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Revista mexicana de sociología - Feminismos y solidaridad

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Revista mexicana de sociología

versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol v.72 n.3 México jul./sep. 2010

 

Artículos

 

Feminismos y solidaridad*

 

Types of Feminism and Solidarity

 

Pilar Rodríguez Martínez**

 

** Doctora en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesora titular de Sociología en la Universidad de Almería (España). Universidad de Almería, Departamento de Historia, Geografía e Historia del Arte. Dirección: Ed. C Humanidades, despacho 222, La Cañada de San Urbano, s/n 04120 Almería. Teléfono: 610 772771; correo electrónico: pilarr@ual.es.

 

Recibido: 21 de diciembre de 2009
Aceptado: 26 de mayo de 2010

 

Resumen:

En este artículo revisamos el concepto de solidaridad asociado con la epistemología feminista empirista, el punto de vista feminista y el feminismo postmoderno. En el primer caso, la solidaridad entre mujeres no es necesaria si hay una situación de igualdad y justicia. En el segundo modelo, la solidaridad entre mujeres se da por supuesta. En el tercer caso, dicha solidaridad no existe de antemano y sólo son posibles solidaridades pasajeras. Planteamos, por fin, la solidaridad desde la perspectiva de los feminismos periféricos.

Palabras clave: solidaridad, empirismo feminista, punto de vista feminista, feminismo postmoderno, feminismos periféricos.

 

Abstract:

This article reviews the concept of solidarity associated with empirical feminist epistemology, the feminist point of view and postmodern feminism. In the first case, solidarity between women is unnecessary if conditions of equality and justice exist. In the second model, solidarity between women is assumed. In the third case, solidarity does not exist beforehand and it is only possible temporarily. The author concludes by positing solidarity from the point of view of peripheral feminism.

Key words: solidarity, feminist empiricism, feminist point of view, post–modern feminism, peripheral feminism.

 

La solidaridad como "servicio a los demás" es una virtud un tanto "vulgar" y sospechosa que interesa sobre todo a mujeres pobres, oprimidas y, en nuestros días, migrantes ilegales. Se trata de una virtud complementaria de otra gran virtud, que es la justicia. Algunas mujeres blancas, de las clases medias, del norte, discuten mucho sobre justicia y se organizan en partidos políticos para defender su modelo de sociedad justa. Sin embargo, incluso en el norte rico, la participación activa de las mujeres en partidos políticos siempre es menor que su participación en las asociaciones de voluntariado. De hecho, el perfil del voluntariado es una mujer soltera, culta y católica. En comparación con los hombres, hay más mujeres voluntarias y menos políticas. Por lo demás, la solidaridad parece que tiene más que ver con el desarrollo de valores postmaterialistas que con la existencia de una heterogeneidad etnocultural (Janmaat y Braun, 2009).

No disponemos de muchas teorizaciones feministas sobre la solidaridad. Y, sin embargo, cualquier feminismo debe contener un análisis de una realidad compartida —un saber o epistemología— que debería aparejar un proyecto político más o menos solidario. La mayoría de las investigadoras y/o feministas prefieren discutir sobre igualdad, justicia y, sólo recientemente, sobre diversidad. Posicionándose sobre la diversidad y frente al multiculturalismo, autoras como Celia Amorós defienden un paradigma abstracto de universalidad1 que, al parecer, conecta con la razón y la Ilustración, pues "hay que discutir todas las reglas de todas las tribus. Están puestas a debate, de hecho, y deben estarlo, de derecho" (Amorós, 2008: 103). Pero hallamos pocos planteamientos sobre la solidaridad.

Los feminismos suponen que existe algún tipo de solidaridad en el acceso al conocimiento —epistemología— sobre los problemas sociales de las mujeres. El conocimiento —o saber— debe ir engarzado a su vez con un proyecto político necesariamente solidario. En este artículo nos planteamos la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto las epistemologías feministas —que suponen de algún modo conocimientos compartidos— implican algún tipo de solidaridad y qué efectos podrían tener los distintos saberes feministas respecto a la acción colectiva de las mujeres? Para ello hay que plantearse quién —según las feministas— está cualificado(a) para ofrecer un saber feminista, debate que pretendemos retomar a partir de los posicionamientos sobre lo que, en su día, Sandra Harding calificó como "la ciencia en el feminismo" (Harding, 1996).

Algunas autoras y autores que hablan de solidaridad se refieren indirectamente al principio más olvidado del orden social moderno que nació con la Revolución francesa. Como gran parte de las proclamas que han llegado hasta nuestros días, este principio estaba formulado en masculino. Nos estamos refiriendo a la fraternidad (Camps, 1991: 136–153). Ciertamente, la libertad y la igualdad han tenido innumerables defensores y detractores, pero en las sociedades modernas, los varones hablan poco entre ellos de solidaridad; se podría decir que, incluso, no dedican muchas energías a debatir sobre la fraternidad.2 El término solidaridad, según define el diccionario de la Real Academia Española, se refiere simplemente a la "adhesión circunstancial a la causa, empresa u opinión de otro". No debería sorprender esta definición tan escueta. Se supone que la sociedad está formada por individuos, libres e iguales, que forman continuas alianzas, todas ellas pasajeras, para defender sus intereses privados. En ese juego de alianzas, la solidaridad se entiende como adhesión circunstancial a la empresa y opinión de otro, como vínculo que se establece a fin de conseguir unos objetivos particulares.

Las críticas a ese modelo florecieron con su mismo surgimiento. Así, en el epílogo a la declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana (1789), las mujeres ilustradas consideraban que, a pesar de que ellas habían sido solidarias, sus compañeros se habían vuelto injustos con ellas una vez que llegaron a ser libres: "El hombre esclavo ha multiplicado sus fuerzas, ha necesitado recurrir a las tuyas para romper sus cadenas. Una vez libre, se ha vuelto injusto con su compañera". Los revolucionarios entendieron la solidaridad con las mujeres como una alianza pasajera. Y por eso, una vez que consiguieron sus objetivos, dejaron de ser solidarios y se volvieron injustos. Como bien señala Celia Amorós, "la justicia, como con tanta perspicacia lo vio Nietzsche, solamente se plantea como problema y como norma reguladora cuando se constituyen espacios de equipotencia, cuando han de coexistir individuos que tienen aproximadamente el mismo poder" (Molina Petit, 1994: 15). De modo que podríamos afirmar que la solidaridad se reserva para los casos en que experimentamos una cierta inclinación —y nos identificamos— con otros(as), caracterizados por no ser equipolentes, es decir, por sufrir una falta de poder, de acceso a los recursos, de reconocimiento o de respeto.

Feministas como Carole Pateman (1989) han puesto de relieve que la fraternidad masculina que proclamaban los revolucionarios sólo era posible a partir de reconocerse entre ellos como cabezas de familia, es decir, excluyendo de ese modo a las mujeres del ámbito de lo político. En la actualidad, hay quien reclama términos —sororidad, por ejemplo— y prácticas políticas que intentan crear vínculos entre mujeres que vayan más allá de sus pertenencias a clase, etnia o raza, y que de algún modo permitan poner en marcha proyectos políticos que modifiquen las condiciones sociales de todas las mujeres. Pero, si bien ellos pactaban por ser —y para seguir siendo— cabezas de familia, lo que básicamente los convertía en hermanos, ¿en base a qué situación de equipotencia podrán hacerlo ahora las mujeres?

Los análisis feministas actuales no siempre se restringen a las experiencias de las mujeres ilustradas en la Revolución francesa. Las feministas cuentan con experiencias de solidaridad más cercanas en el tiempo. Recordemos que los movimientos feministas de los años setenta se caracterizaron por desmarcarse de las formas tradicionales de hacer política. Muchas mujeres formaron parte de multitud de grupos de base en los que se tomaban las decisiones de forma asamblearia, y no se llevaban a cabo procesos de selección de representantes del grupo.3 Estos grupos de base o grupos de autoconciencia partían de que las mujeres pueden conocer y enfrentarse, escuchando a otras, a sus propios problemas. Las mujeres no acudían al grupo para tomar decisiones individuales sobre temas concretos de una agenda preestablecida sino, principalmente, para indagar en su propia experiencia de opresión personal mediante argumentaciones, pero también mediante aullidos, gritos, quejas, lloriqueos, etcétera. Escuchándose, aprendiendo quiénes son unas de las otras, se plantea la transición de lo personal a lo político. Ésa es, básicamente, la política de la experiencia. Una política basada en el ascenso de la emoción con efectos liberadores (Mitchell, 1977: 39–41).

La forma de solidaridad entre mujeres que podía experimentarse en aquellos grupos iba mucho más allá de una coalición circunstancial para conseguir objetivos concretos entre individuos libres e iguales. La política de la experiencia proclamaba que no se pueden separar razonamientos y sentimientos, y que la solidaridad con las otras es la única forma de entenderse a una misma. Que la solidaridad, además de comprender el dolor y la humillación de la otra, produce efectos sobre la propia liberación personal. Desde los años setenta hasta nuestros días, se han desarrollado diversos feminismos y, con ellos, diversas formas de entender la solidaridad entre mujeres. Seguidamente presentaremos tres epistemologías feministas. Nos preocuparemos por los efectos que tienen en la manera de entender la solidaridad.

 

EPISTEMOLOGÍAS FEMINISTAS Y SOLIDARIDAD

Un feminismo es una teoría y una práctica sobre la solidaridad entre las mujeres y, quizá, también entre algunos hombres. Las feministas se plantean acabar, de un modo u otro, con la situación de explotación, opresión y subordinación que los hombres ejercen sobre las mujeres. Ciertamente habrá que preguntarse en qué circunstancias forman las mujeres un grupo social particularmente solidario. Y si las feministas siempre lo forman.

Presentaremos las diferentes posiciones teniendo en cuenta la clasificación de Sandra Harding sobre epistemologías feministas. La autora diferencia entre tres de ellas: el feminismo empirista, el punto de vista feminista y el postmodernismo feminista (Harding, 1996). Trataremos de extraer algunas consecuencias que tienen que ver con las posibles maneras de entender la solidaridad.

 

Feminismo liberal y empirismo feminista: solidaridad universalista

Un feminismo es una teoría y una práctica social. En el orden del conocimiento, el empirismo feminista no cuestiona la epistemología moderna, sino que considera que lo que ocurre es que la "ciencia al uso" es una "mala ciencia". Se aspira, por tanto, a reconstruir los objetivos originales de una ciencia universal sin sesgos por razón de sexo. Son conocidas las investigaciones que "incluyen" la variable sexo como una de las variables a tener en cuenta en el análisis, y que al cabo vienen a corroborar que, efectivamente, hay menos mujeres en el mercado laboral, o que las mujeres dedican más tiempo que los hombres a las tareas domésticas, o que obtienen mejores calificaciones que los hombres en la educación secundaria. Dice Harding que, aunque se trata de una posición liberal respecto a la producción de la ciencia, el empirismo feminista es potencialmente radical ya que,

pone en duda el supuesto de que la identidad social del observador es irrelevante para la "bondad" de los resultados de la investigación, afirmando que el androcentrismo de la ciencia es, a la vez, muy visible y dañino y que su origen más fecundo está en la selección de los problemas científicos. Sostiene que, probablemente las mujeres, como grupo social, seleccionan con una frecuencia menor que los hombres como grupo social, problemas para investigar, que no deforman la experiencia social humana (Harding,1996:141).

El empirismo es a la ciencia lo que el liberalismo a la política. En el orden político se proclama que existen individuos y que éstos pueden o no ser solidarios, pero en todo caso lo harán partiendo de una toma de decisión individual. Para que haya justicia hay que proclamar unos derechos que sean iguales a todos y que se apliquen por igual a todos(as). Por eso la solidaridad, como dice Victoria Camps, aparece como una virtud sospechosa. Consiste en "mostrarse unido a otras personas y grupos compartiendo sus intereses y sus necesidades, en sentirse solidario con el dolor y el sufrimiento ajenos. La solidaridad es una virtud que puede ser entendida como condición de la justicia y como aquella medida que, a su vez, viene a compensar las insuficiencias de esa virtud fundamental" (Camps, 1990: 32–33). A este planteamiento se le ha criticado que no tiene en cuenta aspectos que vayan más allá del dolor y el sufrimiento, sin atender a la humillación (Bello Reguera, 1997: 183–203). En todo caso la virtud clave, según esta autora, es la justicia. No hace falta ser solidarios en un lugar donde predomina la justicia. La solidaridad sería condición y complemento de la justicia, permitiría corregir los sesgos indeseados de la justicia, sus insuficiencias. Cuando no hay dolor ni sufrimiento, no se precisa solidaridad.

En los estados de bienestar la solidaridad se reclama como virtud para enfrentar las situaciones que viven unos grupos concretos —lo que se denominaría sesgos en la ciencia al uso— que carecen de recursos y oportunidades. En esa línea, se proclaman políticas de discriminación positiva. Dichas políticas afirman, pues, que un "cierto" intervencionismo es imprescindible para aumentar la objetividad científica o la justicia social. El liberalismo asume la "métrica de la democracia" como posibilidad real y primordial de resolución de conflictos (Vargas–Machuca, 1996: 151). Los recelos a este liberal–igualitarismo (y a sus consiguientes políticas de discriminación positiva) se le han planteado desde diferentes posiciones. Desde el feminismo socialista se aduce que los planteamientos liberales no tienen en cuenta que la igualdad que se proclama es sólo aparente y sólo sirve para ocultar desigualdades. Desde el feminismo radical, por otra parte, se afirma que se trata de una igualdad uniformada y, como consecuencia, se reclaman políticas no sólo de redistribución de recursos, sino también de reconocimiento de las diferencias culturales.4 Y es que el modelo liberal entiende la solidaridad de manera similar a la Real Academia Española, como adhesión circunstancial a la causa, empresa u opinión de otro. El grupo mujeres, si sólo se entiende como grupo de individuos, no puede defender ninguna empresa solidaria. La propuesta más coherente con esta perspectiva es defender el derecho al mal, a ser tan malas como ellos. Seamos todos individuos y si es necesario, como sugiere el Aristófanes citado por Amelia Varcárcel, comamos todos mierda (1994: 165–166).

Además de las críticas del feminismo socialista y radical, algunas autoras plantean su profundo desacuerdo con el "sujeto individualista feminista"5 que está detrás de este planteamiento. Ese sujeto individualista supone que las mujeres pueden ser individuos autónomos, que se hacen a sí mismos, autodeterminados.6 De manera que es posible que la solidaridad sea sobre todo cosa de grupos, de condiciones sociales y de pertenencias. Pasemos ahora a exponer otras epistemologías feministas y otras maneras de entender la solidaridad.

 

La solidaridad feminista es cosa de mujeres: el punto de vista feminista

Dice Harding que el punto de vista feminista desarrolla las incoherencias del empirismo feminista, y cuestiona la separación entre sujeto y objeto de conocimiento.7 Esta perspectiva parte del marxismo para considerar que una epistemología feminista debe basarse en las prácticas del movimiento feminista. Las autoras con este punto de vista "privilegian epistémicamente a las mujeres o feministas (las explicaciones varían) y afirman también que trascienden las dicotomías típicas de la visión del mundo de la Ilustración y la burguesía y de su ciencia" (Harding, 1996: 124).

El conocimiento sobre las mujeres está profundamente vinculado a la experiencia práctica. La teoría y las ideas sobre la realidad dependen, en última instancia, de las condiciones materiales y las contradicciones sociales de un determinado grupo, en este caso las mujeres. En este modelo, la solidaridad se da por supuesta. Puesto que se afirma que las mujeres viven condiciones de vida profundamente diferentes —y contrapuestas— a las de los hombres, lo que deberíamos preguntarnos, en todo caso, sería por qué no hay más feministas, más solidarias.

Harding señala cinco argumentos a favor de las epistemologías del punto de vista. El primero sería defendido por Hilary Rose. Mientras que en la investigación científica las mujeres siguen ocupándose de tareas "artesanales" frente a las "industriales" de los hombres, en el movimiento feminista no se diferencia entre actividades mentales, manuales y asistenciales entre distintas clases de personas (Rose, 1983). Esta argumentación es cuestionable porque da por supuesto que la distribución del "saber" es homogénea entre las mujeres, cuando la relación de las académicas con las activistas de los grupos de mujeres, en el caso español, no siempre ha sido inmejorable. En muchos aspectos se parecen más a la situación que describe Nancy Fraser refiriéndose a Estados Unidos: "En nuestros días está de moda desacreditar los esfuerzos para combinar el activismo y la academia [...] muchas activistas de fuera de la academia dudan del compromiso e integridad de las académicas que reclaman ser sus aliadas y camaradas en la lucha" (Fraser, 1989: 1).

El segundo argumento sería aportado por Nancy Hartsock, y consiste en afirmar que las mujeres, al estar situadas principalmente en el mundo de la reproducción de la vida, tienen una ventaja que se basa en que "su aportación a la subsistencia representa una intensificación y profundización de la visión y de la consciencia materialistas del mundo que pueden tener los productores de bienes en el capitalismo, una intensificación de la conciencia de clase" (Harding, 1996: 292). Las mujeres se definirían y experimentarían de manera concreta y relacional frente a una racionalidad abstracta que sería la propia de los hombres.8 Así, el punto de vista epistemológico feminista sería "una posición social interesada", en el sentido de comprometida, que otorgaría una ventaja científica y epistémica a unas determinadas condiciones sociales, las de las oprimidas.9 Con las mujeres ocurriría igual que con los proletarios, que se encontraban en un mundo que había sido creado por ellos mismos, aunque de una forma negativa. Claro que al plantear las cosas de este modo, las críticas al modelo se pueden multiplicar. En un mundo donde incluso los sindicatos dudan de que haya clase obrera, es difícil pensar en una conciencia obrera o feminista.

El tercer argumento que Harding aporta lo proporcionaría Jane Flax. Desde una filosofía feminista psicoanalítica, esta autora se preguntaba por las formas de relaciones sociales que hacían que surgieran ciertas preguntas, para concluir que en el caso de los hombres, su "yo" quedaba bloqueado por la necesidad infantil de dominar, de reprimir a los otros, para poder lograr su identidad individual. Se hacía necesario, en consecuencia, una nueva fase de desarrollo humano en la que se den relaciones de reciprocidad y, por tanto, se impone un punto de vista de las mujeres que sea menos parcial que el de las anteriores versiones masculinas. En este caso, se supone que todos los hombres entretejen su yo a partir de un deseo de dominación y que todas las mujeres se caracterizan por no hacerlo. Esta posición de Jane Flax puede ser calificada de esencialista. El hecho de que las mujeres no sean socializadas para detentar el poder no quiere decir que no sean socializadas para el poder. En nuestra sociedad muchas mujeres crecen aprendiendo a mimar, cuidar, proteger, embellecer y defender el poder de sus maridos o hijos. Y, cuando encuentran la ocasión, también lo ejercen.

El cuarto argumento lo ofrecería Dorothy Smith (1987). El trabajo de las mujeres libera a los hombres del cuidado de sus propios cuerpos, configurando los conceptos de los hombres según las formas administrativas de dirección. La actividad y experiencia de las mujeres no sería ni comprensible ni explicable en el marco de las abstracciones deformadas de los esquemas conceptuales de los hombres. Dorothy Smith explica que sus experiencias como madre y ama de casa no son compartidas por sus colegas de la academia. Ellos, generalmente, cuentan con mujeres que cubren el cuidado de sus cuerpos y de sus seres queridos, lo que les lleva a desarrollar una manera de pensar lo social que, en cierto sentido, reproduce sus prácticas cotidianas, de modo que sus esquemas conceptuales reflejan una realidad deformada. En este caso, se plantean varias cuestiones. La primera tiene que ver con la posibilidad misma de conocimiento sobre lo social. Si sólo podemos conocer aquellas relaciones sociales que hemos experimentado, el oficio de sociólogo(a) deja de tener sentido. Por otro lado, tampoco está claro que las académicas cuenten con las mismas experiencias que las amas de casa o que, por ejemplo, las madres solteras negras de un barrio marginal.

El quinto argumento lo recoge Harding directamente de Engels, concretamente de su libro Del socialismo utópico al socialismo científico (Engels, 1989). Engels afirmaba que el socialismo moderno era el reflejo ideal de las luchas que la clase trabajadora sufría directamente. Siguiendo este argumento, en la actualidad sólo podemos comprender los feminismos del siglo XVIII y XIX como "feminismos utópicos".

Para Harding, los feminismos de la segunda ola todavía no estarían en condiciones de ofrecer unos esquemas conceptuales lo suficientemente ricos y flexibles, y habría que esperar la aparición de cambios históricos en las relaciones entre hombres y mujeres que fueran más complejos y sensibles a las diferentes culturas. Ofrece como alternativa lo que denomina "objetividad fuerte".10 Pues, según Harding, "las feministas no podemos permitirnos prescindir de los proyectos de la ciencia sucesora; son fundamentales para transferir el poder para cambiar las relaciones sociales de los que 'tienen' a los que 'no tienen'" (Harding, 1996: 169). Por eso, termina su exposición poniendo énfasis en la necesidad de una ciencia para las mujeres, y no sólo sobre las mujeres, y afirmando que las feministas blancas debemos luchar activamente para eliminar el racismo estructural del que nos beneficiamos.11

En el orden político, la propuesta del punto de vista feminista ha sido particularmente bien recibida entre algunas feministas negras. Así, Patricia Hill Collins se centra en el tema de la diferencia y hace un análisis de clase, raza, etnicidad y preferencias sexuales para ver cómo interactúan con la estratificación de género (Hill Collins, 1990 y 1997). Cinco rasgos caracterizan este feminismo. En primer lugar, el punto de vista más ventajoso para hallar la verdad sobre las relaciones sociales es el de las personas oprimidas. En segundo lugar, las mujeres de color proporcionan conocimientos reveladores sobre las relaciones sociales de dominación. En tercer lugar, destaca que se trata de un sistema de una opresión de clase, raza y género. En cuarto lugar, argumenta que ese sistema produce actitudes, acciones y personalidades patológicas tanto en las filas de los opresores como de los oprimidos. Por último, destaca que la oposición a la opresión se basa en la insaciable necesidad de los seres humanos de autorrealización plena e individual, y que la pertenencia a la comunidad de oprimidos y su cultura es esencial para el bienestar de cada uno de sus miembros. En los movimientos de solidaridad se pueden encontrar muchos argumentos que se asemejan a esta teoría del "punto de vista". Por ejemplo, se plantea la necesidad de que la cooperación internacional tenga en cuenta el "punto de vista de los nativos". Incluso, cada día más, que sean las y los implicados los que gestionen directamente la cooperación.

Sin duda, respecto al planteamiento liberal, la teoría del punto de vista supone un adelanto. Plantea que las situaciones de opresión y falta de recursos caracterizan a diferentes grupos, y las soluciones tienen que resolverse en ese nivel. Pero el problema de asumir una perspectiva como ésta llega si nos planteamos preguntas como las siguientes: ¿quién y cómo decide cuál es el punto de vista de las mujeres? ¿Por qué hay que asumir que todos los hombres tendrán otro punto de vista? ¿Por qué las mujeres no son más solidarias? Preguntas como éstas están detrás de situaciones como las que describe Agustín (2007), que se dan entre organismos no gubernamentales de mujeres que trabajan con prostitutas tratando de imponerles su "solidaridad".

 

La solidaridad en tiempos postmodernos

Muchos autores afirman que vivimos en un mundo postmoderno, entendiendo con este término una doble situación. Por una parte, se trata de un momento histórico específico, en el que las transformaciones socioeconómicas han alterado estructuras simbólicas y sociales, pasándose de la manufactura a los servicios y la información (Braidotti, 1994). También se puede considerar que lo que ha cambiado profundamente son las miradas o perspectivas de análisis, de modo que algunas —como el marxismo o el funcionalismo— están en franco declive.

A finales de los años noventa se consolidan planteamientos feministas nuevos desde los márgenes. A las anteriores discrepancias entre mujeres heterosexuales y lesbianas hay que sumar ahora las que plantean feministas transexuales, negras, migrantes, trabajadoras domésticas, teólogas de la liberación y un largo etcétera. Lo que une a todos estos planteamientos es que consideran que el grupo mujeres no es homogéneo, sino que dentro de él se reproducen también relaciones de poder. Y es que, muchas veces, no se dan entre las mujeres prácticas solidarias. Es más, se producen prácticas de poder. El uso y abuso del poder no está reservado a los varones. Y no siempre se puede —ni se debe— disculpar a las mujeres.

En el panorama de la teoría feminista se ha pasado de considerar la cuestión de las mujeres en la ciencia, a la cuestión de la ciencia en el feminismo. O, como señala Jane Flax, "el avance más importante en la teoría feminista es que la existencia y las relaciones de género han sido problematizadas" (Flax, 1990: 43–44). Los nuevos análisis tienen que ver con un espacio social altamente complejo, que sólo es posible entender en términos relacionales, un espacio donde se producen intersecciones de poder y resistencias, que sólo puede ser entendido cuestionando el centro, el eje central que hasta ahora sostenía la simultaneidad aditiva de las opresiones. Lo que ahora se persigue es dibujar "cartografías de lucha" de grupos difusos y móviles. Las postmodernas —a diferencia de los postmodernos— no olvidan que "la opresión no es un juego, no trata solamente del lenguaje, para muchas de nosotras permanece como algo profundamente real" (Hill Collins, 1997: 385).

En el orden del conocimiento, se ha pasado de defender las grandes teorías que parecían tener explicación para casi todo, a defender la posibilidad de establecer conversaciones,12 donde cada perspectiva puede ser interpelada por las otras. Para muchas postmodernas ya no es tiempo de militancias, sino de asumir y exigir responsabilidades sobre nuestras acciones. De ese modo, las postmodernas no proponen abandonar el feminismo, sino abandonar la idea de que existe una sola identidad, homogénea, de las mujeres. Se puede dejar de lado esa identidad homogénea y denunciar directamente las condiciones de opresión que las mujeres experimentan en determinadas situaciones.

Desde esta perspectiva, las experiencias de las mujeres en la sociedad no constituyen un punto de partida, sino uno de los aspectos de las relaciones de sexos–géneros que tenemos que comprender. En el orden teórico, las mujeres no tienen por qué ser sujetos centrales de un proceso de investigación, sino una parte de la relación que no adquiere su significación si no se la pone en contacto con lo que están haciendo, pensando y sintiendo los hombres. No hay punto de vista ventajoso para observar el mundo social. Tampoco un único sujeto político.

Pero quizá lo más interesante del postmodernismo es que reconoce una crisis de autoridad cultural al postular una definición plural de la verdad. Así, el racionalismo moderno se apoyaba en que existe un punto de vista de Arquímedes desde el que se adquiere el conocimiento. Ese punto de vista se supone que lo abstraía el conocedor de lo conocido y constituía una verdad categórica. No es posible concebir una teoría de "todo" perfectamente unificada, pero podemos mantener conversaciones13 entre las diversas perspectivas, aceptando la responsabilidad de nuestras elecciones. Se puede conversar, por ejemplo, con y desde los márgenes.

 

ENTENDIENDO LA SOLIDARIDAD CON Y DESDE LOS FEMINISMOS PERIFÉRICOS

Algunos feminismos que han surgido en los últimos años no suelen empezar su argumentación recurriendo a la Revolución francesa o a las sufragistas, sino citando a una feminista negra, Sojourner Truth, que en un famoso discurso "Ain't I a woman?", pronunciado en 1851, durante una convención sobre derechos de las mujeres compuesta casi exclusivamente por mujeres blancas, se expresaba de este modo:

Los hombres de ahí fuera dicen que hay que ayudar a las mujeres a subir a los carruajes, a cruzar las zanjas y que éstas deben ocupar el mejor lugar en todas partes. ¡A mí nadie me ayuda a subir a un carruaje, ni impide que chapotee en el barro, ni me cede el mejor lugar! ¿Y no soy acaso una mujer? ¡Miradme! ¡Mirad mi brazo! ¡Yo he cavado, plantado y he llevado la cosecha al granero, y ningún hombre pudo disuadirme! ¿Y no soy acaso una mujer? Puedo trabajar y comer tanto como un hombre —cuando tengo qué comer— y también empuñar un látigo. ¿Y no soy acaso una mujer? He dado a luz a trece criaturas y he visto cómo la mayoría de ellas han sido vendidas como esclavas, y cuando mi dolor de madre me hizo gritar, nadie, salvo Jesús, me escuchó. ¿Y no soy acaso una mujer? (Moller Okin, 1996: 186).

Por lo general, los feminismos de la segunda ola habían reconocido que, además del sexo–género, prevalecían en nuestra sociedad desigualdades como la de clase y la de raza y/o etnia. Pero ese reconocimiento no les llevaba a asumir las consecuencias que esas otras desigualdades podrían tener de cara a una identidad común de las mujeres, la cual, en todo caso, se consideraba como una suma de opresiones. Feministas como Sandra Harding, por ejemplo, siguen haciendo oídos sordos a las conclusiones a las que están llegando algunos investigadores y que ella misma recoge: "las políticas públicas sexistas son diferentes para las personas del mismo género pero de diferente raza, y las políticas racistas son distintas para las mujeres y los hombres de la misma raza" (Harding, 1996: 18).

Lo que Gisela Boch planteaba en ese artículo al que se refiere Harding no es que las políticas públicas fueran más o menos sexistas entre las mujeres de distintas razas —no era una suma—, sino que eran diferentes, es decir, que quizá habría que hablar de dos tipos de sexismo, cuando se cruzan sexo–género y raza. Y ello, no para obstaculizar los análisis o desactivar ningún objetivo de lucha compartido, sino para tratar de comprender lo que les pasa a esas otras mujeres, y poder plantear actuaciones realmente solidarias. Y justas.

A resultados parecidos han llegado también otras investigadoras. Por ejemplo, Nancy Fraser y Linda Gordon (1992: 37–65), llegan a la conclusión de que los accesos de un grupo a unos grados de ciudadanía tienen generalmente como contrapartida las exclusiones de otros. Así, analizando el acceso de las mujeres a la ciudadanía civil, se puede afirmar que cuando aumenta el estatus de algunos grupos, puede descender el de otros(as). Fue así el caso de los hombres respecto a las mujeres, ya que para que los hombres adquirieran la ciudadanía civil para ser "dueños de sí mismos" y no pertenecer a unidades patriarcales mayores, pasaron a ser "individuos" y "cabezas de familia", es decir, la exclusión de ellas era parte de la nueva condición de ellos. Pero no pierden de vista estas autoras que, en Estados Unidos, el mismo mecanismo ocurrió entre blancas y negros. Aunque efectivamente parece una ironía de la historia, "el objetivo de la primera ley americana sobre la propiedad de la mujer casada, aprobada en Mississippi en 1839, fue asegurar a las esposas derechos sobre los esclavos de sus maridos" (1992: 73). Joan Kelly destaca, en la misma línea, que cuando asumimos que las mujeres forman parte de la humanidad en su sentido más amplio,

el periodo o el conjunto de problemas que estamos analizando asume un carácter o un sentido completamente diferente del normalmente aceptado. De hecho, lo que emerge es una sostenida y relativa pérdida de estatus por parte de las mujeres en los periodos de los así llamados cambios progresistas [...]. De repente vemos esas épocas con una visión doble nueva en la cual cada ojo ve una imagen diferente (Benhabib, 1992: 38).

Lo que caracteriza a las feministas de la segunda ola es su negativa a aceptar el conflicto entre las mujeres, los resultados que constataciones como las anteriores tienen para el cuestionamiento de una identidad unificada de las mujeres o, en otros términos, de una ciencia sucesora, de "el feminismo". Se trata de un intento de enfrentarse teórica y prácticamente con la posibilidad de que unas formas de dominación utilicen a las otras como recurso. Claro que en el orden político esta posición dificulta hasta cierto punto la práctica de la solidaridad entre mujeres, y exige otro modelo de justicia capaz de enfrentarse no a individuos abstractos, sino a seres sociales con una historia.

Debería ser fácil comprender por qué nadie puede pretender pensar ni actuar en nombre de todas las mujeres, cosa bastante común entre algunas feministas de los países desarrollados que, como Susan Moller Okin, no entienden por qué puede resultar insultante la conclusión, refiriéndose a las mujeres del tercer mundo, según la cual los problemas de las demás mujeres son "similares a los nuestros pero aún más acentuados" (Moller Okin, 1996: 189). Como afirma Flax, al aceptar Okin los puntos de partida de Rawls14 sobre la universalidad, no comprende el peligro que supone proponer a las mujeres de otros países como evidencia en una disputa entre mujeres del primer mundo. Además, su planteamiento ignora las formas de resistencia indígenas y los efectos del racismo. La respuesta de Okin en este mismo volumen es de interés, no porque contenga argumentaciones nuevas, sino por el tono del discurso que termina planteando que el postmodernismo impide hablar sobre las "otras". En nuestra opinión, la autora no parece comprender los argumentos del artículo de Flax, donde afirmaba que "para tener futuros mutuos, tenemos que cultivar amores nuevos, no platónicos, donde esté presente la diversidad, el conflicto, y lo que no es compartido", es decir, se trata de establecer diálogos con las "otras" y no de hablar "sobre" las otras para justificar las propias posiciones.

Conversaciones que no eximen de responsabilidades. Quizá tenemos que repensar las prácticas feministas de los grupos de autoconciencia para poder plantear maneras de estar con las otras que sean realmente solidarias y justas. Políticas basadas en el ascenso de la emoción con efectos liberadores. Para ello, no se pueden ignorar los efectos del racismo. Como afirma una feminista chicana, Gloria Anzaldúa, en el conocido texto que lleva por título "La conciencia de la mestiza",

No eres más que una mujer significa que eres defectuosa. Su opuesto es ser un macho. El significado moderno de la palabra "machismo" así como el concepto, es de hecho una invención anglo. Para hombres como mi padre, ser "macho" significa ser lo suficientemente fuerte para proteger y mantener a mi madre y a nosotros y, sin embargo, ser capaz de mostrar amor. El macho de hoy tiene dudas sobre su capacidad de alimentar y proteger a su familia. Su "machismo" es una adaptación a la opresión, a la pobreza y a la baja autoestima. Es el resultado del dominio masculino jerárquico. El anglo, sintiéndose inadecuado e inferior y sin poder, desplaza o transfiere estos sentimientos al chicano, avergonzándolo (1993: 432).

Estas apreciaciones de Anzaldúa pueden hacernos dudar sobre algunos pobres planteamientos que, en nuestros países, hemos dado por buenos durante mucho tiempo. Pues no podrá haber solidaridad ni justicia satisfactoria si, de algún modo, no propiciamos encuentros con otras y otros con los que nos identifiquemos. Pues la solidaridad sólo puede gestarse admitiendo la interdependencia, la amistad, el afecto, la simpatía, la ayuda, la caridad, el reconocimiento, el espectáculo —si se quiere— y el compromiso. Significa encontrar un modo que nos permita vivir juntos(as) y compartir, en un mundo marcado por profundas desigualdades. Hay gente en la Europa del siglo xxi que está desarrollando ese tipo de prácticas en su vida cotidiana, aunque legalmente sus acciones puedan ser consideradas como crímenes de solidaridad. Ese es el caso que describe Feteke (2009) refiriéndose a las medidas que la Unión Europea ha puesto en marcha en contra de las personas que apoyan y asisten a los migrantes "ilegales" que, precisamente, son en su mayoría mujeres.

 

SÍNTESIS FINAL

Así pues, hemos revisado varias posibilidades de entender la solidaridad entre mujeres. Desde el empirismo feminista, la solidaridad entre las mujeres no es necesaria, siempre que se defienda la igualdad o se desarrolle la ciencia de un modo riguroso. Desde el punto de vista feminista, la solidaridad entre las mujeres se da por supuesta, pues las mujeres comparten unas condiciones sociales que les hacen tener un punto de vista compartido. Desde el planteamiento postmoderno la solidaridad entre mujeres no se puede dar por supuesta, ya que no existe un grupo unificado ni una esencia que, por definición, haga solidarias a las mujeres. La solidaridad será cuestionada por los feminismos periféricos en el momento en que se afirma que hay desigualdades y conflictos de poder entre mujeres. Supone un posicionamiento respecto a esas desigualdades al tiempo que invita a construir relaciones sociales basadas en el respeto y en el apoyo y cesión de recursos a otras (y otros), más que en una defensa a ultranza de la igualdad formal.

 

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NOTAS

* Me gustaría dar las gracias a Margarita Birriel por su lucidez feminista de la que tantas veces me he beneficiado y por haberme propuesto dar una conferencia sobre un tema tan poco explorado como el de feminismos y solidaridad en el curso de verano "Participando en el desarrollo: las mujeres como agentes de cambio", que se celebró en Almuñécar (Granada) en el año 1999, la cual constituyó el primer borrador de este artículo. No habría sido posible terminar este trabajo sin el inestimable apoyo de los y las colegas del grupo de investigación de Sociología aplicada de la Universidad de Almería, que tan bien dirige Gonzalo Herranz de Rafael. José María Muñoz Terrón, como siempre, me proporcionó todos los materiales que estaban a su alcance y que de otro modo no habría podido revisar.

1 Como señala Amelia Valcárcel, "contra tal pretensión se alzan ahora algunas voces: las de algunos de los colonizados y varias que son nuestras también. Tal universalidad, nos dicen, es proterva. Borra diferencias a las que se tiene derecho; uniformiza los modos de vida sin aumentar la calidad de ésta. Es un rodillo aplicado sobre los débiles para no tomarse el trabajo de entenderlos ni respetarlos. El norte universalizador es agresivo. Llama universales a sus costumbres y manías. Saquea al sur de mil modos. [...] Yo estaría dispuesta a tomar en consideración algunas de esas invectivas si sólo nosotros hubiéramos inventado el dinero. Si hubiéramos sido los únicos en comprar y vender cosas y hombres. Sin embargo, más tiendo a pensar que ésta es una capacidad humana universal. Cambiar y obtener ventaja, negociar con los deseos y necesidades de otro para que cumpla los nuestros, jugar con el desvalimiento ajeno, son habilidades que nos acompañan a todos, allá donde los seres humanos nos hayamos instalado" (Valcárcel, 2002: 34–35).

2 Según Victoria Camps, "la propiedad era la condición de la justicia, lo que daba a los ciudadanos la categoría de seres libres e iguales. Entre tales derechos, la fraternidad no podía ser vista sino como una semilla de confusión y contradicciones inaceptables. Una igualdad 'fraternal' llegaría a ser insoportable [...]" (Camps, 1990: 36–37).

3 Esto no quiere decir que no hayan tenido lugar procesos de liderazgo. La historia de las formas de organización de las mujeres está aún por hacerse. En todo caso, las mujeres han sido reacias a las organizaciones formales como los partidos políticos. En el caso español, esto quizá se podría explicar, también, por qué muchas de ellas empezaron a formar parte de grupos feministas después de malas experiencias en los partidos de izquierda, a los que criticaban por su incapacidad para escuchar sus demandas. Lo anterior, unido a la percepción de que el proyecto feminista era necesariamente parcial, o diferente al de los partidos políticos, quizá explique esta característica de las organizaciones de mujeres.

4 Algunas feministas defienden que la política emancipatoria referente a las mujeres ha de pasar por un cuestionamiento de las tradiciones modernas relativas a la política y la moral, al mismo tiempo que consideran que el racismo es otra de las plagas endémicas hijas de la manera de ver —y actuar— de la modernidad. Desde este punto de vista, una ética liberadora debe desarrollar una concepción de la razón normativa que no oponga la razón al deseo y la afectividad. Esta crítica se conecta con el "modo en que la razón normativa moderna genera oposición con las críticas feministas a la teoría política moderna, particularmente tal y como es expuesto en Rousseau y Hegel. Sus teorías hacen que el ámbito público del Estado exprese el punto de vista imparcial y universal de la razón normativa. Sus expresiones de este ideal de lo cívico público de ciudadanía descansan en una oposición entre razón por un lado, y el cuerpo, la afectividad y el deseo por el otro" (Young, 1990: 92). Una política emancipatoria debería fomentar una concepción de lo público que en principio no excluyera a ninguna persona ni a ningún aspecto de la vida de las personas ni ningún tema de discusión, y que alentara, al mismo tiempo, la expresión estética así como la discursiva. Puede que en esa concepción de lo público, el consenso y los criterios compartidos no siempre sean el fin, sino el reconocimiento y apreciación de las diferencias en el contexto del enfrentamiento con el poder (Young, 1990: 92). Y, además, se trataría de ir más allá en el planteamiento de la justicia, como plantea Nancy Fraser. Esta autora contrapone las políticas de redistribución de recursos a las políticas de reconocimiento de la identidad. Esas dos políticas asumen conceptos diferentes y proponen remedios distintos para luchar contra las injusticias. Asumen comprensiones distintas de las diferencias grupales y suponen lógicas distintas para la diferenciación de grupos. Sostiene que el género es una colectividad bivalente y precisa, por tanto, reinventar un concepto "bivalente" de la justicia que concilie ambas políticas, de tal forma que el dualismo perspectivista en teoría social quede complementado con la paridad participativa en la teoría moral (Fraser, 1996: 18–41).

5 El sujeto individualista que se denuncia como el que mantienen las feministas blancas es el del individualismo moderno, que está detrás del humanismo marxista y de la teoría liberal.

6 Autoras como Talpade Mohanti afirman, sin reparos, que las mujeres y los hombres no son personas autónomas ni tampoco víctimas, sino "conciencias mestizas". Según esta autora, se hace necesario partir de una pluralidad del self construida con base en fronteras que, para comprenderse, tiene que acudir a ideas y conocimientos múltiples y muchas veces opuestos. La identidad de sexo–género es, como la raza, resultado de una negociación con otras identidades: "Por encima de todo, género y raza son términos relacionales: resaltan una relación (y normalmente en una jerarquía) entre las razas y los géneros. Definir feminismo solamente en términos de género asume que nuestra conciencia de ser 'mujeres' no tiene nada que ver con la raza, clase, nación, o sexualidad, solamente con el género. Pero nadie 'llega a ser una mujer' (en el sentido de Simone de Beauvoir) solamente porque es hembra. Las ideologías sobre la feminidad tienen tanto que ver con la clase y raza como tienen que ver con el sexo. Así, durante el periodo de la esclavitud americana, las construcciones de la feminidad blanca como casta, domesticada, y moralmente pura tenían mucho que ver con las construcciones correspondientes de las mujeres negras esclavas como promiscuas, trabajadoras de las plantaciones disponibles. Es la intersección de varias redes sistémicas de clase, raza, (hetero) sexualidad, y nación, pues, la que nos posiciona como 'mujeres'" (Talpade–Mohanty, 1991:12–13).

7 Así, desde el punto de vista feminista, la teorización sobre la posibilidad de una teoría feminista suele comenzar de este modo: "En primer lugar, su principal 'objeto' de investigación, el punto de partida de todas sus investigaciones, es la situación (o las situaciones) y experiencias de las mujeres en la sociedad. En segundo lugar, considera a las mujeres como ''sujetos' centrales del proceso de la investigación; es decir, intenta ver el mundo desde el distintivo y ventajoso punto (o puntos) de vista de las mujeres en el mundo social. Y en tercer lugar, la teoría feminista es una teoría crítica y activista que actúa en nombre de las mujeres; su objetivo es producir un mundo mejor para las mujeres y, por tanto, para toda la humanidad" (Madoo Lengermann y Niebrugge–Brantley, 1993: 354).

8 Véase, a este respecto, el debate sobre la teoría moral y la ética del cuidado. Como destaca Sheila Benhabib, "cuando el relato de una vida sólo puede narrarse desde la perspectiva de las otras, el yo es una víctima sufriente que ha perdido el control sobre su propia existencia. Cuando esa historia sólo puede relatarse desde el punto de vista del individuo, ese yo es narcisista y solitario y puede haber alcanzado su autonomía a costa de la solidaridad. Alcanzamos un sentido coherente de la propia identidad cuando integramos con éxito autonomía y solidaridad, cuando mezclamos adecuadamente justicia y cuidado. La justicia y la autonomía solas no pueden sostener ni alimentar ese tejido narrativo en el que se desenvuelve el sentido de la identidad de los seres humanos; pero tampoco la sola solidaridad y el solo cuidado pueden elevar al sujeto a ser no sólo el objeto cuanto la autora de un relato coherente de la propia vida" (Benhabib, 1992: 59).

9 Hartsock fue la primera en definir la teoría del punto de vista para precisar, desde una perspectiva marxista, la naturaleza de las verdaderas pretensiones que las feministas promueven y para proveerlas de una base metodológica que pudiera validar esas pretensiones. La teoría del punto de vista es su propuesta metodológica. Hartsock explica así cómo la concibió: "Estaba intentando trasladar el concepto del punto de vista del proletariado a términos feministas [...] Argumentaba que, al igual que las vidas de los proletarios en la teoría marxista, las vidas de las mujeres en las sociedades capitalistas occidentales también contenían posibilidades para desarrollar una crítica de la dominación. Examinando la división del trabajo institucionalizada, argumentaba que podría desarrollarse un punto de vista feminista que pudiera llevar a una crítica de la ideología patriarcal. Como él (Marx) no deja espacio teórico para otra opresión diferente a la de la clase, siguiéndole no logré ver la importancia de las diferencias entre mujeres y las diferencias entre otros grupos, diferencias de poder todas" (Hartsock, 1997: 368).

10 En la lectura de Heckman, Harding "comienza notando que aunque la diversidad, el pluralismo, relativismo y diferencia, tienen su valor y usos políticos, aceptándolos no se resuelve satisfactoriamente para casi nadie el conflicto epistemológico–científico–político. Las epistemólogas del punto de vista, arguye, abrazan el relativismo sociológico–cultural–histórico mientras rechazan el relativismo epistemológico o enjuiciador. La 'objetividad fuerte' reconoce el situacionismo social de todo conocimiento pero requiere una evaluación crítica para determinar qué situaciones sociales tienden a generar la mayoría de las demandas de conocimiento objetivo. Es significativo que Harding continúe la epistemología del punto de vista tradicional asumiendo que cuanto mayor es el nivel de opresión, más objetiva es la estimación" (Heckman, 1997: 353–354).

11 Según Rorty: "Gran parte de la filosofía reciente —bajo los auspicios de la 'fenomenología' o de la 'hermenéutica', o de ambas— ha coqueteado con esta idea tan desafortunada. Por ejemplo, Habermas y Apel han insinuado formas de crear un nuevo punto de vista trascendental, que nos permitiría hacer algo parecido a lo que intentó hacer Kant, pero sin incurrir ni en el cientismo ni en el historicismo. Asimismo, la mayoría de los filósofos que consideran a Marx, a Freud, o a ambos como figuras que deben introducirse en el 'cauce principal' de la filosofía han tratado de desarrollar sistemas cuasimetodológicos que se centran en torno al fenómeno que Marx y Freud ponen de relieve —el cambio de la conducta que se produce como consecuencia del cambio en la autodescripción. Estos filósofos piensan que la epistemología tradicional se ha dedicado a 'objetivizar' a los seres humanos, y esperan que llegue un sucesor de la epistemología que haga por la 'reflexión' lo que la tradición ha hecho por el 'conocimiento objetivizante'" (Rorty, 1995: 242–243).

12 Las propuestas que se apuntan pueden quedarse en juegos de lenguaje. Una defensora del método postmoderno, como Jane Flax, afirma que "los postmodernos pasan por alto u obscurecen con demasiada frecuencia los aspectos no lingüísticos de los humanos y, en consecuencia, en sus relatos se vuelven invisibles los muchos e importantes modos en los que el género, otras relaciones sociales y la vida psíquica interna estructuran a los hablantes y las formas narrativas–lingüísticas" (Flax, 1995: 67).

13 La expresión "mantener conversaciones" está recogida de Rorty. Para este autor, los "filósofos edificantes", situados en la periferia, se opondrían a describir la verdad (objetivo de los filósofos que denomina sistemáticos), y aspirarían a "mantener conversaciones". En la pretensión de que sea la verdad la que se desvele, "como una especie inimaginable de inmediatez que haría superfluos el discurso y la descripción", subyace el "intento de sacudirse la responsabilidad" que es, siguiendo a Sartre, un "intento de convertirse en una cosa". La búsqueda de la verdad se convierte en una "necesidad", bien sea de lógica (trascendentalismo) o física (epistemólogo evolutivo). Desde el punto de vista de Sartre, "el deseo de encontrar estas necesidades es el deseo de renunciar a la propia libertad para instaurar otra teoría o vocabularios alternativos. Por eso, el filósofo edificante que señala la incoherencia de este deseo es tachado de 'relativista', de falta de seriedad moral, porque no comparte la común esperanza humana de que desaparezca la carga de la elección" (Rorty, 1995: 339).

14 En el sentido de que expulsar los materiales históricos lleva al individuo a ser "libre", pero a costa de adquirir la objetividad detrás de un velo de ignorancia. Las críticas al liberalismo de Rawls no sólo han surgido entre los denominados comunitaristas, sino también desde los feminismos postmodernos que se han preocupado por articular nuevas formas de justicia (véase, por ejemplo, Théry, 1996).