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Revista chilena de derecho - UN PRIMER PROYECTO DE CONCORDATO ENTRE CHILE Y LA SANTA SEDE EN 1928

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Revista chilena de derecho

versión On-line ISSN 0718-3437

Rev. chil. derecho vol.39 no.3 Santiago dic. 2012

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-34372012000300004 

Revista Chilena de Derecho, vol. 39 N° 3, pp. 665 - 698 [2012]

HISTORIA DEL DERECHO

 

UN PRIMER PROYECTO DE CONCORDATO ENTRE CHILE Y LA SANTA SEDE EN 1928**

FIRST PROJECT FOR A CONCORDAT BETWEEN CHILE AND THE HOLY SEE ON 1928

 

Carlos Salinas Araneda*

* Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Correo electrónico: csalinas@ucv.cl.


RESUMEN: Con ocasión de la separación entre la Iglesia y el Estado regulada en la Constitución de 1925 hubo conversaciones tendientes a la celebración de un concordato entre el Estado de Chile y la Santa Sede de lo cual hay referencias, pero se ha desconocido la existencia de proyectos concretos encaminados a este fin. La reciente apertura del Archivo Secreto Vaticano en lo referido a los fondos del pontificado del papa Pío XI ha permitido conocer los borradores que se redactaron en dicha oportunidad con la finalidad de llegar a un acuerdo internacional de esa naturaleza. Se presenta, seguidamente, un primer borrador de concordato presentado al cardenal secretario de Estado por el embajador de Chile ante la Santa Sede, en mayo de 1928. Cada uno de los artículos va acompañado de un comentario que facilita su comprensión y valoración.

Palabras clave: Concordato, relaciones Iglesia-Estado en Chile, separación Iglesia-Estado, Patronato.


ABSTRACT: On occasion of the church and state separation regulated by the Constitution of 1925, conversations took place, in order to celebrate a concordat between the Chilean State and the Holy See, of which there are references, though the existence of concrete projects aimed at achieving this end has been ignored. The recent opening of the Vatican Secret Archive, with reference to the funds of Pope Pius XI’s pontificate has enabled the knowledge of drafts written on that occasion, with the intention of reaching an international agreement on such matter. Then the first draft of the concordat submitted to the Cardinal Secretary of State by the Chilean Ambassador on May 1928 is presented. Each of the articles is accompanied by a commentary, in order to facilitate its comprehension.

Key words: Concordat, Relations Church-State in Chile, separation of Church and State, Patronage.


 

La Constitución de 1925 definió por primera vez en Chile la separación entre la Iglesia Católica y el Estado, poderes ambos que, desde los inicios mismos de Chile como nación, habían estado unidos, primero de iure, como consecuencia de la concesión del patronato regio por la Santa Sede a los reyes de Castilla1, y después de facto, como consecuencia de la decisión unilateral de las autoridades republicanas de continuar con las prácticas patronatistas después de obtenida la independencia política.

Con ocasión de las conversaciones sostenidas por el presidente de la República de entonces, Arturo Alessandri Palma, con el secretario de Estado de Pío XI (1922-1939), el cardenal Pedro Gasparri, para proceder a la amigable separación de 19252, se habló de la posibilidad de un concordato entre Chile y la Santa Sede. No era la primera vez que en Chile se consideraba la posibilidad de un tal tratado internacional, pues durante el siglo XIX hubo intentos expresos en tal sentido3, pero nunca se llegó a la firma de ningún documento oficial. Algo similar ocurrió con ocasión de la Constitución de 1925, pero dicho documento finalmente no se materializó, porque, como cuenta Oviedo Cavada, la Santa Sede puso cinco condiciones para convenir en la separación que se solicitaba, todas las cuales se cumplieron con la excepción de la celebración del concordato, pues el presidente Alessandri habría hecho ver la carencia de tiempo para una gestión de esa envergadura, interesado, como estaba, en aprobar prontamente la nueva Constitución4.

El gobierno de Chile, sin embargo, no abandonó sin más la idea, pero poco se ha sabido hasta ahora sobre el particular, si bien no han faltado antecedentes5, algunos recientes6, que reconducen a la idea de que había habido más que buenas intenciones en orden a concluir un acuerdo formal entre Chile y la Santa Sede. La reciente apertura en el Archivo Secreto Vaticano de los fondos referidos al pontificado de Pío XI decretada por el papa Benedicto XVI7 ha venido a mostrar que, efectivamente, hubo conversaciones oficiales entre el gobierno de Chile y la Santa Sede tendentes a la conclusión de un concordato, conversaciones que partieron, precisamente, por iniciativa del gobierno de Chile. Presento en las páginas que siguen el primer Proyecto de concordato entregado por Chile a consideración de la Santa Sede, lo que ocurrió en mayo de 1928. Lo hago con un breve comentario a cada artículo para facilitar su comprensión y valoración.

1. LOS HECHOS

En 1928 era presidente de la República, Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931); ministro de Relaciones Exteriores, Conrado Ríos Gallardo; y embajador de Chile ante la Santa Sede, Ramón Subercaseaux Vicuña. Secretario de Estado de Pío XI era el cardenal Pedro Gasparri y nuncio apostólico en Chile el arzobispo Ettore Felici Faggiolo. El martes 1 de mayo de 1928, el embajador de Chile ante la Santa Sede hizo entrega de un proyecto de concordato, el mismo que se publica a continuación, diciendo que tenía instrucciones de pedir el parecer de la Secretaría de Estado y que regresaría el viernes siguiente a recibir la respuesta. Así quedó consignado en un pro memoria redactado al día siguiente, el 2 de mayo, para el cardenal secretario de Estado, texto en el que se agregaba que dicho secretario de Estado había examinado el proyecto de concordato y había hecho relación de él al Santo Padre, haciéndole presente que “el gobierno no concede nada o casi nada; mientras pide muchísimas cosas, no obstante el régimen de separación”. Agrega dicho pro memoria que el Santo Padre, una vez enterado de su contenido, había dicho al cardenal que respondiese con las siguientes palabras que le había dictado: “así planteado el concordato, no se ve para la Santa Sede la oportunidad de hacerlo. Podemos ir viviendo sin concordato”. El papa había agregado que esto de debía decir por buena táctica8.

Mientras esto ocurría en Roma, el mismo 2 de mayo el nuncio en Chile escribía al cardenal Secretario de Estado9 que todavía estaba en espera del proyecto prometido por el ministro de Relaciones Exteriores. Agregaba que en una de las últimas audiencias el canciller le había mostrado el documenta casi listo y le había prometido que lo enviaría a la Nunciatura después de haberle introducido algunas modificaciones de carácter secundario. Y el miércoles anterior –25 de abril– le había dicho que lo recibiría sin falta el día siguiente, pero que había pasado la entera semana y el proyecto no había llegado. Ignoraba si el retraso se debía al simple propósito de estudiar a fondo los detalles, lo que le había sido manifestado respetuosamente por el ministro, o porque había encontrado la oposición de algunos colegas del gabinete. Parece claro que, con este doble comportamiento, el ministerio estaba en espera de la reacción que, en Roma, tendría el proyecto que había sido sometido a su consideración. Y ya conocemos cuál fue esa reacción.

2. ASPECTOS FORMALES DEL PROYECTO

El Proyecto está escrito a máquina, en papel tamaño oficio, ocupando un total de ocho hojas, numeradas en la parte superior derecha. Lleva como título la palabra “concordato”, escrita toda ella en mayúscula, con separación de un espacio entre letra y letra, y subrayada. Después de saltados cuatro espacios se inicia directamente el texto con las cláusulas iniciales que sirven de preámbulo al contenido del mismo. Todo el texto aparece escrito a doble espacio. Cada uno de los 29 artículos que comprende el Proyecto está enunciado con la palabra “artículo” y el número respectivo escrito en guarismos ordinales, situados en el centro de la página. El texto de cada uno de los artículos se inicia después de una sangría que es extensa en la primera de las páginas (18 espacios), se reduce en la segunda (10 espacios) y se reduce aún más en la tercera página (4 espacios), continuando en las páginas siguientes sangrías que no son uniformes, variando entre 2 y 8 espacios, encontrándose en una misma página sangrías con medida diversa. Con criterios actuales esta falta de uniformidad llama la atención, pero es posible que en la fecha en que el Proyecto fue escrito esto fuera usual.

Lo que, en cambio, llama mayormente la atención es la cantidad de erratas que se advierten a lo largo de todo el texto del Proyecto, porque no hay ningún párrafo o artículo que no presente más de algún defecto, los que se presentan de modos diversos: i) escaso uso de los acentos; cuando el acento falta en una o en dos palabras, puede pensarse en un simple error de dactilografía, pero cuando la ausencia de acentos es sistemática y a lo largo de todo el documento, ya no se trata de un problema de dactilografía, sobre todo cuando hay palabras, las menos, que están correctamente acentuadas. En total se han omitido 205 acentos; ii) faltas de ortografía, las que, además de la ausencia de acentos, consisten en que las palabras aparecen derechamente mal escritas10 o están mal cortadas11; iii) palabras mal escritas12; iv) letras sobrescritas, con un total de 71 letras sobrescritas que son advertible a simple vista del documento; v) alguna palabra que falta; y vi) la ausencia total de la letra “ñ”.

Las explicaciones que pueden darse a estos errores pueden ser varias: quien escribió a máquina pudo ser un amanuense de nacionalidad italiana, que manejaba poco el castellano escrito y, por lo mismo, cometió tantos errores ortográficos. También pudo ser que el amanuense fuera poco práctico y no tuviera mucha destreza en escribir a máquina, porque es posible advertir, sobre todo cuando se trata de letras sobrescritas, que las letras equivocadamente escritas corresponden a teclas situadas a un costado de las teclas que debían ser pulsadas para escribir la letra correcta. Cualquiera de estas explicaciones, u otras posibles, no justifican tal cantidad de errores en un documento de esta naturaleza. No olvidemos que, aunque solo se trata de un proyecto, es un texto entregado por un embajador chileno, en uso de sus funciones diplomáticas, a la máxima autoridad de la Santa Sede en materia de relaciones exteriores, como era el secretario de Estado, y, además, referido a un documento de la mayor importancia, como es un concordato, llamado a regir las relaciones oficiales entre la Iglesia y el Estado de Chile, importancia todavía mayor si se piensa que aún Chile no había celebrado un concordato.

Si el amanuense era italiano, o no conocía muy bien el castellano, o era poco diestro en la práctica de escribir a máquina, mayor cuidado debía haber en la revisión del texto final para que pudiera presentarse sin defectos. Sin embargo, parece que eso, o no se hizo, o, si se hizo, lo fue con mucha ligereza. Es resultado es, por lo menos, sorprendente.

3. EL TEXTO DEL PROYECTO DE CONCORDATO

El proyecto aborda un espectro amplio de materias cuya regulación le interesaba Estado de Chile que quedaran consignadas en un texto que regulara las relaciones del Estado con la Iglesia Católica. Seguidamente presento el texto del Proyecto con un breve comentario a cada uno de sus artículos. En la reproducción de cada uno de los artículos he corregido las innumerables erratas que se advierten en el original.

CONCORDATO

Su Santidad el Papa Pío XI y su Excelencia el Presidente de la República de Chile, General Don Carlos Ibáñez del Campo, deseosos de establecer reglas que rijan de modo estable dentro del actual sistema constitucional de Chile los asuntos de la Iglesia Católica en el territorio de la República.

Han resuelto celebrar un Concordato:

Y para ese objeto han nombrado sus Plenipotenciarios, a saber;

Su Santidad el Papa al Excelentísimo Señor Héctor Felici, Arzobispo de Corinto, Nuncio Apostólico en Chile; y

Su Excelencia el Presidente de la República de Chile al Excelentísimo Señor Conrado Ríos Gallardo, Ministro de Relaciones Exteriores;

Quienes, después de exhibirse mutuamente sus respectivos Plenos Poderes, hallados en buena y debida forma, han convenido en lo siguiente”:

Artículo 1º. “La Iglesia Católica gozará en el territorio de la República de Chile de plena libertad y podrá erigir y conservar templos y sus dependencias con las condiciones de seguridad e higiene fijadas por las leyes y ordenanzas que rijan en Chile sobre la materia”.

Artículo 2º. “El Gobierno de Chile asegura a la Iglesia y a los organismos que de ella dependen el libre ejercicio de su poder espiritual y de su jurisdicción eclesiástica, lo mismo que la libre administración de sus bienes y negocios, conforme al Derecho Canónico y a las leyes chilenas”.

Durante la vigencia de la Constitución de 1833 y especialmente a partir de la entrada en vigencia del Código Civil (art. 547 inc. 2º), las “iglesias” y “comunidades religiosas” habían tenido la calidad de personas jurídicas de derecho público. Al producirse la separación entre la Iglesia y el Estado, se discutió si la Iglesia seguía conservando dicha calidad o pasaba a ser una persona jurídica de derecho privado. La discusión finalmente se decantó por reconocer la personalidad jurídica de derecho público de la Iglesia13, pero al tiempo de la presentación de este Proyecto el tema estaba en pleno debate.

En un informe enviado por el nuncio apostólico al cardenal secretario de Estado el 30 del mismo mes de mayo14, le hacía presente la necesidad de aclarar la situación jurídica de la Iglesia en Chile. Según el nuncio, no pocos juristas, fundándose en el artículo 10 de la nueva Constitución, negaban a la Iglesia y a los organismos dependientes de ella la personalidad jurídica de derecho público y apenas le reconocían la de derecho privado. La diferencia entre las dos personalidades, agregaba el prelado, era notable en lo que se refería a la posesión y administración de los bienes inmuebles, pues mientras las personas jurídicas de derecho público podían adquirir, conservar y administrar sin ninguna limitación, las personas de derecho privado: i) un vez adquirido un inmueble no podían conservarlo más allá de cinco años, sin una autorización legal concedida por una de las dos Cámaras: ii) si en el término de dichos cinco años no habían conseguido la autorización, caían dichos bienes en comiso y el bien pasaba al fisco; iii) y aunque hubiesen obtenido la autorización para conservarlos, no podían venderlos ni hipotecarlos sin una especial autorización del tribunal15.

Más grave, continuaba el nuncio, se presentaba la situación para las diócesis creadas después de la promulgación de la Constitución de 1925, ya que no faltaban juristas, incluso católicos, que, partiendo del principio de que las personas jurídicas de derecho privado no subsisten sino en fuerza de una ley o decreto, sostienen que las diócesis antedichas no tienen ninguna personalidad jurídica, puesto que no existe un decreto o ley que las reconozca. Afortunadamente no todos pensaban de la misma manera por lo que le parecía que no era difícil demostrar que, según la letra de la Constitución, la Iglesia continuaba gozando en Chile de personalidad jurídica de derecho público, la que le era reconocida desde la colonización española. Pero, advertía el prelado, no había que excluir que la intención de los redactores del referido artículo 10 hubiese sido, precisamente, la de disminuir los derechos de la Iglesia. Es por lo que, concluía, que era oportuno, si no urgente, definir de una vez para siempre esta grave cuestión, aprovechando el concordato el que, aceptado por el gobierno y ratificado por las dos Cámaras, asumiría el valor de una interpretación auténtica de la Constitución y cortaría todas las discusiones.

El Proyecto, sin embargo, guardaba total silencio sobre el particular. El artículo 1º se limitaba a reproducir, en parte textualmente, el inciso 1º del número 2 del artículo 10 de la Constitución, sin agregar nada a lo que ya estaba sancionado constitucionalmente. El artículo 2º especificaba para la Iglesia Católica la libertad que la propia Constitución reconocía a todos los cultos, por lo que tampoco otorgaba nada que no estuviese ya regulado por el derecho chileno. El paso final del artículo reconocía “la libre administración de sus bienes y negocios conforme al Derecho Canónico y a las leyes chilenas” fórmula que, además de que solo hablaba de “administración” y no de “propiedad”, dejaba entregada dicha administración al derecho canónico, pero también a las leyes chilenas, con lo que insinuaba la dependencia del derecho canónico a la ley chilena, pues, en caso de conflicto, primaba la ley chilena.

Artículo 3º. “Los eclesiásticos, sus bienes y los de las iglesias, Ordinarios, parroquias y comunidades religiosas quedan sometidos a impuestos del mismo modo que las personas y los bienes de los ciudadanos de la República y que las personas jurídicas laicas, pero estarán exentos de contribuciones los templos y sus dependencias, destinados al servicio del culto católico, las casas parroquiales y de residencia de los Ordinarios, los hospitales, hospicios, orfelinatos y, en general, los locales de instituciones católicas destinadas a dar auxilio o habitación gratuita a los desvalidos, en la parte afecta a tales servicios y siempre que ninguna porción de su renta sea destinada a fines de lucro personal, y los locales de los seminarios, universidades, escuelas y colegios católicos en las partes afectas a servicios de instrucción y que no produzcan rentas”.

Se trataba de un extenso artículo que venía a repetir, una vez más, lo que decía la Constitución, según la cual “los templos y sus dependencias, destinados al servicio de un culto, estarán exentos de contribuciones” (art. 10 nº 2 inc. 3º). Tenía el mérito, sin embargo, de especificar algunas situaciones que según el texto constitucional eran poco claras, pues al incluir este artículo las casas parroquiales y de residencia de los Ordinarios, daba respuesta a un problema que se suscitaría después cuando el Consejo de Defensa Fiscal16 sostuvo que la exención no operaba respecto del palacio del arzobispo de Santiago, pues, al encontrarse separado y distante de la catedral, no era una dependencia de la misma. También se enumeraban algunas otras instituciones vinculadas a la Iglesia que quedaban exentas de tributos, lo que, a decir verdad, no resultaba una especial concesión porque, por lo general, todas ellas recibieron un especial trato tributario en las leyes respectivas. Y si bien se afirmaba que, en lo demás, personas a instituciones vinculadas a la Iglesia Católica quedaban sometidas a todos los tributos conforme a las leyes vigentes, esto tampoco fue una novedad, porque era claro que esa era una de las consecuencias de la separación Iglesia-Estado.

Artículo 4º. “Los Obispos y el clero podrán comunicarse libre y directamente con la Santa Sede, y en la misma forma podrán los Obispos comunicarse con el clero y fieles de su dependencia y publicar sus pastorales y ordenanzas”.

Dos de los abusos que había cometido la monarquía española en la aplicación del patronato indiano habían sido el pase regio y la incomunicación con Roma. El pase regio o exequátur17 había tenido su origen en la solución con que los Reyes Católicos habían tratado de superar el problema de la falsificación de documentos eclesiásticos en Castilla, al establecer que no podía ejecutarse en el reino ninguna disposición eclesiástica que previamente no hubiese sido revisada por el Consejo Real a efectos de verificar su autenticidad. Originalmente se trató solo de una revisión formal, pero con el tiempo la revisión se extendió al contenido del documentos, no dando el “pase” a aquellos documentos que, no obstante su probada autenticidad, contenían disposiciones que no convenían a la Corona. Para Indias, fue el Consejo de Indias el encargado de este trámite de manera que, en la práctica, desapareció, al menos por esta vía, la comunicación directa de los obispos americanos con la Santa Sede. El pase regio fue un eficaz instrumento de la Corona para salvaguardar sus privilegios eclesiásticos; pero fue igualmente el instrumento para coartar la necesaria libertad de actuación del papa y de la curia romana en el gobierno de las iglesias indianas. Con todo, hubo algunos obispos que, saltándose los cauces ordinarios, mantuvieron contactos directos con Roma, como el arzobispo de Lima, santo Toribio de Mogrovejo o el obispo de Puebla, el recién beatificado Juan de Palafox y Mendoza.

Producida la independencia, el artículo 73 de la Constitución de 1833 dispuso en su número 14 que era atribución del Presidente de la República, “conceder el pase, o retener los decretos conciliares, bulas pontificias, breves y rescriptos con acuerdo del Consejo de Estado; pero si contuviesen disposiciones generales solo podrá concederse el pase o retenerse por medio de una ley”. La separación sancionada por la Constitución de 1925 vino a poner término a este control, por lo que esta norma concordada consolidaba una situación recientemente adquirida. Pero, como la experiencia posterior demostraría, dicha norma concordada no era necesaria para que, de hecho, se alcanzara el mismo fin.

Artículo 5º. “Las autoridades chilenas apoyarán la ejecución de las decisiones y de los decretos eclesiásticos en casos de prohibición a un eclesiástico del ejercicio del ministerio sacerdotal en locales públicos destinados al culto o del uso del hábito eclesiástico, de resguardo del orden en actos o manifestaciones religiosas en lugares públicos y en las otras circunstancias en que prescriban o permitan tal apoyo las leyes chilenas”.

El artículo regulaba dos situaciones diversas. La primera, era la del apoyo a las decisiones y decretos de la autoridad eclesiástica que habían sancionado a un eclesiástico, i) con la prohibición del ejercicio del ministerio sacerdotal en locales públicos destinados al culto, o ii) con la prohibición del uso del hábito eclesiástico. Desde antiguo la Iglesia contó con el apoyo del brazo secular para el cumplimiento de sus disposiciones, pero era una posibilidad que no cabía en un régimen de separación entre ambos poderes como ocurría en Chile a partir de 1925.

En esta primera parte, el artículo se situaba directamente en la vieja tradición regalista del apoyo del brazo secular a la Iglesia. Se trataba de un auxilio a la Iglesia, no de una carga y venía a incidir en un problema que, al menos a principios de siglo, había inquietado a los obispos chilenos18. En 1928, sin embargo, producida la separación, dicho apoyo era un anacronismo. Es por lo que entiendo esta parte del artículo como una contrapartida –débil y fuera de tiempo, a decir verdad– con la que el Estado trataba de mitigar o compensar las pesadas cargas que este mismo Proyecto de concordato colocaba sobre la Iglesia, en la misma tradición regalista que se había superado en 1925, de la que el presente artículo era un nuevo resabio.

La segunda parte del artículo no agregaba nada a lo ya existente, porque tan solo se explicitaba una tarea del Estado que, con este artículo o sin él, realizaba y seguiría realizando cuando había actos o manifestaciones religiosas en lugares públicos: resguardar el orden en ellos.

Artículo 6º. “Se aplicarán a los sueldos, gratificaciones y pensiones que percibieren los funcionarios eclesiásticos como tales las disposiciones legales que estén en vigor sobre embargo de sueldos, gratificaciones y pensiones que pagan el Estado y las Municipalidades”.

El Proyecto se refería a la enojosa situación de las deudas de los “funcionarios eclesiásticos”. Hasta la Constitución de 1925 los eclesiásticos eran funcionarios del Estado y, como tales, percibían una renta proporcionada por el propio Estado, a la que se agregaba la que percibían de las rentas propias y privativas de la Iglesia, como lo que se obtenía de los aranceles parroquiales. Una vez producida la separación entre la Iglesia y el Estado, los eclesiásticos dejaron de ser funcionarios del Estado y, por lo mismo, dejaron de percibir la primera de esas rentas, pero eso no impidió que siguieran desempeñando tareas en calidad de funcionarios, como la de profesor de religión en los colegios o la de capellán de una institución armada o de beneficencia.

Supuesto esto, quedaba claro que a los “sueldos, gratificaciones y pensiones” percibidas por un funcionario eclesiástico como tal, se aplicarían las disposiciones legales en vigor sobre embargo de los mismos. La terminología utilizada era claramente civil y lo suficientemente amplia como para comprender cualquier ingreso recibido por el eclesiástico en cuanto “funcionario eclesiástico”, recogiéndose la fórmula utilizada por el Código de Procedimiento Civil que en el inciso 1º del número 1º de su artículo 466 establecía la inembargabilidad de “los sueldos, las gratificaciones y las pensiones de gracia, jubilación, retiro y montepío que pagan el Estado y las Municipalidades”. Dado el tipo de “sueldos, gratificaciones y pensiones” a los que se aplicaría este artículo concordado, el mismo no agregaba nada nuevo a lo ya existente, sino que, a lo sumo, venía a prevenir posibles dudas.

Artículo 7º. “El Gobierno de Chile promoverá la dictación de una ley que otorgue a los funcionarios eclesiásticos opción a los beneficios que acuerda la Caja Nacional de Empleados Públicos y Periodistas, en condiciones equitativas que serán determinadas por acuerdo del Gobierno con el Arzobispo de Santiago en representación de todos los Ordinarios del país”.

Hasta 1925 la situación de los sacerdotes que, por edad o enfermedad, se encontraban imposibilitados de seguir cumpliendo sus deberes eclesiales, quedaba protegida por varias vías: i) por lo general el sacerdote seguía viviendo en la parroquia en la que había servido por lo que su manutención quedaba asegurada por los ingresos parroquiales provenientes de la doble vía del dinero que aportaba el Estado y de los ingresos propios de la parroquia; ii) los obispos disponían de bienes, en parte provenientes del mismo Estado, que les permitían asumir los gastos de mantención de estos sacerdotes; iii) cuando se trataba de sacerdotes que provenían de familias de recursos, lo que no era raro por esos años, era la familia la que contribuía a su manutención. Producida la separación entre la Iglesia y el Estado esta situación varió drásticamente, por lo que el tema era de preocupación para la Iglesia.

Una solución inmediata, pero provisoria, la dispuso el Presidente Alessandri mediante el decreto ley 586, de 29 de septiembre de 1925, en el que dispuso que “los funcionarios eclesiásticos que actualmente perciben rentas del Estado con cargo al Presupuesto del Culto, podrán acogerse desde esta fecha y hasta el 31 de diciembre del año en curso, a los beneficios de la jubilación, la que les será concedida de conformidad a las disposiciones generales vigentes sobre la materia”. La razón para disponer lo anterior era “que es de toda justicia procurar los beneficios de la jubilación… a dichos funcionarios eclesiásticos que han sido ejecutores de la benéfica obra moralizadora y cultural realizada por la Iglesia en el país”. Y tenía en cuenta para ello, “que la exigüidad de las rentas de que gozan los aludidos funcionarios hará que no sea muy gravosa la carga pecuniaria que representan las jubilaciones de que se trata”.

Este decreto ley, sin embargo, venía a modificar, al menos provisoriamente, el decreto ley 454 que poco antes, el 14 de julio de 1925, había creado la Caja Nacional de Empleados Públicos y Periodistas, cuyo artículo 23º disponía que sus disposiciones no le serían aplicables, entre otros, “a los funcionarios del fuero eclesiástico”. Esto explica que el artículo concordatario que comento afirmara la intención del Gobierno de promover una ley que incluyera a los eclesiásticos en la previsión de dicha Caja, pues, conforme a la ley que la establecía, vigente al momento del Proyecto, ello no era posible.

Lamentablemente, los hechos posteriores demostraron que esto no era sino una manifestación de buenas intenciones y nada más, pues hubo que esperar recién al año 1973 para que hubiera un serio intento por parte del Estado a este fin. En efecto, el 19 de enero de 1972 se publicó la ley 17.592 que creó la Caja de previsión social de los comerciantes, pequeños industriales, transportistas e independientes, ley que originalmente no incluía entre los beneficiarios a los eclesiásticos, quienes fueron incorporados al año siguiente, mediante la ley 17.949, en cuyo artículo 1 se incorporaba a dicha Caja, entre otros, a “los religiosos o religiosas, en general, cualquiera sea su fe o credo y su grado, rango o jerarquía, como ministros, pastores, sacerdotes, hermanos o hermanas”. El mismo artículo, en su inciso 2º disponía que era facultativo “para los religiosos o religiosas extranjeros, cualquiera sea su credo y grado, rango o jerarquía, que vengan al país por un plazo no superior a 5 años, incorporarse al régimen de previsión antes señalado. Si su permanencia se prolongare por más tiempo, deberán efectuarse las imposiciones correspondientes a contar desde la expiración de este plazo”. Y conforme al artículo 2, “la exigencia de pertenecer a un sindicato, organización gremial o colegio profesional, se entenderá cumplida, respecto de los religiosos, por el hecho de pertenecer a la respectiva orden o congregación”. La referida Caja de previsión nunca funcionó y la fecha en que fue publicada la ley 17.949, el 29 de junio de 1973, hizo que esta pretendida jubilación de los sacerdotes nunca fuera una realidad. Es por lo que la previsión social de los sacerdotes debió asumirse por otra vía, por la propia Iglesia19.

Artículo 8º. “Los eclesiásticos que ya hubieren sido ordenados, los religiosos que ya hubieren hecho votos, los alumnos de los seminarios y los novicios que hubieren ingresado a los seminarios o noviciados antes de una declaración de guerra, estarán exentos del servicio militar obligatorio, exceptuando el caso de reclutamiento general. En este último caso y cuando se enrolaren voluntariamente, los miembros del clero y religioso, especialmente los sacerdotes ordenados, serán destinados de preferencia a ejercer su ministerio en las filas o a los servicios sanitarios o de administración”.

“Desde el año 313, en que el emperador Constantino declaró exentos a los clérigos de la obligación de prestar servicio militar y de ocupar cargos u oficios públicos ajenos al estado clerical, viene la Iglesia vindicando esta inmunidad para sus ministros contra los atropellos de la autoridad civil, principalmente desde la revolución francesa”20. Es por lo que el Código de Derecho Canónico vigente en el tiempo en que fue presentado el Proyecto, disponía en el canon 121 que “todos los clérigos están exentos del servicio militar…”, lo que se hacía extensivo a los religiosos, incluidos los legos y los novicios, por el canon 614, razón por la que en los concordatos, la Santa Sede se preocupaba de que esta exención quedara consagrada explícitamente21. El Proyecto se hacía eco de esta norma codicial, si bien admitía que en tiempo de guerra, cuando había movilización general, el eclesiástico se presentare voluntariamente al servicio militar, en cuyo caso quedaba excluido del manejo de las armas. Sin embargo, el alistamiento voluntario tenía consecuencias canónicas: se entendía que, tratándose de ordenados in sacris22, había renuncia tácita de los oficios que se detentaban, renuncia admitida por el mismo derecho, vacando ipso facto y sin ninguna declaración cualesquiera oficios (can. 188 nº 6); y si se trataba de clérigo minorista23 quedaba separado del estado clerical por disposición del mismo derecho (can. 141 § 2). Unos y otros, empero, podían verse liberados de las consecuencias de su actuar, contando con la licencia de su Ordinario (can. 141 § 1). El artículo, así, recogía la disciplina canónica vigente y aclaraba posibles dudas.

Artículo 9º. “Los eclesiásticos estarán exentos de ejercer funciones o encargos incompatibles con el ministerio sacerdotal, como el de administrar justicia en asuntos ajenos al fuero eclesiástico”.

A mediados del siglo XIX, escribiendo Justo Donoso24 acerca de los actos y ejercicios que estaban prohibidos a los clérigos tanto por el derecho canónico general como por el especial de América, mencionaba entre ellos “ejercer en los juzgados y tribunales seculares, los oficios de abogado, escribano, procurador y cualquier otro”.

En lo referido a la administración de justicia, expresamente aludida en el Proyecto, al momento del mismo estaba vigente la ley de organización y atribuciones de los tribunales, de 1875, la que nada decía sobre el posible ejercicio de la judicatura por los eclesiásticos, de manera que, desde esta perspectiva, el Proyecto significaba una novedad, pues con él quedaba expresamente recogida en la legislación chilena la exención de actuar en la administración de justicia en asuntos ajenos al fuero eclesiástico. Estaba en el ánimo del gobierno, sin embargo, establecer esta incapacidad, pues el proyecto de Código Orgánico de Tribunales enviado por el Ejecutivo al Congreso Nacional el 10 de abril de 1929, incluía en el artículo 218 nº 2, entre las inhabilidades para desempeñar un cargo judicial, la de ser eclesiástico25. El Código finalmente promulgado, a partir de un nuevo proyecto elaborado por una comisión de profesores de la Universidad de Chile, recogió la misma inhabilidad en el artículo 256 nº 8, si bien precisando que se trataba de “los que hayan recibido órdenes eclesiásticas mayores”, esto es, obispo, presbítero, diácono y subdiácono (CIC 1917, can. 949).

Artículo 10º. “El Gobierno de Chile asegura la inmunidad de las iglesias, capillas, conventos y cementerios católicos hasta donde lo permitan el respeto de la ley chilena y las exigencias de la seguridad pública”.

Con la palabra inmunidad se entendía, en general, la exención de una carga, a munere exemptio. En la práctica, se consagró esta palabra para designar las exenciones y privilegios de que gozaba la Iglesia antiguamente. Los canonistas distinguían tres clases de inmunidades: i) la de los lugares, referida a los templos e iglesias; ii) la de las personas, relativa a los privilegios de que disfrutaban los eclesiásticos; iii) la de los bienes, que concernía a las propiedades y rentas de la Iglesia. De las tres, parece que este artículo del Proyecto se refería a la primera, esto es, a la inmunidad de templos e iglesias. No es fácil entender a qué se refería este artículo, pues en la palabra inmunidad proyectada a templos e iglesias se comprendía, por una parte, el respeto que se debía tener a los templos, definiendo los actos profanos o indecorosos que estaban prohibidos en ellos y, por otra, al derecho de asilo que gozaban los perseguidos por la justicia, derecho este que, al tiempo del Proyecto, ya no existía. Si a esto agregamos que la materia referida a los tributos de que estaban exentos los templos se regulaba en otro artículo del Proyecto, poco contenido le queda a la norma, más aún, si el mismo artículo reconocía la inmunidad “hasta donde lo permitan el respeto de la ley chilena y las exigencias de la seguridad pública”. Podría entenderse que el Estado de Chile se obligaba a respetar el destino que la Iglesia diere a estos edificios y el uso de los mismos para sus fines específicos, pero ese respeto no requería de un acuerdo internacional porque ya lo garantizaba la legislación vigente26. Es por lo que entiendo que, con este artículo o sin él, la realidad de las “iglesias, capillas, conventos y cementerios católicos” no sufría ninguna alteración.

Artículo 11º. “El Ejército de Chile gozará de todas las exenciones que según las prescripciones del Derecho Canónico otorga la Santa Sede a otros ejércitos. Los capellanes castrenses, en su actuación referente a los militares y sus familias, tendrán los derechos inherentes a la cura de almas y ejercerán las funciones de su ministerio bajo la jurisdicción de un Vicario General Castrense que tendrá el derecho de escogerlos. La Santa Sede permite que este clero, en lo que se refiere al servicio militar, esté sometido a las autoridades militares”.

La asistencia religiosa a los hombres de armas ha sido antigua en la Iglesia Católica y, por lo mismo, es antigua en nuestra patria, entroncando con la regulación que sobre estas materias existió en el período hispano. En Chile funcionaba el vicariato castrense dependiente del vicariato castrense español, régimen que existía cuando se produjo la independencia. Durante la guerra de independencia, numerosos fueron los capellanes que se incorporaron a las unidades existentes y a las nuevas, y correspondió a José Miguel Carrera y Manuel Muñoz Urzúa, miembros de la Junta que en esos momentos gobernaba Chile, el nombramiento del primer vicario castrense27, si bien este solo tenía nombramiento civil y no canónico. Este vicariato castrense sin erección canónica duró desde agosto de 1814 a julio de 1830. La supresión del mismo, sin embargo, no significó que los capellanes dejaran de existir, solo que ahora dependieron de los respectivos obispos28.

Pío IX creó en Chile la organización castrense en junio de 1850, encomendándola al arzobispo de Santiago, don Rafael Valentín Valdivieso, con duración de 14 años sucesivamente prorrogados. En la práctica, el arzobispo Valdivieso pasaba a ser el vicario general castrense, por las facultades que se le habían concedido y, si bien no tenía nombramiento del gobierno, sí contaba con su aprobación. Esta situación se mantuvo hasta el fallecimiento del arzobispo Valdivieso, oportunidad en la que León XIII prorrogó en mayo de 1879 dichas facultades, pero ahora no con carácter personal, sino para el Ordinario de Santiago, lo que facilitó el nombramiento de capellanes durante la Guerra del Pacífico.

Terminada esta guerra, Tacna y Arica siguieron perteneciendo en lo religioso al obispado de Arequipa, en tanto que en lo civil, político y administrativo dependían de Chile, El obispo de Arequipa puso en entredicho todas las parroquias de estas localidades, que habían quedado en manos de los vencedores, lo que significó que no se podía celebrar en ellas ningún acto litúrgico; quitó, además, las licencias a algunos sacerdotes a quienes se las había concedido, resultado de todo lo cual toda la provincia de Tacna quedó sin servicios religiosos. Esta situación movió a los gobernantes chilenos a pedir a la Santa Sede la creación de un vicariato castrense para Chile, lo que hizo san Pío X en 191029. El presidente Ramón Barros Luco promulgó posteriormente la ley 2.463 (1911) organizando la vicaría castrense30.

El nombramiento del vicario general era hecho “de acuerdo por la Santa Sede y el Presidente de la República”, según definía el artículo 1 de la ley 2.463, modalidad que no sufrió cambio con la separación entre la Iglesia y el Estado. En lo que miraba a la dependencia administrativa, el vicariato castrense dependía del Ministerio de Defensa Nacional31, en tanto que los servicios religiosos de cada instituto armado con sus capellanes dependían de las autoridades militares a través de los organismos internos que cada una de ellas definía32.

El Proyecto de concordato incluía un artículo que regulaba el tema de la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas, pero preciso es reconocer que no agregaba nada a lo que ya existía. Por de pronto, no era necesario definir que la actuación de los capellanes en lo referido a la cura de almas y ejercicio de su ministerio quedaba bajo la jurisdicción del Vicario General Castrense, porque esa era una materia definida por el derecho canónico que, aun cuando el pretendido concordato la callara, ocurriría de todas maneras. Nada se decía, en cambio, acerca del nombramiento del vicario general castrense, materia que, en todo caso, estaba sancionada por ley vigente en la que quedaban debidamente resguardados los derechos de ambas partes. Puede pensarse que esta ha sido la razón de la omisión. Era igualmente claro que, en lo referido “al servicio militar”, esto es, al servicio de los capellanes en cuanto miembros de una rama de las Fuerzas Armadas, quedaban administrativamente dependientes de las autoridades militares, como quedó claramente establecido en los reglamentos respectivos, de manera que en esta materia tampoco había estricta necesidad de una norma concordada. Y en cuanto a la extensión al Ejército de Chile de las exenciones otorgadas por la Santa Sede a otros ejércitos, no parece que ellas fueran muchas, habida consideración a que la fórmula técnica del Vicariato general castrense de Chile “constituye una de las primeras estructuras jerárquicas castrenses en sentido estricto que la Santa Sede crea para la atención de los militares”33. Si bien se habla de Ejército de Chile, dicha expresión no solo comprendía el ejército de tierra sino también a la Armada e, incluso, a aquellas reparticiones que serían establecidas con posterioridad.

En suma, se trataba de un artículo que debía estar presente en un concordato por la importancia de la materia a que se refería, pero que no aportaba nada nuevo a lo que ya existía, pues solo venía a sancionar de manera más solemne un régimen que ya existía y en el que estaban de acuerdo ambas partes concordantes.

Artículo 12º. “Los sacerdotes que bendijeren en Chile matrimonios celebrados conforme al rito católico asegurarán por todos los medios a su alcance la celebración por los contrayentes de matrimonio civil conforme a la ley chilena, y los Ordinarios dictarán en igual sentido providencias eficaces y velarán por su cabal observación”.

La ley de matrimonio civil de 1884 había establecido el matrimonio civil obligatorio como único matrimonio válido ante el Estado, sin perjuicio de que, como lo reconocía al artículo 1, era “libre para los contrayentes sujetarse o no a los requisitos y formalidades que prescribe la religión a que pertenecieren”, si bien “no se tomaran en cuenta esos requisitos y formalidades para decidir sobre la validez del matrimonio ni para reglar sus efectos civiles”. La existencia paralela, empero, de ambos matrimonio, el civil y el canónico, dio origen a un abuso: la celebración del matrimonio civil con una pareja y del matrimonio canónico con otra.

En el mensaje leído por el presidente Juan Luis Sanfuentes (1915-1920) en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso Nacional del año 191634, reconocía que “las disposiciones vigentes sobre matrimonio” continuaban dando origen a abusos que era indispensable conjurar, para lo cual “el Gobierno penetrado de la necesidad de asegurar la correcta constitución de la familia, y dentro de la armonía que anhela mantener en sus relaciones con la Iglesia, procura con especial interés dar a este asunto una solución patriótica, tranquila y que pueda ser de general aceptación”35. La solución al problema vino de los propios obispos quienes, previa autorización de la Santa Sede, impusieron a los fieles que se casaban canónicamente la obligación de hacerlo también civilmente, con lo cual se vio superado el problema, pero el matrimonio canónico no fue reconocido por la ley civil36 ni lo era por el Proyecto de concordato en el que tampoco se establecía la precedencia del matrimonio civil respecto del canónico.

El artículo 12º del Proyecto, en consecuencia, no hacía sino que consolidar la solución que se había dado al problema, sin agregar nada nuevo a lo que ya existía. Sin embargo, lo que había sido una solución ofrecida libremente por la Iglesia, se transformaba ahora, de alguna manera, en una obligación, pues la redacción imperativa de la norma, imponía a los sacerdotes asegurarse “por todos los medios a su alcance” de la celebración del matrimonio civil por parte de los contrayentes; y a los obispos dictar providencia eficaces en tal sentido y velar “por su cabal observación”. Se trataba de un compromiso adquirido con el Estado el que, consecuentemente, podía pedir cuentas de su cumplimiento.

Artículo 13º. “En la misa de los días domingos y del 18 de septiembre aniversario de la Independencia de Chile, los sacerdotes orarán por la prosperidad del país y la salud del Presidente de la República”.

No es para la Iglesia ninguna novedad orar por las autoridades, siendo la del papa Clemente Romano (91-101) la más antigua de las oraciones que se conocen por la autoridad política37. Durante el período indiano se rezaba por el rey de España38 y, nada más producida la independencia, un auto del gobernador eclesiástico de Santiago, del 2 de marzo de 1818, disponía que todos los sacerdotes seculares y regulares dijesen en el canon de la Misa “et status nostri potestatibus”, en lugar de “et Rege nostro Ferdinando”. De manera que no era necesario un artículo concordado para que ello fuera así. Se trataba, pues, de un artículo que nada agregaba a las relaciones entre la Iglesia y el Estado; acaso, lo único que hacía era precisar el modo de hacer unas oraciones que ya venían haciéndose desde el inicio de nuestra vida independiente.

Artículo 14º. “Ninguna parte del territorio de Chile dependerá de un obispo que tenga residencia fuera de las fronteras de la República”.

Parece claro que el origen de este artículo hay que situarlo en el conflicto suscitado en los territorios ocupados por el ejército chileno durante la Guerra del Pacífico: mientras los territorios ocupados quedaron sometidos a la autoridad política y militar de Chile, la jurisdicción eclesiástica siguió en manos de obispos peruanos o bolivianos, a quienes correspondía la atención pastoral de esos territorios. Resuelta que fue la situación de Antofagasta, el conflicto se suscitó en los territorios de Tacna y Arica de los que fueron expulsados los curas peruanos, por la directa influencia que ejercían en dichos territorios a favor del Perú. Preocupada del abandono espiritual de quienes allí vivían, la Santa Sede intentó facilitar una solución, animando a los gobiernos a ponerse de acuerdo y sugiriendo el envío de un clero extranjero ajeno al conflicto, pero cualquier solución encontró siempre el rechazo del obispo de Arequipa, fray Mariano Holguín, lo que llevó al gobierno chileno a pedir a la Santa Sede la creación de un vicariato castrense, erigido en 1910 por el papa Pío X. El conflicto, sin embargo, no se solucionó llegando el obispo arequipeño a decretar el entredicho local sobre todos los templos de Tacna y Arica, lo que impedía la celebración de cualquier función sagrada en ellos. El mismo prelado sostenía que la jurisdicción del vicario castrense solo se extendía a los militares y marinos, sus familias y a quienes, a cualquier título, formaran parte de dichos cuerpos armados, con lo que el pueblo común seguía quedando sin atención espiritual, lo que llevó al gobierno a disponer que se considerarían auxiliares del ejército a prácticamente toda la población chilena que residiera en Tacna y Arica39. El artículo, así, venía a hacerse cargo de un conflicto que aún estaba pendiente y que solo se solucionaría al año siguiente al firmarse el Tratado de Lima, el 28 de julio de 1929. El 29 de diciembre de ese mismo año, Pío XI creó la diócesis de Iquique.

Artículo 15º. “[inc. 1º La creación y modificación de los beneficios eclesiásticos, y de las comunidades religiosas, como también de sus casas y establecimientos, dependerá de las autoridades eclesiásticas competentes”. [inc. 2º] “Para el establecimiento en Chile de nuevas comunidades religiosas se requerirá autorización del Gobierno”. [inc. 3º] “Los extranjeros no podrán desempeñar los cargos de Superiores de Provincias40 de las comunidades religiosas de varones establecidas en Chile sin haber obtenido previamente autorización del Gobierno”.

La norma del inciso 1º se refiere a una materia estrictamente intraeclesial razón por la que no era procedente que ella quedara consignada en un acuerdo de carácter internacional, pues, como ya ha sucedido con algún otro artículo, la no inclusión de este inciso en nada afectaría el actuar de la Iglesia en esa materia; en estricto rigor, este inciso estaba de más.

No sucedía lo mismo con el inciso 2º. Mientras Chile formó parte de la monarquía hispana, diversas congregaciones religiosas41 se instalaron en su territorio. Dichas comunidades estaban amparadas por el derecho canónico que les reconocía su capacidad de actuar en el tráfico jurídico, con capacidad para poseer bienes y ser titulares de derechos y obligaciones, aunque no se utilizaba aún la categoría técnica de “persona jurídica” para comprenderlas genéricamente a todas. Esta capacidad les era reconocida por la monarquía, bastando para ello que fueran “Órdenes reconocidas”, expresión que usa uno de los más destacados juristas de la época42. Con todo, y no obstante reconocérseles esta capacidad, ello no implicaba que pudieran erigir conventos y monasterios a su arbitrio, sino que, para erigirlos, era menester obtener licencia real43 lo que quedó expresamente regulado en la Recopilación de Indias44.

Producida la independencia, el patronato ejercido sobre estas específicas personas eclesiásticas consistía en permitir su establecimiento en Chile, lo que se hizo utilizando como texto legal la Recopilación de Indias que se entendió que seguía vigente para estas materias. Numerosas fueron las congregaciones que, bajo el imperio de la Constitución de 1833, se instalaron en Chile, previa autorización de las autoridades republicanas45, pero siempre se entendió que lo que se hacía era solo darles la licencia para que dichas personas, cuya personalidad jurídica no se ponía en cuestión, pudieran instalarse en Chile46.

Producida la separación entre la Iglesia y el Estado en la Constitución de 1925 ya no fue necesaria esta licencia. De hecho, no hay decretos autorizando la instalación de nuevas congregaciones después de esa fecha, no obstante que nuevas congregaciones se instalaron con posterioridad47. Para la Iglesia quedaba muy claro que, producida la separación con el Estado, este ya no podría intervenir en las decisiones eclesiales. Y tanto fue así, que a pocos días de la entrada en vigencia de la nueva Constitución, Roma erigió siete obispados48, cuya creación había sido retrasada por la intervención estatal. Con esa misma libertad la Iglesia podía ahora disponer la instalación en Chile de nuevas congregaciones religiosas sin que fuere menester la autorización del Estado.

El Proyecto de concordato, sin embargo, vuelve sobre lo mismo, y, pretende continuar, ahora con la expresa aprobación de un concordato, con la vieja práctica patronatista de la licencia. Era claro que esto constituía una limitación al actuar de la Iglesia, del que se había desprendido con la Constitución de 1925, pero que daba al Estado una prerrogativa abusiva que se resistía a renunciar. Sorprende en esta materia, la falta de congruencia de las autoridades chilenas que, por un lado buscan la separación de la Iglesia y el Estado, pero, por otro, se resisten a aceptar las consecuencias de una separación buscada por ellos mismos.

Esta pretendida licencia que se exigía a las congregaciones religiosas para establecerse, además, traía efectos, pues según el artículo 20º del Proyecto, “Conforme a la legislación chilena, las iglesias, los Ordinarios, las parroquias y las comunidades religiosas legalmente establecidas en Chile estarán facultadas para adquirir, poseer, ceder y administrar, ciñéndose a las reglas del Derecho Canónico, sus bienes muebles e inmuebles, como también para comparecer ante las autoridades del Estado en resguardo de sus derechos civiles”. No contar con la licencia para establecerse en Chile dejaba a las congregaciones religiosas simplemente al margen de la ley y de toda actuación jurídica.

En el inciso 3º de este artículo se agregaba algo que resultaba novedoso y, peor aún, limitativo para el actuar de la Iglesia. El Proyecto empleaba la misma denominación utilizada por el Código Civil en el artículo 547 inciso 2º que, situado en el título referido a las personas jurídicas, excluía a las “comunidades religiosas” de las normas que regulaban a las personas jurídicas de derecho privado. Se trataba de una expresión amplia que comprendía las diversas formas de vida consagrada que existían en la Iglesia, las que, cualquiera fuese su configuración canónica49, quedaban comprendidas tanto en la norma codicial como en el Proyecto. No había existido durante el periodo anterior una limitación como la que ahora se proponía, en orden a limitar la designación de los superiores provinciales solo a los que tuvieran la nacionalidad chilena, dejando supeditada la designación de los extranjeros a la previa autorización del gobierno. Algo similar se establecía en lo referido a los párrocos en el artículo 23º del Proyecto.

La limitación era evidente, al punto que, de haber sido firmado este concordato, no habrían podido desempeñarse al frente de las provincias religiosas personas de otras nacionalidades, como de hecho sucedió a lo largo del siglo XX, sin que en los casos en que ello ocurrió la Iglesia tuviese la menor interferencia del gobierno de Chile.

Artículo 16º.

La designación de Arzobispo y Obispo corresponde a la Santa Sede. Su Santidad se dignará consultar al Presidente de la República antes de nombrar al Arzobispo y a los Obispos Diocesanos, a los Coadjutores con derecho de sucesión y al Vicario General Castrense, a fin de cerciorarse de que el Presidente no tiene objeciones de carácter político que oponer a los candidatos”.

El más importante de los derechos que otorgó a los monarcas españoles el patronato concedido por la Santa Sede respecto de la iglesia indiana fue el derecho de presentación de los candidatos que debían ser nombrados obispos en alguna sede americana. El monarca no tenía derecho a nombrarlos él personalmente, pero tenía una gran intervención en su designación. Desde 1508 hasta la independencia no se proveyó ningún arzobispado ni obispado en Indias sin la previa presentación real50. Las autoridades chilenas continuaron unilateralmente con esta práctica después de la independencia, sin que les hubiese sido reconocido este derecho por la Santa Sede, el que, no obstante, fue expresamente establecido en las constituciones de 1822 (art. 97), 1823 (art. 18), 1828 (art. 83) y 1833 (arts. 82 nº 8, 104 y 39 nº 3).

Desde el principio, aunque se trataba claramente de un abuso de las autoridades republicanas, el papa siempre admitió al candidato que le proponía el Presidente de la República. Más aún, la Santa Sede no tomaba la iniciativa sino que esperaba que el Presidente propusiera el candidato, actitud que fue permanente, y que puede explicarse en el buen sentido con que el gobierno chileno propuso siempre candidatos dignos del episcopado. Así, durante la vigencia de la Constitución de 1833 fueron elegidos 19 obispos residenciales, sin contar los traslados, y cinco arzobispos de Santiago. Además, fueron propuestos al Papa otros candidatos al episcopado sin invocar el derecho de patronato, siendo acogidas por el Romano Pontífice la mayoría de tales proposiciones51.

La Constitución de 1925 derogó los referidos artículos de la Constitución de 1833 y las leyes existentes sobre las materias reguladas por los mismos en la primera de sus disposiciones transitorias. Consecuente con eso, el mismo día de la entrada en vigencia de la nueva Constitución, esto es, el 18 de octubre de 1925, la Santa Sede procedió a erigir siete obispados52, los que fueron proveídos poco después con sus respectivos obispos residenciales sin que hubiese mediado presentación alguna por parte del Estado de Chile. “Desde entonces, para la elección de los obispos de Chile, siendo de entera libertad de la Santa Sede, se sigue sus procedimientos propios, sin intervención alguna de la autoridad civil, excepto el caso del obispo castrense”53.

Fechada en Roma 18 de febrero de 1928, esto es, cuando se estaba afinando en Chile el Proyecto de concordato, el embajador de Chile ante la Santa Sede, Ramón Subercaseaux, dirigió una nota54 el cardenal Pedro Gasparri, secretario de Estado de Pío XI, en la que le manifestaba que el Gobierno de Chile estaba “muy interesado… en evitar qualquiera [sic] situación equívoca cuando se presente la ocasión de designar algún nuevo titular para las Diócesis de Chile, las cuales son ahora relativamente numerosas. Su propósito es, naturalmente, de proceder siempre siguiendo el camino que le traza la Constitución del Estado; pero previniendo, dentro de la amistad sincera que lo liga con la Santa Sede, no solo el fiel cumplimiento de esta obligación sino también la de evitar diversidad de apreciaciones de personas como las que suelen suceder, y que no siempre encuentran pronta solución”. Parece claro, a propósito de esta última observación, que el embajador tiene en mente la designación del sucesor del arzobispo Rafael Valentín Valdivieso (1847-1878), en la que el serio desencuentro entre el gobierno de Chile y la Santa Sede llevó a la suspensión de las relaciones diplomáticas y a una larga vacante55 que finalmente se solucionó bajo la presidencia de José Manuel Balmaceda con la designación de Mariano Casanova (1886-1908). Continuaba el embajador manifestando su deseo de informar al gobierno chileno “como piensa proceder la Santa Sede cuando por primera vez se presente el caso. No creo abusar de la probada benevolencia de Vuestra Eminencia pidiéndole que tenga a bien comunicármelo para hacer llegar a mi Gobierno, de una manera privada y discreta, el pensamiento de la Santa Sede”.

La respuesta del Secretario de Estado no se hizo esperar56 , pues el 24 de febrero de 1928 respondía al embajador que con ocasión de la provisión de las diócesis que vacaren a futuro en Chile la Santa Sede, para hacer uso de un acto de “amigable cortesía” hacia el gobierno de la República de Chile, estaba dispuesta “a darle comunicación del nombre del eclesiástico que ha sido nombrado obispo, antes de que el nombramiento se haga público, de manera que el Gobierno no tenga que conocerlo por la prensa”57 . Era claro que la Santa Sede estaba del todo consciente que la separación entre la Iglesia y el Estado había significado la desaparición del patronato con la consiguiente intervención del gobierno de Chile en la designación de los obispos; no solo lo había puesto en obra al designar los siete obispos de las siete nuevas diócesis creadas en 1925, dos de los cuales habían sido creados obispos en dicha ocasión58 , sino que ahora refrendaba su nueva forma de actuar mediante una comunicación formal al gobierno chileno.

Nuevamente nos encontramos con que el gobierno chileno no deseaba asumir en pleno las consecuencias de la separación entre la Iglesia y el Estado y no quería perder la posibilidad de seguir interviniendo en asuntos eclesiásticos, ahora, en el tema tan delicado e importante del nombramiento de los obispos. Era claro que con el nuevo régimen de separación no podía pedir continuar con el derecho de presentación que era el que prácticamente definía el patronato, pero deseaba, en todo caso, alguna intervención previa al nombramiento. En el nombramiento del vicario general castrense el gobierno tenía una clara y definida intervención, la que había quedado reconocida en la ley que lo creó. Pero no sucedía lo mismo respecto de los arzobispos, obispos diocesanos y obispos coadjutores con derecho a sucesión que, en todo caso, eran los más numerosos. La pretensión del gobierno chileno implicaba una evidente pérdida de libertad para la Iglesia en esta materia, pues la comunicación que debía hacer la Santa Sede debía ser anterior a la definitiva designación del candidato en el que estaba pensando para que la posible objeción tuviera algún efecto. El Proyecto, sin embargo, tan solo se limitaba a enunciar el derecho que solicitaba el gobierno, pero nada decía sobre cómo se actuaría para el evento de que el gobierno tuviera “objeciones de carácter político” respecto del candidato cuyo nombre tenía que ser comunicado al gobierno antes de que la Santa Sede hiciera el nombramiento: ¿era vinculante para la Santa Sede? ¿era tan solo una manifestación de intenciones que dejaba incólume la libertad de la Santa Sede? Se trataba, en todo caso, de una propuesta que establecía una limitación al actuar de la Iglesia que no se condecía con el nuevo régimen de separación que se había inaugurado en 1925. La no aceptación de este Proyecto por parte de la Santa Sede permitió que en los años siguientes, hasta la actualidad, la designación de los nuevos obispos fuera hecha sin intervención alguna del gobierno.

Artículo 17º. “Los Ordinarios, Coadjutores con derecho de sucesión y Vicario General Castrense a que se refiere el artículo 16º, antes de asumir sus funciones, prestarán ante el Presidente de la República el juramento siguiente: ‘Ante Dios y sobre los Santos Evangelios juro y prometo como Obispo fidelidad a la República de Chile. Juro y prometo respetar con toda lealtad y hacer respetar por el clero de mi dependencia al Gobierno establecido por la Constitución. Juro y prometo no participar en ningún acuerdo o acción que pueda atentar contra Chile o el orden público, no permitir a mi clero participar en semejantes actos, velar por el bien y el interés del Estado y tratar de evitarle todo peligro que lo amenace’”.

Durante el período indiano, los arzobispos y obispos, antes de que se les entregaran las cartas de presentación, debían hacer un juramento solemne ante escribano y testigos “de no contravenir en tiempo alguno, ni por ninguna manera a nuestro patronato real, y que le guardarán y cumplirán en todo y por todo, como en él se contiene, llanamente y sin impedimento alguno59 . Producida que fue la independencia, las nuevas autoridades siguieron con esta práctica indiana por lo que, una vez instituido por la Santa Sede, el nuevo prelado debía hacer un “juramento civil” que consistía en prometer acatar el derecho de patronato entendido según el conjunto de las disposiciones de la Constitución de 1833. Se exigió a los obispos desde 1841 y en él debían prometer, además, “no dar cumplimiento a ninguna bula, rescripto o resolución pontificia de cualquiera clase, sin que antes haya obtenido el exequátur de la autoridad competente”. Rafael Valentín Valdivieso, que prestó dicho juramento, consultó posteriormente a la Santa Sede, siendo declarado nulo por Pío IX (1846-1878) en declaración que se hizo pública en 185860 . Después de esta condenación le correspondió jurar al electo obispo de La Serena, José Manuel Orrego, quien lo hizo con la siguiente fórmula propuesta por el Gobierno: “Juro guardar y hacer guardar en el ejercicio del episcopado la Constitución y las leyes de la República”, si bien hizo la salvedad de que en la palabra leyes no comprendía las que fuesen contrarias a la ley divina, salvedad que no sentó bien en el Gobierno. Cuando le correspondió hacer el juramento a Mariano Casanova, elegido arzobispo de Santiago, se convino en una nueva fórmula: “¿Juráis, en el cumplimiento de vuestros deberes como obispo, guardar y hacer guardar las leyes y la Constitución de la República?”. Aclarando esta fórmula, en una carta dirigida por el presidente José Manuel Balmaceda al arzobispo Mariano Casanova, le decía que “no pueden entenderse en caso alguno que en el cumplimiento de sus deberes como obispo católico, le sea lícito desobedecer la doctrina y la autoridad de la Iglesia”61. Fue la fórmula que siguió utilizándose62.

Tras la separación entre la Iglesia y el Estado el juramento civil de los obispos ya no era exigible. Sin embargo, una vez más el Gobierno se resistía a desprenderse de esta práctica, no aceptando la consecuencia lógica de la decisión de la separación entre ambos poderes. Peor aún, la fórmula que ofrecía era claramente más restrictiva que la que se había utilizado en los años inmediatamente anteriores.

Artículo 18º. “La enseñanza religiosa figurará en los planes de estudio de todas las escuelas públicas de Chile para los alumnos cuyos padres o guardadores manifiesten al Director del establecimiento su deseo de que la reciban sus hijos o pupilos. Darán esta enseñanza maestros nombrados de entre las personas autorizadas por los Ordinarios para enseñar religión, y en caso de que el Ordinario respectivo retire la autorización ya dada a un maestro, este quedará privado del derecho de enseñar religión”.

Disponía el Código de Derecho Canónico que todos los fieles debían ser educados desde su infancia de tal suerte que, no solo se les enseñase ninguna cosa contraria a la religión católica y a la honestidad de costumbres, sino que debía ocupar el primer puesto la instrucción religiosa y moral (can. 1372 § 1), derecho y deber “gravísimo” que no solo competía a los padres, sino también cuantos hacían sus veces (can. 1372 § 2). Por otra parte, la formación religiosa de la juventud “en cualesquiera escuela” estaba sujeta a la autoridad e inspección de la Iglesia (can. 1381 § 1), teniendo el ordinario del lugar el derecho de aprobar los profesores y los libros de religión, y exigir que, por motivos de religión y costumbre, fuesen retirados tanto los profesores como los libros (can. 1381 § 3). El Proyecto se presentaba, así, respetuoso con el derecho canónico, pero tenía algunas novedades.

La primera afirmación que hacía era que la enseñanza religiosa figuraría en los planes de estudio de todas las escuelas públicas, afirmación no menor si tenemos en cuenta que desde el siglo anterior la enseñanza de la religión en la escuela pública había sido uno de los temas que enfrentaban a la Iglesia y los sectores liberales y radicales del país, y que seguiría siendo debatido en los años siguientes63. Pero dicha enseñanza sería proporcionada solo a los alumnos cuyos padres o guardadores manifestaren al director del establecimiento su deseo de que sus hijos o pupilos la recibieren. No era esto una novedad, pues la ley que regulaba la instrucción primaria obligatoria64 disponía en su artículo 16 inciso 5º que “los padres o guardadores podrán eximir de la clase de doctrina cristiana a sus hijos o pupilos, manifestándolo por escrito a la Junta Comunal”.

Si lo anterior no venía sino que a refrendar, por un acuerdo internacional, lo que ya estaba regulado en la legislación vigente, la segunda parte de este artículo introducía una novedad, pues la enseñanza de la religión sería dada por “personas autorizadas por los Ordinarios para enseñar religión”. El artículo no reservaba la enseñanza de la religión a los sacerdotes, como había ocurrido hasta ese momento, sino que hablaba genéricamente de “personas autorizadas”. Pocos meses después de que se presentara este Proyecto de concordato en el Vaticano, se autorizó a los seglares para hacer la clase de religión65, lo que “es uno de los [hechos] más relevantes de la legislación religiosa. Pues es el que permite que los primeros laicos puedan hacer clases de religión en las escuelas fiscales”66. Aunque este decreto tuvo dificultades en su vigencia, el que los laicos pudieran ser profesores de religión quedó legalmente sancionado en la ley 6.477, de 193967. Estaba, pues, en el ánimo del gobierno que esta parte del artículo propuesto se hiciera realidad, como de hecho ocurrió.

Y algo similar se puede decir del último paso de este artículo según el cual, cuando el ordinario local retirase la autorización otorgada al profesor de religión para enseñar dicha disciplina, el profesor quedaba legalmente privado del derecho de enseñarla. Es derecho vigente hoy en Chile, pues es exigencia legal que todo profesor de religión cuente con un certificado de idoneidad otorgado por la autoridad religiosa correspondiente, cuya validez durará mientras dicha autoridad no lo revoque68, exigencia que ha dado lugar a algunos pronunciamientos judiciales que han reconocido el derecho que tiene la Iglesia Católica para privar a un profesor de la posibilidad de seguir siendo profesor de religión al revocarle el certificado de idoneidad69. De manera que, igualmente lo propuesto por este artículo sería una realidad en Chile sancionada legalmente, aunque el artículo propuesto no fuera finalmente aprobado. En otras palabras, este artículo venía a reconocer una realidad que ya estaba presente en Chile y que, en los años sucesivos, seguiría discurriendo por la misma vía por la que originalmente se había encauzado, a pesar de los esfuerzos de algunos de que la enseñanza de la religión desapareciera de la escuela pública. Está claro que su aprobación habría dado más fuerza a la ley vigente.

Artículo 19º “[inc. 1º] Los bienes pertenecientes a la Iglesia no serán sometidos a resoluciones o actos jurídicos que puedan modificar su destinación sin consentimiento de las autoridades eclesiásticas, salvo en los casos previstos en la ley respecto de expropiaciones por causa de utilidad pública . [inc. 2º] En estos casos la destinación de los inmuebles consagrados exclusivamente al culto divino, tales como las iglesias o sus dotaciones, será modificada una vez que la respectiva autoridad eclesiástica, notificada oportunamente, haya podido levantarles su carácter sagrado. [inc. 3º] No se procederá a ninguna construcción, modificación o restauración de iglesias o capillas sino conforme a las prescripciones del derecho común que estén en vigencia con respecto a tales trabajos”.

Se trata de un artículo que no agrega nada nuevo a la condición de los bienes de la Iglesia de cara al derecho del Estado, salvo el hecho de establecer un acto de gentileza hacia la autoridad eclesiástica, pero que deja intactos los derechos del Estado para intervenir en los bienes eclesiásticos. En el inciso 1º, después de hacer una afirmación solemne, que puede impresionar de entrada, deja de inmediato a salvo los derechos del Estado en lo referido a las expropiaciones por causa de utilidad pública , con lo que la afirmación anterior queda del todo relativizada, porque los bienes eclesiásticos quedan expuestos a expropiación como lo pueden estar los bienes de cualquier ciudadano. Pero cuando se trata de bienes destinados al culto divino, dichos bienes están sometidos a un régimen canónico especial que es preciso respetar para dedicarlos a otros fines; en efecto, el canon 1154 del Código de Derecho Canónico vigente en 1928 disponía que “son lugares sagrados aquellos que se destinan al culto divino o a la sepultura de los fieles mediante la consagración o la bendición que a ese efecto prescriben los libros litúrgicos aprobados”, de manera que “si alguna iglesia no pudiera de ningún modo emplearse para el culto divino… puede el Ordinario local reducirla a usos profanos no sórdidos” (can. 1187). El artículo del Proyecto no otorgaba ningún derecho especial a la Iglesia y solo se limitaba a establecer un acto de gentileza previo destinado a poner en conocimiento de la autoridad eclesiástica la decisión que había sido adoptada respecto de uno de dichos bienes, para que, dentro del plazo oportuno, la autoridad eclesiástica pudiese “levantarles el carácter sagrado”. El inciso 3º tampoco aportaba nada nuevo, pues solo afirmaba que la Iglesia quedaba del todo sometida a la legislación chilena en lo referido a construcción, modificación o restauración de iglesias y capillas; al igual que sucedía con cualquier ciudadano respecto de sus propios bienes inmuebles. Con todo, es de notar que el Estado se hacía eco de lo establecido por el derecho canónico y era respetuoso con el ordenamiento jurídico de la Iglesia, a la que le daba la oportunidad de poder actuar conforme a él, sin perjuicio de verse en la necesidad de tener que acatar un acto decidido unilateralmente por el Estado.

Artículo 20º. “Conforme a la legislación chilena, las Iglesias, los Ordinarios, las parroquias y las comunidades religiosas legalmente establecidas en Chile estarán facultadas para adquirir, poseer, ceder y administrar, ciñéndose a las reglas del derecho canónico, sus bienes muebles e inmuebles, como también para comparecer ante las autoridades del Estado en resguardo de sus derechos civiles”.

Se volvía a abordar de la personalidad jurídica de la Iglesia, sin entrar a definir la calidad de la misma, si de derecho público o de derecho privado, pero describiendo las principales facultades que una y otra otorgan a la entidad que la posee. Se utilizaba la terminología del Código Civil en su artículo 547 inciso 2º, esto es “iglesias” y “comunidades religiosas”, a las que se añadían “los Ordinarios”. Era pacífico en la doctrina que con la palabra “iglesias” el Código Civil se refería a “las distintas subdivisiones de la Iglesia Católica a las que el derecho canónico reconoce personalidad”70, pues el empleo en plural del término “iglesias” era una manifestación “de que los redactores del Código Civil no colocaban el principio de la personalidad de los establecimientos o instituciones religiosas nacionales, desde el punto de vista del derecho civil, en la Iglesia Católica, en general, en la universalidad de los fieles (coetus fidelium), sino en los institutos religiosos, que constituyen sus organismos”71. Así, quedaban incluidos las parroquias, los obispados y los arzobispados, entre otros. Pero el artículo agregaba a los “Ordinarios”. Conforme al canon 198 § 1, “bajo el nombre de Ordinario se entiende en derecho, a no ser que alguno se halle expresamente exceptuado, además del Romano Pontífice, el obispo residencial, el abad o prelado nullius y el vicario general de ellos, el administrador, el vicario y el prefecto apostólico, cada uno para su territorio, y asimismo aquellos que, faltando los mencionados, les suceden entretanto en el gobierno, por prescripción del derecho o conforme a constituciones aprobadas, y para sus súbditos los superiores mayores de las religiones clericales exentas”. El artículo en análisis, así, agregaba una categoría personal –Ordinario– a las dos categorías institucionales individualizadas en el Código Civil –iglesias y comunidades religiosas–, introduciendo un elemento que complicaba la interpretación de la norma, porque era claro que lo que el artículo 20 del Proyecto lo que deseaba era reconocer la capacidad de actuación jurídica de las personas jurídicas vinculadas a la Iglesia y no la de las personas naturales. Por lo demás, los territorios que quedaban sometidos a la autoridad de un Ordinario, al ser divisiones de la Iglesia, ya estaban incluidos en la palabra “iglesias”. Y lo mismo puede decirse de los superiores mayores, incluidos en las “comunidades religiosas”.

En lo referido a las comunidades religiosas, el artículo introducía una limitación, pues no se trataba simplemente de reconocer la capacidad patrimonial de cualquier comunidad religiosa, sino solo de aquellas que estaban “legalmente establecidas” y hemos visto en el artículo 15 inciso 2º del Proyecto que “para el establecimiento en Chile de nuevas comunidades religiosas se requerirá autorización del gobierno”.

Con todo, este artículo venía a dar reconocimiento internacional, con la limitación que acabo de mencionar, a lo que venía haciéndose desde siempre en Chile en relación con los bienes eclesiásticos, esto es, la aplicación a los mismos de las normas del derecho canónico. En otras palabras, se consolidaba una situación que tenía larga historia en Chile. El mérito estaba en que se salía al paso de quienes, producida que había sido la separación entre la Iglesia y el Estado, alegaban que el régimen de los bienes eclesiásticos quedaba sometido al derecho común, desconociendo la aplicación del derecho de la Iglesia, al menos para los que se adquirieran a futuro.

Artículo 21º. “Podrán establecerse y administrarse en Chile cementerios católicos de acuerdo con la legislación chilena y el derecho canónico”.

Los cementerios parroquiales eran lugares de culto y tierra bendita –camposanto– por lo que no podían ser enterrados en ellos quienes, conforme al derecho canónico, eran indignos de sepultura eclesiástica. En 1871 se negó la sepultura en cementerio eclesiástico a una prominente figura que vivía desde hacía años en público concubinato72, con lo que se inició una larga discusión no exenta de pasión, al final de la cual el Estado autorizó la sepultación en los cementerios parroquiales73 y la Iglesia la sepultación eclesiástica en los cementerios laicos con bendición del terreno de la sepultura en cada caso.

Un tema que había suscitada tantas tensiones entre la Iglesia y el Estado no podía estar ausente en un Proyecto de concordato, pero, como las tensiones habían sido superadas y se había llegado a una solución aceptada por ambas partes, el Proyecto en su artículo 21º se limitaba a recoger el derecho que tenía la Iglesia para establecer y administrar cementerios.

Artículo 22º. “Los eclesiásticos y los fieles católicos que se encuentren fuera de su diócesis quedarán sometidos al Ordinario local del punto donde residan actualmente, según las reglas del derecho canónico”.

Se trataba de una materia del todo intraeclesial que, por lo mismo, quedaba del todo entregada a la regulación del derecho canónico, de manera que no correspondía incluir en un concordato, pues no era el Estado el que tenía que resolver sobre ella, sobre todo en un tiempo en que se había producido la separación entre el Estado y la Iglesia, lo que le impedía a aquel a entrometerse en materias propias de la disciplina eclesial. Quizá lo único rescatable de este artículo era el reconocimiento expreso que el mismo hacía del derecho canónico, pero tampoco en esto era novedoso, pues desde la entrada en vigencia del Código Civil se había entendido que “las iglesias” y las “comunidades religiosas” se regían por el derecho canónico, lo que siguió afirmándose después de la entrada en vigencia de la Constitución de 1925, a pesar de que una posición minoritaria lo puso en duda74.

Artículo 23º. Queda reconocido el derecho que asiste a las autoridades eclesiásticas competentes para proveer los beneficios, funciones y cargos eclesiásticos de conformidad al derecho canónico, pero en el territorio de Chile no podrán obtener beneficios parroquiales las personas que desarrollen actividades contrarias al orden público o a la seguridad del Estado, ni los extranjeros no nacionalizados, salvo, en el caso de estos últimos, que el Gobierno diere autorización para el efecto”.

Nuevamente nos encontramos con un reconocimiento expreso de la autonomía de la Iglesia para actuar conforme a su propio derecho, pero a renglón seguido se reducía dicha autonomía. La limitación era evidente, al punto que, de haber sido firmado este concordato, no habrían podido desempeñarse al frente de parroquias personas de otras nacionalidades, como de hecho sucedió a lo largo del siglo XX75, sin que en los casos en que ello sucedió la Iglesia tuviese la menor interferencia del gobierno de Chile. Más aún, es posible pensar que habría tenido serias dificultades la implementación en Chile de aquellas iniciativas que empezaron a surgir en la Iglesia universal76, tendentes a apoyar con sacerdotes y religiosos de otras nacionalidades a las iglesias particulares que sufrían grave escasez del clero. Por otra parte, se impedía obtener beneficios parroquiales a las personas que desarrollaren actividades contrarias al orden público o a la seguridad del Estado, pero ¿quién calificaba dichas actividades? ¿el Estado unilateralmente?, ¿qué pasaba si la Iglesia calificaba dichas actividades de otra manera? Se trataba de un artículo llamado a generar tensiones entre la Iglesia y el Estado, es decir, hacía precisamente lo contrario que se pretendía con un concordato, esto es, facilitar las relaciones entre ambos poderes.

Artículo 24º. Las autoridades de la República podrán formular acusaciones contra cualquier eclesiástico a causa de actividades contrarias al orden público o a la seguridad del Estado, en demanda de medidas eclesiásticas contra él. Estas acusaciones se presentarán al Ordinario respectivo, el cual las considerará y resolverá, tomando las medidas adecuadas en el mejor [sic, ¿menor?] plazo posible. Si se produjere desacuerdo, lo resolverá una Comisión compuesta de dos eclesiásticos nombrados por la Santa Sede y dos delegados nombrados por el Gobierno”.

Por de pronto, se trataba de un actuar de las autoridades del Estado respecto de conductas de un eclesiástico que las propias autoridades estatales consideraban contrarias al orden público o a la seguridad del Estado; la calificación de las mismas era unilateral. Por otra parte, se trataba del actuar de autoridades estatales ante autoridades eclesiásticas, sin perjuicio del actuar de las mismas autoridades civiles ante los tribunales del Estado por las mismas conductas. Pero no se trataba de una simple manifestación del desagrado que las autoridades civiles podían tener del actuar de un eclesiástico, sino de un requerimiento formal “en demanda de medidas eclesiásticas contra él”, lo que venía a establecer una evidente limitación a la libertad de acción de la Iglesia que debía responder al requerimiento de las autoridades civiles.

Me parece que estamos ante un artículo que, como el anterior, estaba llamado a generar conflictos no menores entre la Iglesia y el Estado, pues es posible pensar que la calificación de dichas conductas no necesariamente debía ser coincidente entre ambas autoridades, como la historia posterior ha mostrado. La misma visión tenían los redactores del Proyecto, toda vez que el mismo artículo ofrecía una solución que, sin embargo, no parece la más adecuada por el número par de sus componentes.

Artículo 25º. Si algún eclesiástico o religioso fuere acusado ante los tribunales chilenos por crímenes previstos en las leyes de la República, el tribunal respectivo informará sin pérdida de tiempo al Ordinario correspondiente y le transmitirá el auto de acusación y, en su oportunidad, la sentencia con sus considerandos”.

Justo Donoso77 definía el privilegio del fuero, al que calificaba de “famoso” como aquel en virtud del cual “ningún tribunal ni juez civil puede conocer en las causas criminales, ni aun en las civiles, de los clérigos, conocimiento que es reservado exclusivamente al juez eclesiástico”. Dicho privilegio, sin embargo, fue derogado en Chile en 1875 con la ley de organización y atribuciones de los tribunales, conjuntamente con el recurso de fuerza, derogación en la que hubo una expresa intervención de los obispos de Chile y de la Santa Sede78. Este artículo del Proyecto venía a confirmar dicha supresión, ahora mediante un reconocimiento expreso de la Santa Sede. El artículo en cuestión se limitaba a establecer un gesto de simple cortesía de las autoridades judiciales chilenas hacia las autoridades eclesiásticas respectivas, sin que dichos gestos vinieran a agregar o quitar nada a la materia vigente.

Artículo 26º. “En caso de arresto o prisión de un eclesiástico o religioso, las autoridades civiles procederán con todas las consideraciones debidas a su carácter y rango eclesiástico, y, en cuanto lo permitan las condiciones y el régimen del establecimiento penal en que debiere ingresar, se le señalará local de reclusión separado, a menos que el Ordinario competente lo haya privado de la dignidad eclesiástica”.

Vinculado al artículo 25º que antecede, supuesto que el eclesiástico o religiosos ha de ser juzgado por un tribunal de la república, se establecen en este artículo condiciones especiales para el evento de su arresto o prisión. Se trataba, igualmente, de un gesto de gentileza del Estado hacia quienes tenían dicha calidad, pues el trato especial desaparecía cuando habían sido privados de la dignidad eclesiástica y, en todo caso, dicho tratamiento quedaba entregado a que lo permitieran el régimen y las condiciones del establecimiento penal en que debía ingresar.

Artículo 27º. “Quedan derogadas todas las disposiciones legales, reglamentarias o administrativas vigentes en Chile que fueren contrarias a las que el presente Concordato contiene”.

Artículo 28º. “El presente Concordato será ratificado y sus ratificaciones serán canjeadas en esta Capital tan pronto como sea posible”.

Artículo 29º. “La vigencia de este Concordato será de diez años contados desde el día del canje de sus ratificaciones, pero, vencido este término, continuará en vigor hasta que una de las Partes signatarias notifique a la Otra, con aviso previo de un año, su resolución de ponerle término”.

[Cláusula final] “En fe de lo cual los infrascritos Plenipotenciarios firman y sellan en doble ejemplar el presente Concordato, en Santiago, a … de … de mil novecientos veintiocho”.

4. CONCLUSIONES

Llegados al final de esta primera lectura del que fuera un primer proyecto de concordato presentado por el Estado de Chile ante la Santa Sede en 1928, podemos sintetizar su contenido en las siguientes conclusiones:

        1. Lo primero que llama la atención es la persistencia de viejas prácticas regalistas que se suponía quedaban definitivamente superadas con la separación entre la Iglesia y el Estado. Parece que el gobierno de Chile no estaba, a pesar de todo, dispuesto a dejar de lado las posibilidades de intervención en la Iglesia que le brindaba el patronato. Pero como el régimen de separación implicaba que dichas prácticas quedaban abolidas, se pretendía ahora recuperarlas en base a un acuerdo internacional que dejaba vinculada a la Iglesia. Tales eran, principalmente, la autorización para el establecimiento de nuevas comunidades religiosas y el juramento civil de los obispos. El auxilio del brazo secular, que también se ofrece, aparece como una pobre compensación a la pérdida de libertad que suponían las otras dos limitaciones.

        2. El Estado de Chile no se limitaba a tratar de revivir partes del patronato, sino que pretendían instalar nuevas limitaciones, en parte, relacionadas con prácticas anteriores, como la notificación previa al nombramiento de los obispos, y en parte novedosas, como la limitación en el nombramiento de extranjeros en beneficios parroquiales y en oficios provinciales de comunidades religiosas masculinas.

        3. Al establecer que ningún territorio de la república dependería en lo espiritual de obispos residentes fuera del territorio de la república, lo que tenía su origen en experiencias recientes a la fecha del Proyecto todavía no del todo solucionadas, se trataba de ofrecer una solución internacional a un problema aun pendiente.

        4. A la luz de lo anterior, es claro que el Proyecto de concordato no convenía a la Iglesia, pues significaba para ella perder espacios de libertad que había alcanzado en 1925 con la separación del Estado.

        5. Algunos artículos del Proyecto de concordato venían a reconocer situaciones que se encontraban consolidadas y que, por lo mismo, no ofrecían ninguna novedad, pues la legislación del Estado las regulaba suficientemente. Tal era el caso del matrimonio, del vicariato castrense, de los cementerios y de la enseñanza religiosa. Quizá lo interesante era que dichas materias no quedaban entregadas solo a la regulación unilateral del Estado, sino que quedaban consolidadas con un acuerdo internacional. Pero los hechos posteriores han mostrado que la falta de concordato no ha sido obstáculo para el normal funcionamiento de las mismas.

        6. Siempre en el sentido de la consolidación de situaciones existentes, un artículo venía a reconocer un espacio de libertad adquirido por la Iglesia después del abandono de la confesionalidad del Estado, como era el de la libre comunicación de los prelados con Roma, lo que, en todo caso, no necesitaba de un acuerdo internacional para que se llevare a la práctica.

        7. Hay otros artículos que nada agregaban a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, pues recogían materias que constituían la práctica constante existente por entonces, como las oraciones por el Estado y el Presidente de la República.

        8. En lo referido a la personalidad jurídica de la Iglesia, materia que era de interés dejar bien en claro por la discusión que se había suscitado a partir de la Constitución de 1925, el Proyecto no se pronunciaba en forma clara, si bien reconocía la capacidad de la Iglesia para adquirir, administrar y disponer de sus bienes, lo que, en todo caso, no modificaba en nada la realidad ya existente y que los hechos y el derecho posteriores confirmaron.

        9. Hay alguna materia, en concreto, la seguridad social de los eclesiásticos, en la que el proyecto tan solo promete que se hará lo conveniente para regularlo. A pesar de los años y de los intentos formales realizados al efecto, esa materia continúa sin una solución efectiva por el derecho del Estado, por lo que, quizá, el concordato, de haberse firmado, hubiese permitido solucionarlo o, al menos, habría sido un acicate para hacerlo. Lo cierto es que hasta ahora no ha habido nada.

        10. Hay algunos artículos que ofrecían simples actos de cortesía hacia la Iglesia o sus ministros. Como tales, son bienvenidos, porque significaban un reconocimiento de la Iglesia, pero que, a efectos prácticos, no aportaban nada significativo sino que, más bien, parecían bálsamos para mitigar las fuertes limitaciones que el Proyecto intentaba introducir.

        11. Un balance general, a la luz de lo anterior, permite enjuiciar negativamente el Proyecto en su conjunto. Tenía elementos rescatables que podían haber servido para un concordato beneficioso para ambas partes, pero, tal como estaba redactado, el beneficio era más bien unilateral para el Estado. Ello explica la reacción de Pío XI que, en conocimiento del mismo, decidió dejar las cosas tal cual, pues como el gobierno no concedía nada o casi nada mientras pedía muchísimas cosas, no obstante el régimen de separación, “así planteado el concordato, no se ve para la Santa Sede la oportunidad de hacerlo. Podemos ir viviendo sin concordato”. Y así se ha vivido.


NOTAS

* Catedrático de Historia del Derecho y de Derecho Canónico en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid; Doctor en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad Santo Tomas in Urbe (Angelicum) de Roma.

** Este trabajo forma parte del proyecto regular Fondecyt 1120345-2012, “El pretendido concordato de 1925 entre Chile y la Santa Sede: historia y proyecciones actuales”, del que el autor es investigador responsable.

1 Julio II, bula Universalis Ecclesiae Regiminis (1508).

2 González (1983) pp. 63-94; González Ransanz (1979) pp. 259-300; Oviedo (1956) pp. 50-56; Oviedo (1975-1976) pp. 13-32; Pacheco (2004); Pimstein (1980); Tagle (1997), pp. 383-439; Vial (1987), III, pp. 557-577.

3 Oviedo (1987) pp. 18-30; Oviedo (1958) pp. 37-53; Oviedo (1962).

4 Oviedo (1975-1976) p. 28. Las condiciones eran: i) Chile no debía convertirse en Estado ateo y, por eso, habría de obtenerse la invocación del nombre de Dios en la promulgación de la nueva Constitución; ii) la libertad de enseñanza para dar cabida a la educación particular y que, en ciertos tipos de enseñanza, se indicara su obligatoriedad, sin añadir la palabra “laica”; iii) derogación expresa de todos los abusos regalistas de la Constitución de 1833, como el patronato, el pase regio, etc.; iv) entre los pactos internacionales había de hacerse expresa mención de los concordatos; v) la celebración de un concordato y una compensación económica del Estado al suprimir el presupuesto del culto.

5 Lira (1950) pp. 168-183.

6 González Errázuriz (2000) pp. 47-57.

7 Bolletino della Sala Stampa della Santa Sede, 30 junio 2006 nº 0340, en www.vatican.va [consultado el 24 de mayo de 2011]         [ Links ] .

8Ho esaminato il testo e l’ho / riferito al Santo Padre: il gover- / no non accorda niente o quasi / niente; mentre domanda moltissime / cose, non ostante il regime di / separazione. /Il Santo Padre mi ha / detto di rispondere con le seguenti // parole que mi ha dettate: / “Cosi impostato il concordato / non si vede per la Santa Sede / l’opportunitá di farlo. Possiamo / tirare innanzi senza concordato”. / Il Santo Padre ha aggiunto / che questo si debe dire per buona tattica”/. Archivo Secreto Vaticano (=ASV), Sacra Congregazione degli Affari Ecclesiastici Straordinari (=AES), Cile 1927-1928. Pos. 283-285 PO. Fasc. 47, p. 28.

9 ASV. AES. Cile 1927-1928. Pos. 283-285 PO. Fasc. 47, pp. 38-39.

10 Por ejemplo, las palabras: “huvieren” (art. 8º ), “Evanjelios” (art. 17º ), “réjimen” (art. 26º).

11 Por ejemplo, “Obi-spos” (art. 4º); “eclesia-stico” (art. 5ª); “pre-scriban” (art. 5º); “admini-strar” (art. 20º).

12 Por ejemplo, “denuro” por “dentro” (introducción); “mituamente” por “mutuamente” (introducción); “estaram” por “estarán” (art. 3º); “seren” por “serán” (art. 8º); “esteran” por “estarán” (art. 9º); “niuguna” por “ninguna” (art. 14º).

13 Salinas (2004) pp. 263-280.

14 ASV. AES. Cile 1927-1928. Pos. 283-285 PO. Fasc. 47, pp. 43-46.

15 Este régimen era el que establecía el Código Civil en los artículos 556 y 557 a la sazón vigentes.

16 Consejo de Defensa Fiscal, informe nº 489, de 29 de octubre de 1940, en Consejo de Defensa Fiscal, Memoria año 1940 (Santiago, 1941), p. 7.

17 Sánchez (1987) pp. 41-50.

18 Salinas (2008a) pp. 317-342; Salinas (2008b) pp. 71-100.

19 Dole (1980) pp. 89-92; Klenner (2007) pp. 56-66; Ulloa (2011) pp. 26-59.

20 Cabreros de Anta et al. (1963) p. 408.

21 Un ejemplo es el concordato celebrado con España (1953), según el cual, “Los clérigos y los religiosos, ya sean estos profesos o novicios, están exentos del servicio militar, conforme a los cánones 121 y 614 del Código de Derecho Canónico” (art. 15º).

22 Obispo, presbítero, diácono y subdiácono.

23 Acólito, exorcista, lector y ostiario.

24 Donoso (1848) I, pp. 114-116.

25 Rodríguez (1930) p. 71.

26 La Constitución de 1925 garantizaba, por ejemplo, el derecho de propiedad en sus diversas especies (art. 10 nº 10) y la inviolabilidad del hogar (art. 10 nº 12).

27 Julián Uribe, fue presbítero del obispado de Concepción, donde había nacido poco antes de 1790. En 1813 formó parte de la Junta Gubernativa de Concepción y en 1814 formó parte de la Junta Gubernativa instalada en Santiago, compuesta por José Miguel Carrera, Uribe y Manuel Muñoz de Urzúa. Trabajó en el establecimiento de un hospital militar, emigrando a Cuyo tras la derrota de Rancagua, donde el general San Martín lo arrestó junto a los hermanos José Miguel y Juan José Carrera y Diego José Benavente, enviándolos a Buenos Aires. En esa ciudad, en octubre de 1815, equipó el quepe Uribe y, junto a otras tres naves, zarpó desde Buenos Aires en una expedición corsaria para hostilizar las naves españolas del Pacífico, pero falleció en el Cabo de Hornos al hundirse el quepe Uribe como consecuencia de una tempestad. Prieto del Río (1922) p. 670.

28 González Errázuriz (1997) passim; Matte (1981) pp. 167-232; Vicaría castrense (1918) pp. 742-760.

29 Breve In hac Beatissimi Petri Cathedra, de 3 de mayo de 1910, con jurisdicción independiente de los obispos de las diócesis de Chile. Su texto en latín y en castellano, en González Errázuriz (1996) pp. 261-264.

30 El Consejo de Estado había aprobado la creación del vicariato, el 10 de octubre de 1910.

31 Por decreto de 26 de diciembre de 1911 del Ministerio de Guerra se había dispuesto que la Vicaría General Castrense “será dependiente del Ministerio de Guerra, y sus relaciones de servicio con el ministerio y con las reparticiones del Ejército serán en todo iguales a las de los demás departamentos de dicho ministerio”.

32 Esto fue definido en los reglamentos que se dictaron posteriormente. Cf. Salinas (2004) pp. 387-403.

33 González Errázuriz (1994) p. 263.

34 1 de junio de 1916. Mensaje (1916) pp. 8-9.

35 No olvidemos que por esos años todavía estaba vigente la Constitución de 1833 que establecía la confesionalidad del Estado.

36 “El Santo Padre se ha dignado a manifestarnos, por medio de la Nunciatura Apostólica, que ‘ha visto con satisfacción la iniciativa del Episcopado Chileno’, y se ha servido ‘aprobar el juicio de los Obispos, ora en lo que se refiere a la grave obligación de conciencia, por la cual, en las actuales circunstancias, por el propio bien como por el de la prole, ex praesumptione communis periculi, están obligados los fieles chilenos a hacer inscribir los propios matrimonios en el Registro Civil; ora en lo que concierne a la necesidad de que las autoridades eclesiásticas locales procedan a hacer una declaración pública sobre la misma obligación”. Circular colectiva del episcopado chileno, de 26 de diciembre de 1919.

37 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1900.

38 P. ej. Rec. Ind. 1, 2, 12.

39 Art. 5, ley Nº 2.463 de 1911.

40 El Código de Derecho Canónico de 1917 definía la provincia como “la unión de varias casas entre sí bajo un mismo Superior, formando parte de la misma religión” (can. 488, 6º).

41 La vida consagrada en la Iglesia admite muy diversas formas y modalidades, razón por la que utilizo la expresión “congregaciones religiosas” en un sentido amplio, encerrando en ella todas las modalidades de consagración.

42 Solórzano (1972) 4, 23, 12.

43 Un análisis más detallado de esta materia en Salinas (2000) pp. 299-316.

44 Rec. Ind. 1, 3, 1; 1, 6, 1.

45 Salinas (2001) pp. 619-642.

46 Godoy (1943). Este autor ofrece en las pp. 138-143 una lista de institutos religiosos existentes en Chile, pero erróneamente señala, en algunos casos, que el decreto expedido por el Presidente de la República para darles licencia para establecerse en Chile, le habrían otorgado personalidad jurídica, lo que va en contra el texto literal de dichos decretos en los que, en forma expresa se señala que se les otorga licencia para su establecimiento en Chile.

47 La lista que incluye Godoy Reyes a la que he hecho referencia en la nota anterior, no obstante que fue escrita en 1943, solo incluye congregaciones autorizadas hasta 1925.

48 Véase más adelante nota 52.

49 Algunas de ellas estaban definidas en el canon 488 del Código de Derecho Canónico de 1917.

50 Una descripción de los trámites que se seguían en la designación de un arzobispo u obispo para Indias, en Oviedo (1992) pp. 37-40; más resumido en Oviedo (1996) pp. 16-19.

51 Oviedo (1996) pp. 20-21.

52 Pío XI erigió los obispados de San Felipe, Valparaíso, Rancagua, Talca, Linares, Chillán y Temuco; y el 14 de diciembre de 1925 designó a sus obispos residenciales.

53 Oviedo (1996) p. 25.

54 ASV. AES. Cile, 1927-1933, Pos. 283-285 P.O. Fasc. 47, p. 21.

55 Guzmán y Vío (1964) passim.

56 ASV. AES. Cile, 1927-1933, Pos. 283-285 P.O. Fasc. 47, p. 20.

57Mi faccio premura di risponderLe che, in occasione delle provviste delle suddette Diocesi, la Santa Sede, per usare un atto di amichevole cortesía verso il Goberno della Repubblica del Cile, è disposta a darglicomunicazione del nome dell’ecclesiastico, che è stato nominato vescovo, prima che la nomina venga resa pubblica, in maniera che il Governo non abbia da aprenderla dai giornali”.

58 Rafael Lira Infante, primer obispo de Rancagua (1925-1938) y Miguel León Prado, primer obispo de Linares (1925-1934).

59 Rec. Ind. 1, 7, 1.

60 El texto de las cartas puede verse ahora en Retamal (1998) pp. 500-513. Véase Salas (1869) passim.

61 Retamal (2002) pp. 400-414; Errázuriz (1934) pp. 436-467.

62 Cuando prestaron juramento Plácido Labarca y Florencio Fontecilla como obispos de Concepción y La Serena, respectivamente, se suprimió en la fórmula la palabra “leyes”, jurándose solo la observancia de la Constitución. En carta que dirigió el arzobispo Casanova al secretario de Estado de Su Santidad, el 11 de septiembre de 1890, en la que le daba cuenta del juramento prestado por ambos prelados, le decía: “espero sea esta la última vez en que se exige juramento a los nuevos obispos, pues la opinión general está por la supresión”. La carta en Retamal (2002) p. 411.

63 Véase, por ejemplo, González Videla (1939) passim.

64 Ley Nº 3.653, de 1920.

65 Decreto con fuerza de ley Nº 6.355, de 1929.

66 Henríquez y Sariego (1995) p. 134.

67 Ley Nº 6.477, de 1939.

68 Decreto Supremo Nº 924, de educación pública, de 1984, art. 9 inc. 1º.

69 Precht (2008) pp. 521-524.

70 Larraín (1956) p. 19.

71 Claro (1927) p. 453.

72 León (1997) pp. 42-64.

73 Decreto Nº 2.536, de 1890.

74 Salinas (2006a) pp. 56-59.

75 Por ejemplo, para la presencia de párrocos italianos en la iglesia en Aysén, se puede ver Lombardo (2007) pp. 107-122; y de algún párroco norteamericano en la diócesis de Chillán, Leal (2007) pp. 123-145. Este último obtuvo la nacionalidad chilena por gracia por la ley Nº 19.766 del año 2000, después de haberse desempeñado como párroco de la parroquia de Portezuelos por muchos años.

76 Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 10a; Paulo VI, motu proprio Ecclesiae Sanctae (1966), I, 3,2; Sagrada Congregación para los clérigos, Nota directiva Postquam Apostoli (1980), 27; Código de Derecho Canónico (1983), can. 271, 1; 257; 265; 268.

77 Donoso (1848) I, p. 103.

78 Salinas (2006b) pp. 515-547.

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