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Alpha (Osorno) - UTOPÍA Y FICCIÓN EN LA NARRATIVA TEMPRANA DE ADOLFO BIOY CASARES

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Alpha (Osorno)

versión On-line ISSN 0718-2201

Alpha  n.21 Osorno dic. 2005

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012005000100003 

 

ALPHA Nº 21- 2005 (25-42) Diciembre 2005

 

ARTICULO

 

UTOPÍA Y FICCIÓN EN LA NARRATIVA TEMPRANA DE
ADOLFO BIOY CASARES

Utopia and Fiction in early narrative of Adolfo Bioy Casares

Kristov D. Cerda Neira
Facultad de Humanidades y Arte
Universidad de Concepción, Chile

Dirección para Correspondencia


RESUMEN

Lectura de las dos primeras novelas de Adolfo Bioy Casares planteada en el horizonte de una interrogación sobre la especificidad de la literatura utópica y su aparente crisis en el último siglo. Consideramos, en primer lugar, un breve examen de la peculiar complejidad que caracteriza a las utopías literarias en tanto obras de ficción y la importancia de este rasgo en el desarrollo ulterior del género. Luego, interpretamos los textos de Bioy como respuesta narrativa al problema de la relación entre ficción y realidad en la producción del discurso utópico, asumiendo el devenir ficcional de la realidad por la cultura mediática contemporánea.

Palabras claves: Utopía, ficción-realidad, discurso literario, discurso crítico.



ABSTRACT

This is a reading of the first two novels of Adolfo Bioy Casares in the context of an interrogation about the status of the utopian literature and its crisis in the last century. In first place we take a quick look to the complex structure of fiction in utopian literature and the significance of this problem in the historical development of the genre. Then, we interpret the texts of Bioy as narrative response to the problem about the relationship among fiction and reality in the production of utopian discourse, assuming the transformation of reality in fiction by the mass-media contemporary culture.

Key words: Utopia, fiction-reality, literature, literary discourse, critical discourse.



1. NI NOVELA NI TRATADO

¿Qué elementos definen el género utópico? ¿Ciertos lugares comunes: el viaje, la insularidad, la organización racional del colectivo social, la división del trabajo, la represión o racionalización de los afectos y particularmente del Eros, etc.? ¿La combinación de dos escenas, no siempre detalladas pero, al menos, (la primera) sugeridas: la negatividad del estado de cosas en el mundo no-utópico, la felicidad de los habitantes del mundo utópico? ¿El predominio de la descripción encomiosa del estado ideal y la pobre factura literaria de los personajes, justificada por la prevalencia del punto de vista de la comunidad por encima de la individualidad? Todos estos rasgos proporcionan ciertamente un sistema de coordenadas que permite ubicar una secuencia nada despreciable de obras que se inicia con la Utopía de Moro y parece concluir con A Modern Utopia de H.G. Wells (Hughes 1999). La tendencia, sin embargo, ha sido subordinar la delimitación del género a favor de la función crítica o política del discurso utópico, esto es, a una característica extraliteraria que correspondería antes a una categoría de pensamiento o a una función, más o menos, ubicua que –incluso- se presenta en muchas obras que no necesariamente se vinculan al género pero que, de algún modo u otro, formulan una crítica de lo real y una exploración imaginativa de lo posible (Neussus 1971: 17ss.). No obstante que esta visión implica, en definitiva, una difuminación progresiva de los límites del género literario, debemos conceder que surge de un elemento indecidible en el núcleo del mismo texto utópico, por cuanto no es posible situarlo por completo dentro de los lindes de la pura ficción narrativa como tampoco remitirlo, exclusivamente, a la esfera del discurso crítico-social. Esta coexistencia de función crítica e imaginación literaria determina que la utopía se encuentre, desde sus orígenes, larvada por la ambivalencia. Si presenciamos su nacimiento como forma literaria moderna en la Utopía de Moro veremos que la ambivalencia se manifiesta ya en la indecisión entre la proposición política revolucionaria supuesta en la descripción de la sociedad utópica por Hitlodeo (la planificación racional de la sociedad, la tolerancia religiosa, la comunidad de bienes, etc.) y la ironía escéptica del propio autor, personaje-interlocutor y narrador, a la vez.

Ante un examen más detenido, esta indecisión –que los textos posteriores del género intentan resolver en favor de la proposición de la sociedad ideal– se ve instalada no en la relativa superficie donde los narradores se juegan retóricamente la complacencia del lector frente al estado utópico descrito, sino en una condición híbrida estructural al texto que se realiza, al menos, en tres niveles:

A) Epistemológicamente: en tanto el texto se constituye como la composición de un discurso que, en tanto articulación de un imaginario político, refiere a una posibilidad de lo real y que, a su vez, en tanto obra literaria, opera por la indefinida suspensión de la referencia en el libre juego productivo del lenguaje (Miething, 1988);

B) Formalmente: en tanto el discurso utópico se configura como tal por una particular convergencia de elementos de ficción narrativa con la presentación argumentativa (persuasiva) de un estado perfecto, en la que predomina la descripción y respecto de la –cual en principio– la narración queda subordinada (Petrucciani 1988);

C) Ideológicamente: en tanto en la literatura utópica se conjugan la crítica de lo existente con la propuesta de lo que debería existir, pero proyectando esta última en un tiempo ahistórico y en un lugar irreal (u-topos), de modo que la eficacia de la crítica queda pospuesta por la ensoñación poética que difiere permanentemente el cambio social (Horkheimer 1971).

“Ni novela ni tratado, sino un poco de ambas” (Jameson 1993: 342), el texto utópico medra de esta tensión, y se desmorona cuando la tensión es insostenible. Esquemáticamente, todos los niveles presentan en términos distintos la yuxtaposición entre argumentación y ficción, entre política (discurso político) y literatura. La historia del género señala cómo el equilibro que los une resulta precario y los autores se ven forzados a inclinarse por uno u otro polo a fin de preservar la unidad de la obra. Bacon y Campanella se muestran más serios, menos irónicos que Moro y los utopistas de la Ilustración escriben sus obras como contrapunto imaginativo de los proyectos político-filosóficos de la época. El marxismo, sin embargo, liquida todas estas pretensiones realizativas y –a las puertas del siglo XX– obliga a la redefinición del género. Este proceso se verifica internamente por la progresiva autonomía que adquieren los elementos narrativos, la pérdida de relevancia de la descripción minuciosa del estado ideal, la deflación de la omnipotente posición central del narrador-personaje, la disolución del tiempo-espacio de la utopía y la aparición del género distópico como alternativa para la inserción definitiva en el campo de la novela (Petrucciani 1988). Es el triunfo de la ficción.

Desde el punto de vista de la Historia de las Ideas, la crisis del discurso utópico se puede conectar con la pérdida de confianza en las categorías de representación y referencia en el pensamiento del siglo XX la que, a su vez, se vincula con el debilitamiento de la imagen del mundo en la cultura mediática contemporánea. Hija de la Modernidad, la literatura utópica describe el mecanismo de la organización racional de la sociedad sobre principios rectores morales (comunidad, orden, disciplina, moderación emotiva, etc.) cuyo origen no es religioso-trascendente sino cognitivamente accesible. Con todo, el mismo prurito racionalista que lleva a la ficcionalización de la realidad en la epistemología kantiana y luego en la ciencia contemporánea, haciéndola depender cada vez más de una producción tecnológica que disloca la subjetividad trascendental desde sí misma o se le añade como prótesis a una subjetividad finita (así la relatividad o indeterminación del observador en la física), la misma insistencia, decimos, en la explicitación total de la maquinaria productora de lo real concluye en el desdén de la utopía por un pensamiento político “científico” representado por el marxismo. La utopía se ve envuelta, primero, en la eliminación positivista de las formas “idealistas” o “metafísicas” de conocimiento, para luego caer, a su vez, víctima del desprestigio que afecta al racionalismo moderno. En este último momento no tiene papel menor la emergencia del género de la distopía literaria y del tono eminentemente distópico que adquiere una parte importante del pensamiento contemporáneo, incluidas las formas occidentales del marxismo (Vattimo 1991).

En tanto, la visión de lo real se encuentra hoy profundamente modificada o producida por los medios de comunicación masiva y las tecnologías asociadas, la realidad se (nos) da fabricada, editada, envasada en un modo de “artefactualidad” que la constituye ya sin la necesidad de una referencia que conecte el dato sensorial con un objeto, más o menos, estable que operaría como garante de su verdad (Derrida y Stiegler 1998). Este estado de cosas es concomitante con el acuerdo tácito en la teoría literaria actual sobre la autonomía del lenguaje de la literatura respecto de la función referencial del lenguaje o la representación mimética de la realidad. De modo que nos encontramos en una situación tal que la producción tanto de un discurso utópico concebido –a la manera clásica– como la detallada pintura de un orden ideal, como de la narración del distópico estado de absoluta servidumbre como advertencia sobre una posibilidad latente en lo real, resulta por lo menos insatisfactoria (Jameson, 1993). Cuando la realidad deviene ficción, la imaginación restituye sus posiciones (topoi) en el juego del mundo antes que fuera de él (Vattimo 1990), la utopía –probablemente en el peor de sus sentidos– se realiza todos los días frente a nuestras narices como des-realización del mundo y producción masiva de mundos perfectos (Ruiz 1993).

Es, precisamente, en esta genealogía –que someramente hemos trazado desde la ambivalencia originaria del texto utópico hacia la posición heteróclita de los motivos utópicos en la condición ficcional o fictiva de la realidad contemporánea– donde queremos inscribir nuestra lectura de las dos primeras novelas de Adolfo Bioy Casares, en tanto ellas nos aparecen como un intento de recomponer ciertos elementos del texto utópico en una dimensión narrativa que asume, explícitamente, el estado de cosas recién descrito. Como ha señalado Emir Rodríguez Monegal (1974), una de las fuentes principales de las novelas que vamos a examinar es The Island of Doctor Moureau de H.G. Wells que, si bien no es un texto ubicable dentro del género utópico, se sustenta en la misma atmósfera de angustia ante la imposibilidad de modificar lo real de acuerdo con nuestras expectativas que Wells sugiere en A Modern Utopia, angustia que refleja puntualmente la frustración de la conciencia utópica ante la ambivalente cercanía-distancia del estado deseado (Petrucciani 1988: 140). Según veremos, los personajes de Bioy están atrapados en escenarios escapados de la imaginación utópico-distópica, tratando de obligar a lo real a plegarse a sus deseos, fracasando en ello y volviendo a empezar, obsesivamente. El eje discursivo desde el que Bioy organiza estas angustias es el de la ficción. Si en el texto utópico la tensión entre argumentación y ficción se resuelve en favor de esta última, a costa de la desaparición del género, en Bioy desaparece la argumentación –o juega un rol secundario, paródico– para poner en primer plano cómo el deseo utópico de felicidad produce ficciones y éstas, a su vez –ineficaces como objetos de satisfacción del deseo– generan máquinas ficcionales, dispositivos que se aplican para ficcionalizar la realidad o una parte de ella a fin de que sea satisfactoria, pero, concluyen ficcionalizando al propio sujeto utópico, su cuerpo, su mente y arrojándolo al espacio de la irrealidad (ficción) absoluta: la muerte.

2. UTOPÍA COMO FICCIONALIZACIÓN DEL MUNDO

La trama de La invención de Morel (1940) es bastante conocida: Un fugitivo anónimo, víctima de un error de la justicia, llega a una isla de localización ambigua y señalada por una leyenda infame. Allí, pronto comienza a presenciar alteraciones de los procesos naturales y actividades de un grupo de excéntricos turistas que parecen no notarlo. Entre ellos destaca Faustine, una mujer exótica –indiferente objeto amoroso del fugitivo– y Morel, un hombre enigmático que también parece pretenderla, infructuosamente. Intrigado por su aparente invisibilidad, y por las súbitas apariciones y desapariciones de los “turistas”, el fugitivo emprende una serie de exploraciones cada vez más osadas a los edificios donde se supone se encuentran –los que, antes de su llegada, ya había reconocido– hasta que descubre que, en realidad, cohabita con las imágenes tridimensionales de ese grupo de personas, grabadas hace ya un tiempo, y reproducidas indefinidamente por ciertas máquinas misteriosas inventadas por Morel con el sólo objetivo de eternizarse con su amada de este modo oblicuo, puesto que no ha podido poseerla efectivamente. Comprendida su situación y, también, que la consecuencia de exponerse a las máquinas es la muerte, el fugitivo decide escribir una pantomima de interacción con el fantasma de Faustine y del resto de los “turistas” para, así, permanecer eternamente junto a su amada. El texto de la novela está constituido, entonces, por el diario del fugitivo, en el que la narración de los hechos se combina con disquisiciones más o menos delirantes sobre la inmortalidad y la justicia, además de la escritura de un cierto tratado de intención apologética llamado Elogio de Malthus, que el editor –que interviene, también, en la narración– suprime.

El relato se mueve a través de una dialéctica “felicidad-infelicidad” manifiesta en el intento de los personajes principales, el fugitivo y Morel, para sobreponerse obstinadamente a la fatalidad, a la incapacidad para ser amados; a la muerte. La complejidad de lo real, a la que se añade la complejidad derivada del desarrollo de las tecnologías, configura una concepción del mundo como el lugar de la infelicidad y el dolor. Un escenario de la injusticia, de la imposibilidad de la libertad, de la frustración de todo goce. Bioy ha reconocido (Barnabé, 1999) que la angustia por la imposibilidad de comunicarse y de amar es una de sus obsesiones personales, en el texto la angustia cobra forma como una visión distópica de la realidad:

Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad espero escribir la Defensa ante Sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos.1

La pesadilla distópica no queda circunscrita, sin embargo, a este espacio de la complejidad que obstruye la justicia y la libertad, sino que se introduce en los propios individuos a través de la experiencia del amor imposible y de la muerte. El fugitivo se reprocha abrigar una esperanza en la visión de Faustine, esperanza que pronto se frustra por la indiferencia de la mujer. Esta indiferencia –que será relevada por la no menos pesadillesca constatación de que la amada no es sino un fantasma, una muerta– es el factor detonante, también, para Morel quien pasa de la imposibilidad ofrecida por lo real a la invención de un mecanismo para alterar la realidad. Puesto que la muerte, aún más que la indiferencia de la amada, es el instante de la imposibilidad absoluta de la satisfacción erótica, podemos imaginar un subterfugio para eludirla y, así, apropiarnos –de paso– del objeto de nuestro deseo. Pero, he aquí que este subterfugio es sólo eso, la inmortalidad es parcial, secundaria; se consigue al precio de la muerte y, frustrados, ambos amantes, se disuelven en el mismo deseo que concluye en la aniquilación tanto de lo deseado como de quien desea:

Trato de explicarme la conducta de Morel.
Faustine evitaba su compañía; él, entonces, tramó en la semana, la muerte de todos sus amigos, para lograr la inmortalidad con Faustine. Con esto compensaba la renuncia a las posibilidades que hay en la vida. (...) Pero la misma indignación que siento contra Morel me pone en guardia: quizás atribuya a Morel un infierno que es mío.. Yo soy el enamorado de Faustine; él es capaz de matar y de matarse; yo soy el monstruo, Quizá Morel nunca se haya referido a Faustine en el discurso; quizá estuviera enamorado de Irene, de Dora o de la vieja.
Estoy exaltado, soy necio. Morel ignora a esas favoritas. Quería a la inaccesible Faustine. ¡Por eso la mató, se mató con todos sus amigos, inventó la inmortalidad! La hermosura de Faustine merece estas locuras, estos homenajes, estos crímenes. Yo la he negado, por celos o defendiéndome, para no admitir la pasión. Ahora veo el acto de Morel como un justo ditirambo. (92).

¿Acaso no es este impulso libidinal que produce un objeto supraindividual de deseo, un fantasma colectivo inmortal, un resorte secreto de la imaginación utópica? Moro-(Moreau)-Morel y el anónimo fugitivo señalarían puntos de inflexión en el recorrido de una entidad transtextual que fabrica un mundo diverso del real en el que se incluye, a sí misma, como voz de una colectividad en crisis (Europa Cristiana, los “amigos”, los “perseguidos”). Bioy describiría irónicamente, en la novela, la génesis del discurso utópico desde la toma de conciencia individual de la negatividad de lo real hasta su articulación en un discurso que, trascendiendo la subjetividad individual en dirección de la sociedad, postula la colectividad de la crisis y su alternativa a través de una reforma radical de la sociedad. Irónicamente, decimos, por cuanto lo que el texto parece evidenciar es cómo esta toma de voz es profundamente autoritaria y, además, implica una violencia ejercida sobre lo real en favor de la concreción del mundo ficticio. La insistencia de Morel por conseguir su fin a toda costa, la fijación de la esperanza del fugitivo en un objeto que no puede ser alcanzado sino a costa de la propia muerte, pueden leerse como alegorías del peligro de la prosecución de una voluntad utópica sin límites:

En verdad, hay que tener una conciencia muy dominante y audaz para hacer esta declaración a las propias víctimas; pero es una monstruosidad que parece no discordar con el hombre que, siguiendo una idea, organiza la muerte colectiva y decide, por sí mismo, a solidaridad de todos los amigos. (88).

Las máquinas imaginadas por Bioy son analogías, precisamente, de los dos mecanismos que la utopía instala para suplir nuestra angustia por la negatividad de lo real, a saber: el mecanismo perfecto del estado utópico y el mecanismo fracasado, ambivalente, del texto utópico como tal. (Jameson 1993: 344-345). El principio rector de la invención de maquinas, tras la inmortalidad conseguida por la duplicación indefinida de los cuerpos, es una operación especular semejante a la descripción del estado utópico como extrapolación de elementos presentes en la cuestionada realidad (Cassigioli 1995). Ambas operaciones distorsionan su fuente, mutilan su complejidad: la del texto utópico reduciendo las condiciones materiales y sociales al mínimo necesario y desconectando a los sujetos del curso de la historia (como reprocha el marxismo), la de la invención moreliana registrando sólo la parte visible de los individuos y sólo un período limitado en el tiempo:

Ha llegado el momento de anunciar: Esta isla, con sus edificios, es nuestro paraíso privado. He tomado algunas precauciones –físicas, morales– para su defensa: creo que la protegerán. Aquí estaremos eternamente –aunque mañana nos vayamos– repitiendo consecutivamente los momentos de la semana y sin poder salir nunca de la conciencia que tuvimos de cada uno de ellos, porque así nos tomaron los aparatos; esto nos permitirá sentirnos en una vida siempre nueva, porque no habrá otros recuerdos en cada momento de la proyección que los habidos en el correspondiente de la grabación, y porque el futuro, muchas veces dejado atrás, mantendrá siempre sus atributos. (73). La invención de Morel actúa explícitamente sobre el mundo, restándole realidad, simplificándolo para hacerlo imperecedero. La máquina utópica, no obstante, parece producir un mundo imaginario que coexiste con el real sin alterarlo y logra su eficacia crítica en la medida en que introduce la realidad en el espacio narrativo. Es decir, en la medida en que al ponerla en cuestión, discursivamente, también la simplifica, la estiliza, la transforma en un conjunto de enunciados. Esta operación es lo que designamos como “ficcionalización”2, operación que acaece propiamente como producción lingüística de mundos imaginarios por la literatura y, también, como la pérdida de consistencia ontológica que afecta a los objetos reales al ser insertados en el discurso literario, de modo que devienen estrictamente ficticios.

El texto de Bioy, por lo tanto –y en la medida en que recompone en un territorio distinto, casi hostil, fragmentos del género utópico, sin devenir por ello una contra-utopía– nos permitiría ver directamente al texto de la utopía trabajado íntimamente por la ficción. Cuando la utopía pierde su función político-social y se transforma en la sencilla búsqueda de la felicidad guiada por la imaginación, entonces, la ficción se libera en dirección de la novela. Pero esto, también, significa que la voluntad de modificar lo real que se encuentra en el interior del aspecto crítico de la utopía queda librada a su propio dinamismo y puede reencontrarse con la ficción –como efectivamente ha ocurrido a los proyectos revolucionarios históricos– de un modo brutal que invierte los términos del equilibro originario en el sentido de una invasión de la realidad por los productos fantasmáticos del deseo. De ahí la permanente conciencia de la precariedad de la utopía que prevalece en la novela. La condición inestable de la isla, la dependencia de las máquinas de las condiciones naturales, la ineptitud de la humanidad, las limitaciones –en definitiva– de la misma forma de concebir la utopía, conspiran contra su éxito. Es más, aun el éxito de la invención no haría sino precipitar su caída por un cierto efecto de ceguera respecto de la lógica de lo real.

Cuando intelectos menos bastos que el de Morel se ocupen del invento, el hombre elegirá un sitio apartado, agradable, se reunirá con las personas que más quiera y perdurará en un íntimo paraíso. Un mismo jardín, si las escenas a perdurar se toman en distintos momentos, alojará innumerables paraísos, cuyas sociedades, ignorándose entre sí, funcionarán simultáneamente, sin colisiones, casi por los mismos lugares. Serán, por desgracia, paraísos vulnerables, porque las imágenes no podrán ver a los hombres, y los hombres, si no escuchan a Malthus, necesitarán algún día la tierra del más exiguo paraíso y destruirán a sus indefensos ocupantes o los recluirán en la posibilidad inútil de sus máquinas desconectadas. (78).

Esta cita, que recuerda la descripción de la depredación del territorio por las hordas de ganado ovino en la Utopía de Moro (1956:17-19), sugiere cómo la ficcionalización completa del mundo supondría, también, multiplicar sus aspectos negativos. Reaparece la ambivalencia del discurso utópico: es discurso de ficción y no pretende referirse a la realidad más de lo que se referiría a ella cualquier obra literaria, o bien, es discurso político que describe una forma según la que podría ser modificado lo real. Tal es el deseo débil del fugitivo o el deseo fuerte de Morel. Junto a la hybris asesina del deseo de Morel se presenta la vacilación finalmente suicida del deseo del fugitivo. Ambos aman imposiblemente a Faustino y, para ambos, el mundo es un infierno. Pero, mientras el primero decide construir y operar el dispositivo mortal que los llevará a todos a una eternidad estéril, el segundo opta por ingresar al orden fantasmal confiando la esperanza a la invención de una máquina futura que repare la injusticia, al testimonio de una escritura lanzada –como su propia vida– a la deriva.

Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso. (96).

3. UTOPÍA COMO FICCIONALIZACIÓN DEL SUJETO.

Plan de evasión (1945) nos remite de nuevo a la Isla, a un amor falseado, a hechos que un tercero reconstruye a partir de un documento testimonial. El personaje principal –Nevers– también es víctima de una acusación injusta y se ve forzado al exilio temporal como oficial de un archipiélago-prisión. Allí se encuentra con Castel, el director del presidio, quien insinúa vagamente la intención de rehabilitar a los presos de un modo poco ortodoxo, o bien, planificando una fuga-motín. Los extraños hábitos de Castel, el misterio que rodea a sus actividades, la interacción de Nevers con los presos Dreyfus y Bernheim –que presentan actitudes de lealtad ciega hacia Castel y de subversión aparentemente informada, respectivamente– la debilidad de carácter del propio Nevers, todo ello se conjuga para que, según los hechos que el tío del protagonista va reconstruyendo a partir de sus cartas, Nevers descubra cierto experimento que Castel realiza con algunos presos, consistente en una severa intervención neurológica y psíquica que altera la percepción de la realidad de los sujetos y les permite constituir su propio mundo feliz, desconectándolos por completo del nuestro. El experimento, en el que el propio Castel (como Morel) se ha incluido, falla debido al delirio paranoico del Cura, uno de los presos “reformados” quien da muerte a los demás sujetos de experimentación y luego fallece. Después, en una situación confusa que el texto no aclara, desaparece Nevers, presumiblemente asesinado por los restantes prisioneros amotinados.

Como se puede ver, ambas novelas reenvían la una a la otra y a sus fuentes, de modo que pueden leerse como los paneles móviles de un díptico o como las hojas de un espejo doble. En ambos textos la angustia por la imposibilidad, por la que el mundo deviene distópico, es figurada como fatalidad y como frustración amorosa:

Esos días que pasó en la capital del presidio le parecieron una temporada en el infierno. Cavilaba sobre su debilidad, sobre el momento en que, para evitar discusiones, había consentido e n ir a Cayena, en alejarse por un año de su prometida. Temía todo: desde la enfermedad, el accidente, el incumplimiento en las funciones, que postergara o vedara el regreso, hasta una inconcebible traición de Irene. Imaginó que estaba condenado a estas calamidades por haber permitido, sin resistencia, que dispusieran de su destino. Entre presidiarios, liberados y carceleros, se consideraba un presidiario.3

Mientras que en La invención de Morel el aislamiento insular sería la posibilidad de escapar de esta distopía mundana de la fatalidad, en Plan de evasión la isla se presenta primero como cárcel, para luego revelarse como el lugar de construcción de una evasión más sutil, total, que el deseo sitúa en el espacio sobrenatural del mito, para luego ser desplazada intencionalmente hacia el espacio interior del sujeto:

Mientras pensaba en esto, comenté: sería un sarcasmo devolverles la libertad en sus propias celdas. Muy pronto me convencí de que había dado con la solución de mis dificultades. Las celdas son cámaras desnudas y para los transformados pueden ser los jardines de la más ilimitada libertad.
Pensé: para los pacientes, las celdas deben parecer lugares bellos y deseables. No pueden ser las casas natales, porque mis hombres no verán la infinidad de objetos que había en ellas, por la misma razón no pueden ser una gran ciudad. Pueden ser una isla. La fábula de Robinson es una de las primeras costumbres de la ilusión humana y ya Los trabajos y los días recogieron la tradición de las Islas Felices: tan antiguas son en el sueño de los hombres. Consideré, también, que si los dos o tres meses anteriores a la operación, los dedicaba a preparar, a educar a los pacientes, el riesgo de interpretaciones inesperadas disminuiría. Desperté en mis hombres la esperanza de libertad, les reemplacé el anhelo de volver al hogar y a la ciudad por el antiguo sueño de la isla solitaria. Como niños, diariamente me pedían la descripción de esa isla donde serían felices. Llegaron a imaginarla vívidamente, obsesivamente. (200).

El deseo utópico no se muestra aquí objetivado en la máquina productora de fantasmas, sino que se vuelve sin mediación hacia el sujeto, es autoerótico. Esto no significa que el mecanismo haya desaparecido sino que sólo ha cambiado de escala: ahora la máquina es el presidio entero, el dispositivo que Castel ha diseñado para “reformar” las subjetividades. Se hace presente, de este modo, la profunda afinidad entre el recinto carcelario y la sociedad utópica: paradigma maquínico, clausura, disciplina, distribución racional de las fuerzas y el tiempo, una ideología bien trabada y estrategias claras de subjetivación (Foucault 2001:139 -230) que aseguran la estabilidad de ambos universos por el control que tarde o temprano los individuos interiorizan. El gobernador Castel sostiene que “la conciencia y las cárceles son incompatibles” (144), pero traza su plan de evasión siguiendo el mismo principio pedagógico que inspira a la institución carcelaria. Castel manipula el deseo directamente en los sujetos, lo encauza, altera su visión, su sueño, reeduca sus cuerpos, diseña una celda-dispositivo que funciona como un panóptico delirante, que hace rebotar incesantemente el deseo sobre sí mismo, hasta crear el mundo feliz en una alucinación que se toma por realidad. Modificando la conexión del sujeto con el mundo –la percepción– Castel reduce la resistencia de lo real al deseo y el mundo se torna un caos proteico que el deseo reconstituye a voluntad:

La unidad esencial de los sentidos y de las imágenes, representaciones o datos, existe, y es una alquimia capaz de convertir el dolor en goce y los muros de la cárcel en planicies de libertad. (...)
La esencia de la actividad mental consiste en cortar y separar aquello que es un todo continuo, y agruparlo, utilitariamente, en objetos, personas, animales, vegetales... Como literales sujetos de (William) James, mis pacientes se enfrentarán con esa renovada mole, y en ella tendrán que remodelar el mundo. Volverán a dar significado al conjunto de símbolos. La vida, las preferencias, mi dirección, presidirán esa busca de objetos perdidos, de los objetos que ellos mismos inventarán en el caos. (198-199).

La utopía de Castel vendría a complementar la de Morel por cuanto se instala en la interioridad que permanecía inalcanzable para las máquinas tridimensionales. El gobernador sigue la intuición –compartida por el fugitivo y por Morel– de no intentar la inmortalidad de todo el individuo (77) y se aboca a considerar –coherentemente con su tesis que hace depender la realidad de la percepción– sólo aquélla de la subjetividad, pero se detiene ante ella porque es demasiado egoísta y no se aviene con su intención de reformar el colectivo:

Otra (posibilidad) (para investigadores futuros): En hombres cuya personalidad y memoria son horribles, transformar, no meramente la percepción del mundo sino también la del yo; lograr por cambios en los sentidos y por una adecuada preparación psicológica, la interrupción del ser y el nacimiento de un nuevo individuo en el anterior. Pero, como el deseo de inmortalidad es, casi siempre, de inmortalidad personal, no intenté la experiencia. (203).

Nevers, en cambio –como el fugitivo frente a Morel– abriga aspiraciones más humildes, menos pretenciosas. Sólo quiere despertar pronto del “infinito sueño de la Isla del Diablo” (183) para volver a los brazos de Irene y reparar la injusticia cometida consigo. Pero se engaña. Muere sin saber que ella jamás lo ha amado. Vacilante, observa la conducta del gobernador. Intenta huir; intenta entender lo que ocurre. Trata de salvar a los “reformados” que caen víctimas de un asesino invisible, sus propios deseos. Se consume en tentativas sin resolver jamás la contradicción entre su ansiedad por partir y las acciones que los hechos le exigen. Cuando al fin se resuelve a actuar, encuentra la muerte. Su tío declara, al principio de la narración, que en la posición de Nevers conspiran la pusilanimidad de su carácter con lo extraordinario de las catástrofes que le afectan (101). Como el fugitivo, su principal función consiste en descubrir el misterio infame de la demiurgia utópica y perecer tragado por ella. Aunque no es directamente alcanzado por el plan de modificación de la subjetividad de Castel, está incluido en él como testigo. Como los viajeros que aparecen en las utopías clásicas, su función es comunicar la existencia de los mundos ideales y son admitidos en ellos de un modo espúreo, como invitados, para que de este modo el no-lugar de la utopía penetre progresivamente en la realidad:

Dios te bendiga, hijo mío, y Dios bendiga este relato que te he hecho. Recibe mi autorización para hacer público todo, por el bien de otras naciones... (Bacon, 1956: 214).

Si hubieses estado conmigo en Utopía y conocido personalmente sus costumbres e instituciones –como lo hice yo, que viví allí más de cinco años y nunca me hubiese marchado, a no ser por mi deseo de dar a conocer aquel nuevo mundo... (Moro, 1956: 37).

Mi invención es trascendental –como usted mismo advertirᖠy para que no se pierda, no me queda otra alternativa que dejársela a usted; confío en que a usted no le quedará otra alternativa que aceptar un encargo hecho tan involuntariamente. (191).

Con todo, el rasgo sobresaliente de esta función testimonial, que aparece mejor retratado en Plan de evasión, es que se realiza como un acto de escritura. El Diario-informe del fugitivo, las cartas de Nevers, son documentos fragmentarios desde los cuales un tercero reconstruye el sentido de las utopías. Los hechos narrados y los dispositivos diseñados no nos son dados directamente sino siempre a través de una escritura confusa, precaria, que se pone en cuestión constantemente. Escritura sobre escritura, narración de narración, las islas utópico-distópicas de los personajes de Bioy quedan suspendidas en el “caliente horror de los espejos” (173), en la cámara de ecos que el fugitivo descubre en los sótanos del museo (24-25). Su realidad es diferida, diluida en la multiplicación incesante de las perspectivas e interpretaciones, expuesta –al fin– como ficción pura, como juego literario que no remite a nada más que a sí mismo.4

En un rincón había alfombras y dos o tres biombos; todos estos objetos estaban pintados como las celdas y como el patio. Nevers los comparó con la paleta de un pintor y dijo no sé qué vaguedades sobre la analogía entre las cosas (que sólo existían en quien las miraba) y sobre los símbolos (que eran el único modo que tenían los hombres para tratar la realidad). (184 -185)

Estas “vaguedades” remiten a dos textos que Nevers ha leído durante su estancia en la isla: el Tratado de Isis y Osiris de Plutarco y Correspondances, el conocido soneto de Baudelaire, los que representan la epistemología que subyace al texto y a las “reformas” de Castel: simbolismo y analogía son las categorías a través de las cuales los sujetos ordenan el caos dado a las percepciones y construyen la realidad, ésta como un entramado semiótico, de modo que si descubrimos su gramática podemos modificarla de acuerdo a nuestros deseos:

Podemos describir el mundo como un conjunto de símbolos capaces de expresar cualquier cosa; con sólo alterar la graduación de nuestros sentidos, leeremos otra palabra en ese alfabeto natural. (198).

Castel, inmerso ya en su isla soñada, persigue balbuciente el rastro analógico que él mismo ha diseñado entre lápices y medallas; papeles y lanzas, agua y cemento, hombres y monstruos, hasta descomponer la visión en la secuencia alfabética. Nevers conjetura que, inventor de la utopía, el gobernador no puede olvidar que ella es una alucinación inducida y queda, entonces, atrapado en una suerte de doble conciencia contradictoria, sumido en el miedo, por lo que intenta infructuosamente revertir el proceso. El deseo produce la realidad, pero es una realidad sin territorio, u-topía.. Arrojado en esta tierra de nadie, el deseo se vuelve sobre el significante, se reterritorializa para instaurar un estado totalitario: las Islas Felices devienen pesadilla; los hombres, monstruos.

Bioy parece estar poniendo sobre el tapete nuevamente la operación ficcional; nos está recordando que los sueños utópicos no son más que invenciones lingüísticas. Castel desconoce que los símbolos remiten a otros símbolos, como sugiere el soneto de Baudelaire que Nevers tiene en mente; que la evasión es ficticia y que la libertad es una alucinación. Lo que realmente ocurre es que el reformado no puede ver su cuerpo (El Cura es présbita), de modo que se encuentra sin las coordenadas mínimas para interpretar lo que percibe, los mata a todos y muere víctima, también, de una percepción alucinatoria. Y ni aún esto es realidad, porque solo es un hecho narrado por Nevers en sus cartas, cartas ficticias, inventadas por un tal Bioy (como autor, ficticio él también) en una novela.

Sospecho que razono erróneamente al suponer que las actividades misteriosas que ocurren en la isla del Diablo son políticas y revolucionarias, escribe. Tal vez, Castel fuese una especie de doctor Moreau. Le costaba creer, sin embargo, que la realidad se pareciera a una novela fantástica. (142).

4. CONCLUSIÓN

El deseo de felicidad, el deseo sin más, produce sus mundos utópicos con esa materia plástica que llamamos Lenguaje y éste –deslizándose por las superficies de contacto entre el mundo y el cuerpo– produce como efecto de su recorrido otro no-lugar, que es el Sujeto. Dos cuerpos, dos materialidades: la del cuerpo y la del lenguaje-texto. Dos utopías: la que el texto describe y el sujeto. Bioy insinúa cómo los cuerpos pueden enlazarse con las utopías, cómo la ficción se instala en la realidad.

La ambivalencia del texto utópico se transfigura ahora en una ambivalencia por la cual lo indecidible en el texto de Bioy es su intención contra-utópica o puramente ficcional. La tachadura o distorsión de los elementos de la utopía, que hemos visto, se inviste en algunos momentos de un tono sombrío cercano a la denuncia de los peligros encerrados en la realización de las utopías, no obstante, tal ambivalencia es igualmente comparable al escepticismo de Moro que se hacía a sí mismo un personaje de la narración para sembrar las dudas sobre su intencionalidad. Morel y Castel están tan locos como el Dr. Moreau, precisamente, porque no son capaces de tolerar la distancia entre el deseo y la realidad, porque quieren realizar su utopía aun cuando ello signifique –permítasenos otro neologismo– utopizar lo real. La crítica de la utopía en las novelas que hemos analizado, si existe, sería el reverso de la crítica marxista: la utopía no es un peligro porque no se atiene a las condiciones históricas y, por lo tanto, difiere el cambio revolucionario a un más allá inefable, inmovilizando la praxis. Entonces, la utopía es un peligro porque la voluntad ciega de realizarla –si se dispusieran de los medios técnicos para ello– amenaza la realidad como tal, la realización de la utopía es la desrealización del mundo. Ahora bien, como este proceso de desrealización es algo, hasta cierto punto, ya acaecido, podemos leer los textos de Bioy como ficción pura.

Las ficciones de Bioy están claramente contextualizadas en el devenir artificial o artefactual de la realidad en el mundo contemporáneo. Incluso, indican expresamente el rol protagónico de la ciencia y de la tecnología como dispositivos de esta “hechura ficcional” (Derrida y Stiegler 1998: 15). Vivimos en un mundo que es cada vez más irreal, que se llena de simulacros producidos en serie para satisfacer deseos igualmente fabricados. De modo que, no obstante se encuentran a cierta distancia de los textos distópicos, las novelas que hemos examinado pueden leerse como proposiciones críticas sobre los aspectos sombríos de este proceso, en el que incluso el cuerpo se ha insertado en la producción semiótica universal, como objeto manipulable, fetiche, mercancía.

La presencia constante de dispositivos maravillosos y de científicos delirantes en los cuentos y novelas de Bioy se insertaría también en dicho contexto, pero aludiendo no ya exclusivamente a la hybris científico-técnica, como en Wells, sino –sobre todo– a la invención literaria, que se concibe, así, bajo la óptica procesual y la ética del laboratorio o del taller ingenieril. Este es un tema puesto en circulación por las vanguardias, pero de origen antiguo: el sabio constructor de invenciones mecánicas y de textos fabulosos. La escritura de Bioy, como la de su amigo Borges, coquetearía con la imagen autorial del sabio visionario, lo que nos permitiría conectarla de otro modo con los textos utópicos clásicos, instituidos sobre la autoridad del autor-filósofo del Renacimiento.5

Con todo, la máquina ficcional de Adolfo Bioy Casares, bien aceitada, produce personajes solitarios, incomunicados, llenos de un deseo que jamás se consume. Las utopías que imaginan, y que luego llevan a la práctica, son utopías de hombres imposibilitados de establecer contacto efectivo con el otro y con el mundo real. La angustia de imposibilidad, antes de producirse como frustración frente a la negatividad de lo real, se encuentra incrustada dentro de los propios individuos, de modo que no es difícil imaginar que, aunque a los personajes de Bioy el mundo se les presentara como un lugar lleno de oportunidades, ellos se encontrarían incapacitados para percibirlas. Nevers cuenta cómo una cicatriz que lleva en el rostro se origina en la morbosa autoinculpación de un crimen durante su pubertad, hecho que le acarrea el linchamiento de un grupo de jóvenes (112-113). Los personajes de Bioy padecen de esta suerte de narcisismo atormentado que los hace desear su sombrío destino, a la vez que imaginar utopías no menos terribles para escapar infructuosamente de él. Lo mismo puede decirse de sus trances amorosos, abortados desde el mismo momento en que son concebidos.

Octavio Paz (1967: 48) sostiene que los textos de Bioy señalan en dirección de una metafísica de la irrealidad del mundo y de los sujetos, “corremos tras de sombras pero nosotros también somos sombras”. Esta tesis resulta de la extensión del mecanismo propio de la producción literaria –que hemos llamado “ficcionalización”– a la producción de la realidad por el deseo y el conocimiento. Hemos sugerido que la especificidad del género utópico depende de esta extensión, en la que el autor y los lectores de utopías se ven atrapados desde el momento que atribuyen (conscientemente, o no) a los textos una función más allá del campo literario. Bioy, y quizás también Moro, guardan una prudente distancia escéptica al respecto, porque no olvidan que lo suyo no es más que un acto de escritura, que deseo y palabra se encuentran siempre en ese feliz no-lugar que llamamos literatura, según afirma en Plan de evasión.

Un hombre solitario no puede hacer máquinas ni fijar visiones salvo en la forma trunca de escribirlas o dibujarlas, para otros, más afortunados (76)



NOTAS

1 Adolfo Bioy Casares. 1997. La invención de Morel. en Obras Completas. Novelas I. Bogotá: Norma. 17. Citaremos por esta edición.

2 Cf: Félix Martínez Bonatti. 2001. La ficción narrativa. Santiago de Chile: Lom. Especialmente los capítulos “El acto de escribir ficciones” y “Sobre el discurso ficcional”: 67 - 76 y 177 - 190, respectivamente.

3 Adolfo Bioy Casares. 1997. Plan de evasión. En Obras Completas. Novelas I. Bogotá: Norma. 103. Citaremos por esta edición.

4 Rodríguez Monegal (1974) llama la atención sobre el papel de la escritura, en un sentido cercano al nuestro, en las principales obras de Bioy. Para él, la escritura es una cárcel, la textura lingüística de la que los personajes no pueden escapar. No obstante estar de acuerdo con esta interpretación, la insertamos en el concepto de ficcionalización que guía el presente trabajo, de modo que la cárcel de la escritura aparece sólo como una expresión metafórica para la experiencia de la condición no-real de los mundos literarios.

5 En Plan de evasión (116) hay una mención conjunta de Teócrito y Marinetti. Otros ilustres mencionados son Dante, Swedenborg (La invención), Schopenhauer y James (Plan: 177, 199), autores caros a ambos amigos. Véase, también, la genealogía que Borges crea para su amigo en el prólogo a La invención de Morel.

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