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Alpha (Osorno) - IMÁGENES DE AUTOR E IMÁGENES DE PATAGONIA: TRELEW DE MARCELO ECKHARDT

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Alpha (Osorno)

versión On-line ISSN 0718-2201

Alpha  n.31 Osorno dic. 2010

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012010000200010 

ALPHA Nº 31 DICIEMBRE 2010 (131-146)

ARTICULO

IMÁGENES DE AUTOR E IMÁGENES DE PATAGONIA: TRELEW DE MARCELO ECKHARDT

Images of author and images of Patagonia: Trelew by Marcelo Eckhardt

Luciana Andrea Mellado*
Universidad Nacional de Patagonia, Chubut, Argentina.

Dirección para correspondencia


Resumen

Trelew (1997) del escritor argentino Marcelo Eckhardt está compuesto por ensayos, relatos y una novela que se desarrollan de modo intercalado. Caracterizado por la mixtura genérica, así como por una insistente descripción del espacio geográfico y cultural de PatagoniaTrelew despliega la mitografía de la ciudad homónima a la vez que construye la del propio autor que expande y diversifica su enunciación en otras voces, convirtiendo el texto en un texto plural no sólo en cuanto a las formas sino, también, en cuanto a las voces que lo configuran.

Palabras clave: Narrativa patagónica, mitografía del espacio, imágenes de autor, literatura argentina.


Abstract

Trelew (1997) of the Argentine writer Marcelo Eckhardt is composed by essays, stories and a novel that they develop in an inserted way. Characterized by the generic mixture, and by a insistent description of the geographic and cultural space of the Patagonia, Trelew develops the mitografìa of the city homonym simultaneously that constructs that of the own author who expands and diversifies his speech in other voices, turning the text in a plural text by the forms and by the voices that form it.

Key words: Narrative Patagonian, mitografìa of the space, images of author, Argentine Literature.


I. ENTRE LA FICCION Y EL TESTIMONIO. EL PERSONAJE-NARRADOR COMO IMAGEN DE AUTOR

La importancia que tendrá la escritura del yo en la organización discursiva de Trelew es adelantada en el prólogo del libro, donde al autor describe y resume su experiencia con la escritura de un espacio y su experiencia en el espacio de su escritura. En ese texto liminar, Patagoniaargentina, específicamente la ciudad de Trelew, aparece tironeada por antagonismos semánticos que en ella se resuelven en una síntesis dialéctica. Trelew es “(l)iberación y maldición, ida y regreso, novedad y presencia, sentido y azar, hola y adiós”.1 El lugar, sin embargo, no adquiere existencia real “si no están sus habitantes, sus memorias y sus voces” (9). La localidad, consecuentemente, manifiesta un triple carácter social, histórico y discursivo. La ciudad se vive, se recuerda y se narra. Este conjunto de prácticas conforma los pilares de la experiencia del sentir desde donde el autor configura las imágenes del espacio local y regional.

En Moi aussi, Philippe Lejeune explica que la autobiografía “puede pertenecer a dos sistemas diferentes: a un sistema referencial real (donde el compromiso autobiográfico, incluso si pasa por el libro y la escritura, tiene valor de acto) y a un sistema literario, donde la escritura ya no pretende la transparencia, sino que puede perfectamente imitar, movilizar las creencias del primer sistema” (Citado por Miraux, 2005:85-6). La novela se mueve entre estos dos sistemas: mientras que en los apartados titulados “Fragmentos” el narrador privilegia sus vínculos con una lógica testimonial y extraliteraria, en el apartado que lleva por título “Trelew, una novela” opta por inscribirse de modo específico y explícito dentro de las fronteras del campo literario.

El apartado “Trelew, una novela”2 se desarrolla de modo discontinuo y desplaza la responsabilidad de la enunciación hacia Francisco, cuya narración se supedita a la reflexividad metadiscursiva de su propia voz y de un narrador extradiegético, cuya presencia frecuentemente enmarca o interrumpe su discurso. En el inicio de este apartado se produce el traspaso de una autoridad narrativa de estatuto no ficticio a otra, cuya naturaleza sí lo es. Sin embargo, la distinción de estas figuras se neutraliza, en parte, por la presencia del lector como un destinatario en común al que recurrentemente el libro, como una unidad escritural, se dirige. En última instancia, los interlocutores de Francisco son los lectores de Eckhardt. Entre estas dos instancias narrativas existen ostensivas similitudes. Las más obvias son aquellas referidas al contexto de producción. Francisco escribe “Trelew, una novela”, en la ciudad homónima “durante 1996 y ”(16) y Eckhardt, que reside en esta ciudad patagónica, publica su novela en 1997. Ambos comparten una gramática de producción que, por un lado, se solaza en la polifonía y en la intertextualidad y, por otro, exhibe una acentuada autoconciencia de marginalidad respecto a las leyes del campo literario nacional. Trelew, precisamente por la mixtura de formas expresivas que incorpora, se instala en una ambigua zona discursiva que dificulta establecer una definición genérica del libro al que, sin embargo, puede reconocérsele una matriz de escritura de particular pregnancia: la escritura del yo, la auto-bio-grafía.

Lo más común en Trelew, es ––especialmente en el discurso de Francisco–– que se articule la figura del lector con la de autor; de ahí la evidente dispersión de un sistema de citas y referencias literarias que hacen ostensivo el carácter intertextual del discurso. El personaje-narrador, además de manifestar una aguda conciencia de sus prácticas escriturales es, reiteradamente, un teorizador descriptivo y programático de la literatura, en general, y de la literatura argentina, en particular. Sobresalen en sus descripciones el reconocimiento de la literatura nacional como una organización familiar, en términos de fratrías textuales, la vinculación entre historia, política, relatos sociales y literatura y la crítica al dominio del mercado en el establecimiento de las reglas del juego literario. Por su parte, dentro del programa discursivo sobresale la necesidad de pluralizar el relato, de promover la horizontalidad de narradores y narraciones, de conocer y analizar la literatura regional desde parámetros no regionalistas.

En “Liturgias y profanaciones”, Nicolás Rosa recuerda que “(l)as filiaciones organizadas metafóricamente en la línea de sucesividad elaboran genealogías sobre el repertorio de antecesores y sucesores” (1998:71). Este mismo modo de ordenar las relaciones entre los escritores nacionales es la que utiliza Francisco en el segmento textual que es “Trelew, una novela”. Allí, luego que transcribe la narración espontánea de Ediberto Molina, sostiene que “(l)a familia del relato argentino es vasta y solidaria, memoriosa y fabulosa” (62) y una página después, todavía realizando una exégesis del relato de Molina, dice que “(d)e abuelo o abuela a nieta o nieto pasa la cosa literaria, el relato de la patria. Los nietos reales o literarios serán los encargados de continuar y de renovar la historia de las historias” (63). La idea de continuar ––y, conjuntamente, rehacer los relatos–– legados reaparece páginas más adelante cuando este narrador explica que “(n)uestras voces hilos remontan las historias nuestras, antiguas, familiares, zonales; no nos damos cuenta pero fue nuestra abuela la que anudó su relato al nuestro para que lo continuemos, lo re-hagamos” (77).

Las citas dejan ver que la filiación narrativa no se reduce a la filiación literaria y que los padres y abuelos que se recuperan no son ni exclusiva ni principalmente escritores. Eckhardt privilegia las relaciones extrapoéticas y, a través de distintas voces narradoras, desplaza la paternidad de los predecesores y la hermandad de los contemporáneos –en ambos casos, con representantes nominados a lo largo del libro– hacia fuera de la parcela literaria, de sus tradiciones y cánones.

Al realizar tal desplazamiento que es, más bien, una expansión de las genealogías discursivas (literarias y no literarias) también se modifican los agentes con que se relaciona Francisco como voz que proyecta ––manifiesta y parcialmente–– la del autor. Francisco que ––como dijimos–– narra la novela que, transgresora de las leyes del género, se incluye en el libro, toma como voces referentes, de las que se manifiesta respetuoso y admirador, no sólo a “algunos excelentes escritores” (118) como los repetidamente nombrados “Joyce, Nabokov, Fernández, Tournier, Connolly, Berger” (118) sino, también, a otras voces predecesoras cuya autoridad narrativa recupera: las de personajes periféricos y lejanos al mundo letrado como Ediberto Molina y Josefa Lienqueo.

La incorporación de personajes como narradores transitorios en el relato a cargo de Francisco forma parte de esa expansión genealógica de la familia narrativa de la que venimos hablando y, a la vez, visibiliza cierta voluntad de desmontar algunos términos que con frecuencia se presentan como antinómicos, por ejemplo, oralidad y escritura, literatura alta y literatura baja, ficción y realidad. Molina es un peón de campo que rememora algunas de sus faenas e historias y costumbres de su familia tehuelche, incorporando detalles del espacio y de la vida rural en las mesetas patagónicas. Lienqueo es una mapuche que recuerda escenas de su vida y reivindica la cultura materna y su lenguaje, ligados también a una identidad regional silenciada. Las narraciones de ambos son intersticiales en varios sentidos. Primero, se hallan entre lo oral y lo escrito, son testimonios expresados oralmente en el marco de una entrevista que, luego, son desgrabados y transcritos por el narrador e interlocutor. Segundo, se encuentran entre dos mundos: el indígena y el blanco. Los personajes son mestizos culturales que reivindican la cultura autóctona y materna y dan cuenta de un presente que tiende a la aculturación, la marginación y el olvido. Tercero, en ellos se problematiza el lenguaje como vehículo comunicativo y refugio de una identidad subalterna. Ediberto Molina desciende de familia tehuelche pero aprende “a hablar la lengua como a los quince años” (61). Lienqueo debe dejar de expresarse en su lengua materna al ser escolarizada porque “el idioma mapuche era totalmente prohibido de hablar” (74).

Más que figuraciones fantasmáticas con las que se teoriza un conflicto social que en este caso involucra ––entre otras cosas–– el choque entre una lengua vehicular y otra materna, estos dos personajes y circunstanciales narradores –al igual que otros que aparecen en el texto– emergen como voces testimoniales y no ficticias. Son parte del relato de los hechos que narra una voz ficcionalizada. Josefa Lienqueo, el personaje dentro de la invención, efectivamente existió y dirigió –en la década del 90 hasta su fallecimiento en el año 2002– la escuela de mapuche o mapuzungun “Tata Ancamil”, en la ciudad de Trelew. De Molina, así como de otros personajes descritos desde este registro testimonial, desconocemos su estatuto ontológico y no podemos aseverar a ciencia cierta su existencia en la realidad extraliteraria, sólo lo podemos asegurar como una posibilidad. Y esto último es así no sólo por el registro realista con que se componen estos personajes sino porque su representatividad es simultáneamente mimética, social y teatral. Son representativos de “lo real” en este triple aspecto. Este modo de desestabilizar las fronteras entre lo real y lo ficticio ––de expandir y pluralizar las autoridades narrativas–– junto con el proliferante ejercicio de metaescritura a cargo tanto del enunciador responsable y responsabilizado de “Trelew, una novela”, como del de los pasajes más bien ensayísticos, presentados bajo el título “Fragmentos” son ––además de procedimientos de composición–– huellas de cómo el artista imagina y despliega su subjetividad en tanto escritor.

Como observa María Teresa Gramuglio, los escritores por lo general construyen figuras de escritor que “suelen condensar, a veces oscuramente, a veces de manera más o menos explícita y aún programática, imágenes que son proyecciones, autoimágenes, y también anti-imágenes o contrafiguras de sí mismos” (1992:37). Francisco es, en este sentido, una imagen constitutiva de la figura de Eckhardt. Él se encarga de definir y de difundir una visión discursivista de la realidad o, más precisamente, narrativista. En varias ocasiones sostiene la idea de que todo es relato. Por ejemplo, cuando afirma que somos “bienes relatados, culturales, aproximados; no nos valoramos por estar entre libros sino entre relato y relato” (87) o cuando señala que “(u)no está hecho de carne, cielo, huesos, luz, tierra y relatos. El agua mental bulle de relatos. Somos relatos, nos hacen y nos deshacen” (118). De lo que se trata es de describir la naturaleza narrativa de las identidades sociales.

Así, mientras los relatos, en un sentido amplio, propenden a propagarse como componentes básicos y constitutivos de una dinámica y horizontal semiosis social, el narrador comprueba que los relatos –en un sentido restringido y específicamente literario– se producen, circulan y se consumen de acuerdo a cuestionadas reglas arbitrarias, verticalistas y constrictivas. Se trata de las normas y valoraciones de un selecto grupo de escritores nacionales innominados que evidencia “la intolerancia de los sofisticados intelectuales de Escritura hacia los escritos nuestros, comunes, ordinarios, masificados, sentimentales, nacionales” (83). Se trata de los dictámenes de “los que trabajan en los diarios, en las secciones de cultura y venden semana a semana lo que se debe leer y lo que no tanto” (85), operando en espacios de crítica absolutamente sesgados por un interés comercial, puesto que ellos “ya están pre-establecidos por las editoriales que pagan sus buenas sumas a los suplementos literarios y debido a esta única y definitiva razón muy difícil les será a ellos, los críticos, hablar mal de quienes literalmente les dan de comer” (85). Se trata, en definitiva, de la predominancia de las reglas del arte según los gustos y las necesidades del mercado y de la fetichización del arte en tanto mercancía.

El orden de cosas antedicho afecta ––según Francisco–– no sólo las prácticas de escritura y la aceptación o rechazo en este estado de cosas, también influye en el tipo de lector y de lecturas promovidos. Al respecto, se señala que lo bueno es “lo que le sirve al mercado, a los consumidores medios; lo fácil y directo de leer, nada de rebusques, fintas o ideas raras. Se necesitan historias simples, redondas como una pelota de fútbol” (85). Por el contrario, lo malo es “lo pobre, lo que no da dinero, lo difícil, lo rebelde, lo loco. Y se sabe, a los locos se los mata con la indiferencia” (85). La disyuntiva planteada entre las motivaciones artísticas y los intereses del mercado lleva a que Francisco se pregunte

¿Por qué no hay democracia aún en este año de mil novecientos noventa y siete a los veintiún días del mes de enero en la literatura argentina? ¿Por qué usted o yo no podemos expresarnos libremente en los verdes campos de la literatura nacional? ¿Hay dueños de esos campos? ¿Quiénes son? ¿Hay capataces? ¿Quiénes son? (85).

 

 

Las preguntas encadenadas se enmarcan en un mismo movimiento que apunta a impugnar el elitismo y el autoritarismo en el campo literario nacional contemporáneo y explorar la identidad y legitimidad de los señores y vasallos literarios. Esta indagación, presentada como “saludable y necesaria” (85), se articula con un subtexto que problematiza la distinción entre escritores mayores y menores y polemiza con la idea de crestomatía ligada a un canon hipercodificado.

Nicolás Rosa reconoce dos procedimientos básicos para la canonización de obras y autores. Por un lado, es necesaria la invención “de una nomenclatura de autores como la del repertorio de santos medievales” (1998:72); y, por otro lado, la puesta en juego “de un proceso estableciendo las relaciones entre autores y entre clases de literatura” (72). Ambos mecanismos se cuestionan en Trelew, en general, y a través del discurso de Francisco, en particular. No son escritores investidos con una santidad medieval a los que Francisco se refiere, sino a “rufianes selectos por una Voluntad Divina en el Sagrado Templo del Mercado” (92). La religiosidad del consumo es quien le imprime ahora al canon su carácter dogmático. Por su parte, las relaciones que se entablan entre los escritores y las obras literarias no responden tanto al modelo filial de las narraciones sociales, antes descrito, sino a un modelo de clasificación dicotómico que distingue a los autores viejos y conocidos de los nuevos y desconocidos. Esta distinción no se ciñe a categorías cronológicas ni a pertenencias etarias. De hecho, Francisco, un septuagenario que se presenta a sí mismo ––en una ocasión–– como “un viejo gagᔠ(91) se reconoce como parte del grupo de “escritores nuevos para la vieja literatura nacional” (85). La distinción, en realidad, alude a las disímiles jerarquías dentro del canon, a los asimétricos grados de notoriedad social alcanzada y, también, a las desiguales estrategias de escritura. Por un lado –sostiene Francisco– están los derechos de los consagrados defendidos por la tradición o el mercado y, por otro, los “de los escritores desconocidos, frágiles entregados en sus escrituras” (91) cuyas poéticas deben cumplir “lo que piden (vaya uno a saber qué y quiénes)” (91) para no ser “condenadas al olvido total” (91).

Precisamente, a partir de la identificación y descripción de esta tensión entre escritores y modos de escribir es como el carácter programático del discurso de Francisco se hace visible e insistente. Su proyecto es coincidente con los valores que la voz autorial da a conocer en las partes ensayísticas del libro y, directa o indirectamente, se carga de modalidades deontológicas referidas a la práctica artística y social de la escritura. Aparecen, entonces, enunciados referidos a lo que debe o debería ser la literatura. Se sostiene, por ejemplo, que “(e)n realidad, lo bueno y lo malo en literatura deberían acontecer socialmente, poseer otro registro valorativo y no las arbitrarias y zonzas leyes del mercado” (85).

A la necesidad de cambiar los criterios axiológicos, se añade la necesidad de modificar el monologismo de las narraciones. Por ello, a los múltiples relatos prójimos, aunque sean diferentes, “debemos hacerlos coexistir” (83), señala Francisco. Los textos, desde esta perspectiva, “deben ser solidarios, fuertes, puentes rápidos para lentas islas nuevas y ya viejas, uniones prácticas para las voces” (83). De este modo, los escritores y lectores “deben aprender el arte del diálogo y el de la solidaridad” (92) pero, también, “deben aprender el arte de la diferencia y de la divergencia literaria donde todas las escrituras y todas las narraciones jueguen las velocidades de sus propias dinámicas” (92). Estas pautas para transformar o renovar la concepción de la literatura, y el modo como se la valora, son incorporadas a la organización de las ideas y de la materia narrativa por Francisco y, también, por otras instancias discursivas a cargo de las partes tituladas “Fragmentos” y “Relatos”. Todas estas piezas que componen la novela comparten la pluralización de voces y de narraciones, la disolución de las jerarquías y el emborronamiento de las fronteras entre la invención y la referencia, entre lo imaginado y lo fáctico, mostrando que Trelew –entendido como una unidad– visibiliza la idea de Amar Sánchez, quien sostiene que “(l)a movilidad de las fronteras de lo ficcional muestra siempre una compleja interacción entre la ficción y el mundo real” (1992:31).

ESCRIBIRSE E INSCRIBIRSE EN EL ESPACIO

La importancia del lugar en la constitución de las subjetividades discursivas es frecuentemente tematizada a lo largo del libro, pero, más explícita e insistentemente en el Prólogo y en los breves pasajes –de rasgos ensayísticos– de “Fragmentos”, a los que nos referiremos con exclusividad, pues, se presentan como productos de una instancia de enunciación no ficticia. Se trata de textos solidarios con la imagen del escritor como sujeto histórico, a quien nos referiremos como el enunciador o, directamente, mediante su nombre.

El Prólogo adelanta la relevancia que tendrá para el texto la reflexión sobre los espacios físicos y simbólicos de la ciudad. Allí se despliega información del hito fundacional y se trazan y rememoran los inicios de la ciudad. “Se dice que Trelew ––Pueblo de Luis–– surgió de un error (o azar topográfico)” (13). Aunque no se manifiesta certidumbre respecto de esta versión del origen, sí la hay respecto de los galeses, actores fundacionales, quienes, además, son los encargados de imprimir a la ciudad –a través de su cultura– la especificidad de esta localidad patagónica. “La ciudad hecha por los galeses es distinta ––por definición–– a la fundada por Roca y sus secuaces” (13) y esa diferencia se debe, según el autor, a una desigual relación con el espacio y con los grupos nativos que lo habitaban. Mientras la campaña del desierto, con su presupuesta expansión del progreso, debe vaciar los espacios ya ocupados por los nativos como parte de un proyecto que presupone la expansión del progreso argentino, la colonización galesa se realiza “en los límites de la expulsión” (13), en la periferia espacial que comparten con los habitantes originarios. “El diálogo entre galeses e indios es entre expulsados y les brinda una nueva mirada” (13). Esa nueva mirada permite una horizontalidad entre los grupos inédita para las gestas de colonización en el sur de la república y opera como una interrupción del relato nacionalista y sus versiones de epopeya militar, “desde Río Colorado y Río Negro” (14) y de epopeya estanciera, “hasta Río Gallegos” (14). La ciudad, acuática por antonomasia, no responde al modelo ideológico decimonónico “del orden y del progreso, de la civilización y de la barbarie” (13).

Las propiedades espaciales de la ciudad no son inherentes a su territorio o geografía y se encuentran afectadas por un control y uso de los espacios ideológicamente motivado. Así, se reconoce que la ciudad “es un vaivén urbanístico” (14) que, por ejemplo, los militares “utilizaron como nexo territorial desde la base Almirante Zar y desde la cárcel (unidad seis) como depósitos de tránsito de soldados y de presos” (14). La ciudad militarizada es frecuentemente aludida. También aparece apuntada en los “Fragmentos” donde, por ejemplo, se advierte cómo permanece en la memoria colectiva el recuerdo de “ese cielo puro sobre una ciudad amordazada en sus ventanas y con circulaciones sofocadas cuando la guerra (una terrible metáfora de la dictadura militar, que en su estertor, se camuflaba de protección civil)” (30-1). El terrorismo de Estado dejó su huella en la ciudad que visibiliza “la cicatriz de sus soldaditos muertos, mutilados, solos, históricos” (31). Este pretérito presente no se agota en las fronteras de lo local sino que se articula con un espacio regional. “Trelew es una de las ciudades patagónicas marcadas por la guerra de Malvinas” (31).3

Esta inclusión dentro de una realidad regional con la cual la ciudad se unifica y diversifica es uno de los procedimientos descriptivos del espacio más reiterados en los “Fragmentos”. En uno de ellos, Trelew llega a fundirse con Rawson. “Trelewrawson” (46) es la extraña palabra que forma la ruta veinticinco que une estas ciudades. Pero también, como un puzzle, incorpora elementos de otras localidades patagónicas, “acumula en sus diversas calles, también, fragmentos de las demás ciudades que, con sus caminos, une y comunica: un par de galpones donde uno se encuentra, de repente, como en Puerto Pirámide, o se reconoce algo de Gaiman o de Dolavon, algo de Playa Unión o Puerto Madryn. O de Comodoro Rivadavia” (80). A la diversidad económica de estos lugares, diversidad predicada explícitamente, le corresponde un similar destino disfórico: “En los tempranos cincuenta empieza la primera explosión económica y la segunda se produce en los convulsivos setenta. En Comodoro fue el petróleo, en Madryn el aluminio. Luego, la fiesta terminó. Y muchas casas quedaron mudas, vacías, rotas” (50-1).

Mientras Patagonia se presenta como un espacio real de referencia geográfica y cultural para la ciudad, como una cartografía compleja en la que Trelew es conjuntamente parte subordinada y constitutiva, la nación aparece como un espacio virtual, centralista y expulsivo que no sostiene relaciones de reciprocidad ni verdadero diálogo con la región. “Como el centro cultural y socioeconómico está en Buenos Aires y en el primer mundo, todos aquellos que demuestran determinadas habilidades intelectuales y artísticas deben, inexorablemente, irse de aquí” (120) señala el autor, quien distingue así un mapa nacional fragmentado e identifica la tensión entre un centro y una periferia lejanos geográfica y culturalmente. El centro está en la metrópoli porteña, a la que se le reconoce una amplia riqueza simbólica y letrada; la periferia la constituye una región y una ciudad que se presentan como espacios de la carencia y de la pobreza intelectual. Trelew, como un aquí de la enunciación concreto, se torna expulsivo “debido a la falta de posibilidades y de ofrecimientos laborales o de capacitaciones” (120).

Trelew expone diferentes migraciones desde y hacia la ciudad patagónica. Los que se van son varios actores y pertenecen a varios grupos. Pero a todos “(s)e les nota igual el signo del viento y del horizonte. En sus frentes. Hay que mirarles sus frentes. Allí está la estrella de soledad, de sal y de distancia” (30). Los que llegan, también tienen diversos perfiles identitarios que complejizan la homogeneizadora idea de una población “nyc”, “nacidos y criados en un entrañable aquí” (21) que poseía antiguamente una unidad de pueblo que se ha perdido. “Razones históricas, sociales, quizás” (21) causan esta modificación poblacional, sostiene Eckhardt, la que no sólo incrementa cuantitativamente sino que se modifica en forma cualitativa, repercutiendo en una también complejización de apropiaciones y desplazamientos espaciales. En el presente de la enunciación “varios circuitos se superponen, se plasman y se cierran: zonas, barrios, isobaras, modos, modas, conjugan y conjuran una identidad clara y definida”, esa identidad es multicultural. “(I)ndios, galeses, italianos, españoles, árabes, chilenos, norteños, litoraleños, cuyanos, porteños, bonaerenses, santacruceños, rionegrinos, neuquinos, etc. (los formadores de Patagoniaactual son muchos y muy variados)” (65). La enumeración muestra las variadas procedencias de origen de los inmigrantes, cada uno de los cuales “trajo su cultura, su voz, su narración, su recuerdo” (65).

Trelew funciona, así, como un receptáculo activo que recibe una diversidad de culturas cuyas diferencias proliferan y convergen en los espacios materiales y figurados de la ciudad. La multiplicidad enriquece y complejiza la definición del espacio de pertenencia que es, para los inmigrantes provenientes del exterior o del interior de las fronteras nacionales, un objeto de deseo o una meta también plural. “El sur fue utópico, fue bárbaro. En el sur se hizo patria, se hizo dinero, se hizo literatura. Ir al sur fue condena, exilio o liberación. De todos lados vinieron al sur a buscar dinero, olvido, lo anónimo, paz, una nueva oportunidad. Una familia” (17). La enumeración traza los diferentes mapas vitales que incorporaron Patagoniacomo destino preferido u obligado. Dichos mapas son ––como quienes los configuran–– diversos y, en ocasiones, antagónicos, y no se corresponden exclusiva o principalmente con los países o regiones de procedencia de quienes encuentran en Trelew un espacio de residencia, una morada. Opera con más fuerza en la constitución de diferentes cartografías dentro de la misma ciudad por los distintos estratos socioeconómicos que la componen y (des)componen. Mientras la inmigración pluraliza el espacio cultural de Trelew, la segmentación socio-económica de su población lo fragmenta en, al menos, dos ciudades: una central y la otra marginal.

La escisión del espacio urbano es insistentemente abordada en esta novela: “(l)os viejos y nuevos pobres (desclasados, ex-campesinos, lúmpenes) están confinados en la periferia, en los anillos, estratos geológicos de la pobreza” (17). Lanzadas hacia los márgenes de la ciudad, las clases más bajas espacializan en sus casas, en sus barrios y sectores las fallas e inequidades de la máquina económica productiva local.4 El centro de la ciudad va a proteger “a la clase media y media alta (no hay alta burguesía y sí nuevos ricos) de ver, a diario, la miseria” (17). Allí los afortunados del sistema se guarecen de los miserables a la vez que los hacen invisibles a sus miradas. Pero el centro y la periferia no se presentan como polos estáticos e inalterables de distribución socio-económica de la población. Hay desplazamientos y reestructuraciones. Así, por ejemplo, “las antiguas zonas tabúes (la loma, barrio Corradi), a través de los años, se legalizan, se blanquean, se anulan alrededor del centro de Trelew” (17). Todos estos movimientos y superposiciones de los espacios explican la idea de que “(s)i es cierto que en toda ciudad es posible hallar un fin y un centro del mundo, en Trelew, el fin es posible percibirlo en cualquier calle desnuda y el centro ¿En dónde está?” (30).

Cierta indiferencia sobre los espacios sociales cristaliza en un esquema del sentir extendido en la ciudad. Allí, “(l)o que no se desea ver, se olvida, se lo deja estar, se lo arruina. Se llega a la ruina a través de la desidia, la negligencia y la ignorancia” (17). Esta indolencia afecta la imaginación social productiva que no logra resignificar algunos espacios simbólicos históricos e identitarios.5 Sucede que “cuando las fuerzas sociales se abandonan en el continuum histórico, el origen (cementerio galés), el desarrollo (edificio San David, Parque Industrial), el cambio violento (aeropuerto viejo), son símbolos últimos que se desgastan en sí mismos” (17). Los espacios y los edificios históricos agotan su significatividad y se convierten en fósiles enmudecidos por y para la memoria pública y colectiva. Estas observaciones de Eckhardt abonan la hipótesis de que “(e)n tanto categorías de la percepción de raíz histórica y fundamental contingencia, tiempo y espacio siempre están estrechamente ligados de manera compleja” (Huyssen, 2001:14). En esta ligazón compleja sobresale una tensión de la que se hace cargo el texto, la que se da entre la tendencia a la supervivencia de un pasado pueblerino, con una predominancia de espacios naturales acondicionados para la pequeña producción, y el crecimiento de un paisaje urbano donde sobresalen los lugares del anonimato y el consumismo.

El Trelew del cultivo supervive en las “casas de chacra y de campo” (21) que aún pueden encontrarse en las afueras de la ciudad. “Están ahí, extrañas, quedadas en geografías idas, distintas” (21), sostiene Eckhardt, quien las reconoce inmóviles, afuera ya del dinámico paisaje modernizado de la ciudad, de su vorágine. “Tamariscos, patios de tierra dura, plantas y árboles, paredes gastadas, techos bajos y planos, insinúan la ciudad que podría haber sido si no hubiese predominado la actual arquitectura” (21-2). Arquitectura anárquica de los espacios que no es el fruto concsiente de un modelo organizativo racional. Se sabe, dice al respecto el autor, “que Trelew no tuvo mucho orden en su crecimiento urbano; se hizo para donde le deparó el azar” (49). Lo que se remarca es la falta de planificación ordenada del “espacio público”, conceptualizado de un modo implícito como “una dimensión que media entre la sociedad y el Estado” (Gorelik, 1998:19) que, se infiere, estuvo ausente en la construcción de una cartografía cohesiva y coherente para la ciudad cuyo crecimiento, además de caótico, fue extensivo e intensivo.6

El pueblo se transformó en ciudad y al gran crecimiento demográfico se le sumaron nuevos modos de producción, la tecnificación y la masificación de la sociedad, entre otros rasgos pertenecientes a lo que Jameson llama la “lógica del capitalismo tardío”. Signos espaciales de esta modernización vertiginosa son la proliferación de grandes supermercados, “potentes imanes que atraen a la gente de los barrios más distantes” (39). Su seducción radica en avivar los deseos de consumo y promover la satisfacción vicaria que brindan las mercancías. Mucha gente, observa Eckhardt, va “a pasear entre las góndolas de mercadería. La antigua vuelta del perro muta, de a poco, en el suplicio de los anhelantes” (39). Esta mutación en los desplazamientos espaciales implica, además, un cambio de lugares físicos, del espacio público del paseo pequeño y gratuito al espacio privado del itinerario más o menos errático que exige entablar una relación comercial y realizar un desembolso monetario, el pasaje de un paisaje del ocio a uno del neg-ocio. Trelew ingresa en una despersonalizada escenificación del consumismo que tiende a borrar localismos; sin embargo no pierde su vínculo con la naturaleza y con el mundo económico en que se ancla y la modelan. “La ciudad utiliza la metonimia para identificarse con los elementos naturales y productivos: una cigüeña petrolera pequeña sobre una vereda, un molino de viento en el techo de una casa, un pingüino, un mínimo galpón de chapa, barcos pequeños y varias rosas de los vientos” (68-9). De este modo, diversos objetos con particulares valores de uso entraman, en conjunto, un valor de signo que connota una identidad específica y diferencial que se disemina y hace visible, en pequeños rasgos y huellas, un paisaje social propio.

Al proceso de unificación de un mapa simbólico de la ciudad le subyace otro proceso, ya señalado, de escisión y multiplicación del mapa social. Dicho proceso, en Trelew, alude a características fácticas e históricas de la ciudad que se testimonian pero, también, apunta a las rupturas y proliferaciones de cartografías según las diferentes y móviles focalizaciones de los observadores. La ciudad de Trelew, además de ser vivida, recordada y narrada, es observada. Recorrida rápidamente “(a) vuelo de pájaro, es una ciudad nueva compuesta por comerciantes, estancieros, empleados públicos, profesionales, obreros textiles, albañiles” (14). Vista en profundidad, desde una focalización móvil, descendente y terrestre, puede advertirse que “si el pájaro visual se zambulle en la superficie cólica, se verá una ciudad lateral, paralela, superpuesta, autónoma” (15).

Esta ciudad paralela es una ciudad “otra” que no se corresponde principalmente con un espacio específico y propio de la periferia social o económica sino con una perspectiva epistemológica y vivencial, con un modo de conocer y vivir Trelew. “(A)hí está la diferencia del cronista que añora la wiskería, sin canción y sin ángulo; o los que van y vienen y prueban la distancia o las bandas metal mapuche y más, los que no se dan a conocer” (15). Estos habitantes transitan los sitios ocultos y marginales de la ciudad pintoresca y turística y constituyen personajes singulares dentro de una población más o menos uniforme. El modo como se vinculan con el espacio da cuenta de las experiencias de la existencia social extramuros, la que nadie se encarga de rescatar y de narrar. Beatriz González Stephan sostiene que la civilización es un acto de intramuros, de espacios cerrados que la escritura ha cuidado en delimitar y que “(l)a vida que transcurre extramuros, fuera de la polis, es el espacio de la “barbarie”, la superficie lisa aún no estigmatizada por los signos de la escritura disciplinaria” (1996:37-8). Esa superficie no disciplinada por el Estado ni sujetada por la escritura es la que rescata Eckhardt, en Trelew, de modo metonímico a través de unos actores particulares. Se lee la ciudad de otro modo, a través de signos no oficiales, de prácticas comunicativas alternativas como, por ejemplo, la escritura de graffitis. Inmediatamente después de apuntar a quienes se fueron de Trelew y vieron que “(n)o se consiguió mucho o se perdió casi todo y la voluntad, a veces, es un revólver de arena” (15), señala que “se lee en los paredones: ya fue/ el dolor no se puede comparar” (15). Las experiencias vitales se socializan, así, en el espacio público que se no se agota en una delimitada territorialidad ni en la folcklorización de su cultura.

El “progreso” de la ciudad y la tecnificación de sus espacios ––señalada repetidas veces–– no anula, sin embargo, la fuerte presencia del mundo natural de cuya amplitud y aridez física no se infiere un paisaje vacante o incompleto. Sucede que “(e)l desierto que circunda y traspasa a Trelew no es vacío sino lleno. El desierto está lleno de uno” (19). Y esa plenitud no surge desde una perspectiva esencialista ni telúrica sino de una que privilegia los procesos de significación de la experiencia humana y personal. La humanidad del actor, observador y participante de los mapas y recorridos de la ciudad –así como de sus connotaciones y axiologías– se traslada muchas veces hacia la geografía y otros elementos naturales de la Patagonia en general, y de Trelew, en particular. Por ejemplo, se sostiene que “(e)l salitre es el sueño del mar de Trelew” (21), estado nocturno y fantasmático que se oculta en la vigilia diurna, cuando “la ciudad, para no oler a sal, se lava con el agua dulce del río Chubut” (21). El océano, referente natural, cercano y lejano a la vez, se ofrece en sinécdoques, pero su presencia es pura ilusión porque “cuando llega la brisa del mar, Trelew es una fiesta de marineros que ya no están” (21).

“¿(A) que huele la ciudad?” ––se pregunta Eckhardt–– e inmediatamente contesta: “(a) animal neutro cansado de tanto hacer y andar, hacer y andar y todavía estar igual, igual que ayer, que hoy, que mañana” (21). La animalización, más que un efecto de deshumanización, provoca un énfasis de la frustración humana por la infructuosidad de sus actos. El agotamiento de la ciudad-animal no se restringe a la monotonía y el aburrimiento de la vida pueblerina –marcada en ocasiones– sino que alude, también, al efecto negativo de una inmovilidad de tipo social que se rechaza. La falta de cambios en la ciudad, su estatismo, es varias veces criticada. Para transformar y subvertir este estado de cosas se plantea como necesario que “Trelew entero se movilice como sociedad”, para lo cual “hace falta que su contradictoria clase media se sienta parte de la historia” (30). Este constante señalamiento de las tensiones y fragmentaciones socioeconómicas en la ciudad, así como el reconocimiento de una pluralidad identitaria dinámica y compleja, permite a Eckhardt relativizar la “argentinidad” tanto de Trelew como de Patagonia en general. El tema comienza a ser asediado, como muchas otras veces, desde una pregunta definitoria: “¿Qué es el Sur?”, interrogante al que seguidamente se responde: “(l)a pantalla de TV supone una conexión directa con la vena rioplatense (argentina) pero la isobara latinoamericana corta en dos a Trelew y la nacionalidad se impone como un problema que no se quiere ver ni resolver. Hay Latinoamérica en Trelew” (17). Lo que se señala aquí es una distancia y una presencia. La ciudad patagónica está lejos del mundo rioplatense (y, bonaerense, más puntual, ya sea de manera geográfica como simbólica, aun cuando la televisión componga de modo artificial la imagen de una “comunidad imaginada” de endeble unidad.7 Simultáneamente hay un reconocimiento de una presencia latinoamericana en la geocultura patagónica, la que se manifiesta, por ejemplo, en la multiplicidad y diversidad de identidades que la versión más oficializada de la escritura de “lo nacional” no asume.

La descripción de la ciudad que se desarrolla en Trelew es validada por el conocimiento personal que brinda la experiencia, por un lado, y la reflexión y la lectura, por otro. Entre la ciudad vivida y la ciudad escrita y leída se da una tensión dialéctica que permite la pluralización del espacio por la polifonía trabajada (que conjuga voces testimoniales con voces inventivas e inventadas) y la fluidez y apertura (hasta la idea, incluso, de lo inasible) de un espacio que ninguna escritura agota, en tanto su práctica se prioriza como un ensayo, una tentativa de acercamiento al mundo descrito más que como su construcción o su versión definitiva. Una de estas aproximaciones se refiere a Patagoniay a Trelew como espacios de producción, circulación y recepción literaria. “La zona patagónica de Trelew posee, como en los estudios geofísicos, alta factibilidad de excelente literatura. La forma estética flota en los fondos azules del desierto, brilla en el viento” (45) –se sostiene– describiéndose las condiciones naturales del territorio como inherentemente estéticas y adjudicándoles un papel activo y propicio para las prácticas de escritura que lo ronden.

En suma, advertir esta inmanencia estética no es original, se reconoce en el texto. “Está. Chatwin lo supo, sin dudas. Y otros tantos excelentes escritores viajeros que pasaron por estas lábiles huertas la vislumbraron y la captaron en exquisitos fragmentos” (45). El resbaladizo espacio patagónico, plagado de líneas de fuga, puede ser capturado en la escritura del viajero cuya extranjería no le impediría ser parte del complejo llamado “literatura patagónica”, puesto que el nacimiento o la residencia en la región no son criterios excluyentes para definir esta literatura. Así como este rasgo no es definitorio ni concluyente, tampoco lo son otros ––explícitamente identificados como “ejemplos falaces”–– para determinar quiénes son escritores patagónicos. Así, no “(s)on escritores patagónicos todos aquellos que escriben sobre temas plenamente sureños” (65); tampoco “todos aquellos que se piensan como tales” (65). Los parámetros para identificar quiénes son escritores patagónicos no son geográficos, temáticos, ni de auto-representación.

La residencia de los escritores no es explicativa de la literatura regional ni excluyente para su producción. Esta idea, que amplía los contornos del mundo simbólico patagónico del que pueden apropiarse y reapropiarse tanto los locales como los foráneos, puede vincularse con un hecho estrictamente biográfico: Marcelo Eckhardt nació en Salta, una ciudad del norte argentino y, junto con su familia, se trasladó a Patagoniaa la edad de 7 años. Esta condición de “llegado” o de “venido” se actualiza, de un modo oblicuo, cuando indaga cómo podrían definirse a los escritores patagónicos. Al respecto, se pregunta: “¿(P)or antigüedad en la zona? ¿Por fidelidad al contexto socio-cultural? Y si así fuera ¿Cuál es el ambiente netamente patagónico?” (65). Los interrogantes, que van mostrando la profunda complicación del tema, llevan a que establezca una hipótesis general sobre la cultura patagónica, que entiende debería definirse “no por la tosca identidad sino por la sutil diferencia” (65). Establecer esa diferencia en la literatura es una labor a realizar, no un logro consumado. Las hipótesis enunciadas al respecto son varias: “(e)s un atributo, una nueva ficción, otra textualidad en y sobre el texto literario” (66). Todas respaldan la idea de que lo patagónico “es otra textualidad correspondiente al imaginario cultural dominante de la zona” (66). Ese imaginario regional, como matriz discursiva, se percibe como un hecho histórico novedoso. “Quizás, Patagoniade antaño fue más, cómo decirlo, universal y, por lo tanto, la literatura encontró en estas vastedades luminosas una zona de libre y de compleja producción”, plantea Eckhardt, valorando positivamente esta universalidad en la literatura patagónica que debería pensarse no ya en términos globales sino “según indicios, detalles y variaciones” (66).


NOTAS

1 Marcelo Eckhardt. Trelew. Buenos Aires: Paradiso, 1997:9. Citaremos por esta edición.

2 En dos ocasiones este título es modificado por los de “Trelew, una novela. La autoayuda” (25) y “Una novela” (90).

3 En este punto, podríamos decir que Trelew realiza la puesta en discurso de una memoria colectiva y local del terrorismo de Estado, las experiencias traumáticas de una comunidad que –como el texto sugiere varias veces– minimiza el ejercicio del recuerdo “productivo”, es decir, según Huyssen, aquel que no sólo da un anclaje espacio-temporal sino que, también, permite resignificar el presente (2001:13-39).

4 Por ejemplo, en “las casas de ladrillos amarronados que literalmente chocan contra la loma, contra el desierto, están como enterradas, como varadas en la grieta. Protegidas en el desamparo total. Son naufragios para la memoria de los que no tienen hogar. Zonas de nada y de nadie. Derrumbes de vértigo” (22).

5 Entendemos –siguiendo a C. Castoriadis– que la imaginación productiva o creadora se manifiesta en la conformación de un universo de significaciones articulado con el mundo material y en función del cual se constituye y organiza el mundo social. Según Castoriadis, “(e)l imaginario debe entrecruzarse con lo simbólico, de lo contrario no hubiese podido ‘reunirse’, y con lo económico funcional, de lo contrario no hubiese podido sobrevivir” (1993:227).

6 La idea de “espacio público” carga con una radical ambigüedad: nomina lugares materiales y remite a esferas de la acción humana; remite a una forma y a una praxis ciudadana.

7 En la Introducción a Comunidades Imaginadas, Benedict Anderson sostiene que la nación es un artefacto cultural particular, una construcción social específica. Se trata de “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” (1993:23). La nación es imaginada porque ni siquiera los integrantes de la más pequeña de éstas conocerán nunca a la mayoría de sus compatriotas, no lo verán y ni siquiera oirán hablar de ellos, a pesar de lo que “en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (1993:23).

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Correspondencia a:

Ciudad Universitaria, Ruta Km4
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