).

3 “Accidents had become the residual category of medical classifications of causes of death: those which occurred with no known medical cause, or at least none that fitted into the rational system of medical knowledge” (Cooter y Luckin, 1997:49).

4 Entendemos que el término modernidad puede apuntar a una larga serie de épocas y sucesos históricos que hacen dificil su definición. Sin embargo, para Paz hay un rasgo que parece ser el rasgo común que permite hablar del carácter moderno de la sociedad: “Todo lo que ha sido la Edad Moderna ha sido obra de la crítica” (1990:32).

5 Un caso ejemplar de este fenómeno es la presencia del accidente ferroviario en distintas expresiones culturales de fines del siglo XIX. Al respecto, puede consultarse el interesante estudio de Blanca Rivera-Meléndez (1991) donde se examina cuidadosamente el imaginario tecnológico desarrollado por el cubano José Martí en varios de sus artículos periodísticos, así como un extenso estudio de Nicholas Daly (2004).

6 El cine de la época ofrece algunos títulos significativos, como Dr. Strangelove, or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1964); Fail-Safe (1964) y Colossus: The Forbin Project (1970) que comparten, en distintos registros, el tema del desastre nuclear involuntario como motor de los acontecimientos.

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Correspondencia a:

Barrio Universitario S/N, Concepción (Chile)
eaguayo@ucsc.cl