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Ruiz Acosta, María José (1998): De la mecanización del arte de los escribas. Revista Latina de Comunicación Social, 11.
Revista Latina de Comunicación Social 11 – noviembre de 1998

Edita: LAboratorio de Tecnologías de la Información y Nuevos Análisis de Comunicación Social
Depósito Legal: TF-135-98 / ISSN: 1138-5820
Año 1º – Director: Dr. José Manuel de Pablos Coello, catedrático de Periodismo
Facultad de Ciencias de la Información: Pirámide del Campus de Guajara - Universidad de La Laguna 38200 La Laguna (Tenerife, Canarias; España)
Teléfonos: (34) 922 31 72 31 / 41 - Fax: (34) 922 31 72 54

[Julio de 1998]

De la mecanización del arte de los escribas

(9.769 palabras - 18 páginas)

Dra. María José Ruiz Acosta ©

Profesora de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla

mjruiz@cica.es

 

En términos objetivos, la aparición de la imprenta a mediados del siglo XV representó, quizás, una de las muestras más significativas del nuevo ímpetu que estaba cobrando la sociedad de aquel momento, así como el anuncio de lo que iba a suponer, desde esos años, la cultura del impreso dentro de la comunicación escrita. Lejos de simbolizar un corte o ruptura, el nuevo artefacto significó un paso adelante en la configuración del mundo europeo, que en esas décadas combinaba aún los hábitos bajomedievales y la identidad del inminente mundo moderno. En sí, el invento puede ser considerado como una muestra más de un contexto que, en su actividad, promovió las bases necesarias para la aparición de nuevas técnicas. Por su parte, asentada la imprenta, pronto pudo comprobarse la fuerte influencia que iba a ejercer en el ámbito que la había generado; en cierta medida, la acción política de los incipientes estados nacionales, la extensión de los negocios y la propagación de las luchas religiosas deben su auge a dicha técnica y a las formas comunicativas escritas por ella creadas.

Ciertamente, está fuera de toda duda que la realidad de la imprenta aportó toda una serie de novedades en el mundo de la reproducción de informaciones. Mas es necesario que nos preguntemos por qué apareció en ese momento. En este sentido, Albertine Gaur nos recuerda que toda innovación técnica surge cuando una determinada sociedad lo necesita, hasta el punto de que los grandes avances en la vida del hombre constituyen, generalmente, el último paso de largos procesos de evolución. Desde este punto de vista, la razón de la imprenta habría que buscarla en la necesidad social de comunicaciones e informaciones escritas suscitadas en aquella época, un momento en el que se hizo imprescindible la multiplicación de los textos. Dicha realidad la ratifica el hecho de que la imprenta ya era conocida anteriormente al siglo XV; mas, igualmente, que fueron las condiciones de Europa en esos momentos las que permitieron su verdadera conformación. Analicemos las notas de aquella etapa.

Numerosos estudios coinciden en señalar que entre las fechas de 1350 y 1550, el occidente europeo experimentó el cambio desde una sociedad mayoritariamente rural y en declive (por las hambres, las guerras y las epidemias) hacia otra que, desde las primeras décadas del siglo XV, comenzó a manifestar un vivo deseo de recuperación. Un auge que, entre otros, se hizo patente en rasgos como los siguientes: a) en un sostenido aumento de la población, presupuesto indispensable para el incremento de la demanda de más bienes y servicios; b) en la multiplicación de las nuevas rutas comerciales, canal de la creciente movilidad del mercado interior europeo así como de los circuitos mercantiles establecidos en el Mediterráneo y en el Atlántico; c) en la implantación de un nuevo orden -el estamental-, en cuyo seno se consolidaría la figura del burgués; d) en la decadencia del poder imperial, que beneficiaría al autoritarismo monárquico asentado en espacios de carácter nacional; y, e) finalmente, en la agudización del clamor por la reforma de la Iglesia, paso inevitable para la consagración del Humanismo.

Ante semejantes cambios, pronto se hizo evidente, como destaca Hipólito Escolar, que se incrementara de modo notable la demanda de comunicaciones, acción que, en determinados ámbitos, se canalizó mediante los libros y los papeles escritos. Para comprender ese extremo ha de tenerse en cuenta que el crecimiento de las relaciones comerciales entre regiones próximas y alejadas urgía, en aquellas décadas, de elementos informativos más rápidos; asimismo, que la progresiva complejidad de la vida administrativa de la ciudad y de las Cortes y el aumento de la población estaban necesitadas de una mayor capacidad de producir documentos. Igualmente, que las apetencias culturales del humanismo y los deseos de las reformas eclesiásticas hicieron del libro y los papeles escritos un elemento necesario para la defensa de sus ideas; y, en último extremo, que las órdenes mendicantes, empeñadas en la predicación y en estudios filosóficos y teológicos que les dieran mayor fuerza persuasiva, requerían algo más que la comunicación que promovían los manuscritos.

A lo anterior se ha de añadir la revalorización sufrida por la lectura y la escritura, identificadas desde las últimas décadas del siglo XIV como signo de triunfo en la vida. A decir de Alfonso Braojos, diversos testimonios indican cómo en el siglo XV creció el número de personas que aprendieron a leer y escribir, muestra inequívoca de que no pudo verse como algo extraño el que se incrementaran las escuelas y maestros y que surgieran nuevas universidades, centradas en la formación de profesiones civiles y en diversas actividades de la vida laica. Evidentemente, ese esquema obligó a una modificación en el concepto de lo escrito; es a lo que se refiere el citado autor cuando expone:

 

"El libro, en su cualificación definitiva, se veneró como una pieza de excepcional mérito. Las bibliotecas privadas o las universitarias y la profesión de copista como "oficio" respetado lo confirman" (1).

 

En la situación descrita, la necesidad de una rápida reproducción de los textos y a un precio barato fue satisfecha gracias al desarrollo de la mecánica y la industria en los momentos finales de la Edad Media. Esta característica confirió a la imprenta, desde sus inicios, un carácter propio. Evidentemente, si el nuevo invento hubiera surgido por motivos culturales, su cuna habría estado situada en cualquiera de las florecientes ciudades italianas; pero ésa no fue la causa de su creación, aunque posteriormente sirviera para perfeccionarla. La imprenta nació como medio para facilitar la actividad burocrática de los poderes sociales, políticos y religiosos, vía de acceso al pensamiento escrito y, sólo secundariamente, como instrumento de la creación intelectual. Esa característica de la imprenta haría decir a Henri-Jean Martin que "se creó, no como resultado de una invención autónoma, sino cuando se reconoció la necesidad de ésta" (2).

Ese tono confirió a la nueva técnica, por tanto, un carácter utilitarista, tal y como se observa en las primeras obras que produjo: ejemplares poco presuntuosos -indulgencias, almanaques, pequeñas gramáticas- cuya tirada atestigua las preocupaciones prácticas de los primeros impresores, tan obsesionados por suministrar múltiples copias de documentos como por producir libros. En este segundo caso se observa cómo, tempranamente, se tendió a reproducir una obra que, por su valor intrínseco, tuviera mucha demanda y, por su extensión material, resultara cara su copia. Es así como se comenzaron a imprimir biblias.

LAS CONDICIONES DE UN HALLAZGO REVOLUCIONARIO

Por ser considerada en su origen una aventura industrial y capitalista -que facilitó productos escritos a un precio menor-, la imprenta hubo de surgir necesariamente en un contexto que contara con una fuerte presencia de artesanos y burgueses -hombres emprendedores y deseosos de hacer dinero- y donde existiese la posibilidad de una potente financiación y organización comercial, con buenos canales de distribución. También, donde se conocieran los adelantos técnicos del momento, como las atrevidas construcciones góticas, las máquinas de elevar agua o el moderno instrumental óptico.

Sin que destacara por su riqueza o por su ambiente cultural, Maguncia contaba durante esas décadas finales del siglo XV con los elementos financieros e intelectuales mínimos para permitir que floreciera el invento. En su seno, se dieron cita las condiciones adecuadas para que necesidad o genialidad permitieran al alemán Johann Gensfleisch zum Gutenberg conseguir los tipos móviles metálicos para la impresión, perfeccionar la tinta y adecuar la prensa del lagar para a las nuevas necesidades de aquellos momentos. Que lograra, finalmente, lo que Marshall McLuhan denominó "la mecanización del arte de los escribas" (3).

Aclaradas estas cuestiones, planteemos a continuación qué era realmente la imprenta.

* * * * * * *

El investigador francés Henri Jean Martin apunta que fue en el Lejano Oriente, en China y en algunos de las naciones vecinas, donde apareció por primera vez un interés por reproducir textos continuos que superaran la simple inscripción de palabras o frases breves en sellos o monedas. Junto a ese deseo, la invención del papel en el año 105 a.C. -a base de celulosa a jirones o cáñamo- y el uso de técnicas xilográficas habían creado un clima propicio en aquel contexto para nuevos avances; sin embargo, en las estáticas sociedades orientales éstos no se llegaron a producir.

No está probado con certeza el hecho de que en Europa se conociera la realidad de la tipografía y la imprenta tal y como se plasmó en el Oriente Lejano. Parece que lo más que se puede afirmar es que existía una notable expectación en torno al asunto, seguramente a causa de las informaciones traídas por los comerciantes que viajaban entre Occidente y Oriente o por los participantes en las Cruzadas. Y así consta que entre los siglos V al XII existieron en el continente intentos de reproducción de imágenes e ilustraciones: en escritos griegos, romanos, así como en las biblias y libros de rezos. También, que a partir del siglo XIII se conociera el grabado en madera para reproducir las figuras con las que se ilustraban devocionarios, calendarios y ediciones populares, técnica que evitaba la pesada obligación de iluminar, una por una, cada obra.

La xilografía constituye, ciertamente, el sistema de impresión más antiguo. Además del desarrollo de este método, "cuyos grabados -subraya Agustín Millares- permitieron adivinar que llegaría a obtenerse un procedimiento más perfeccionado", se sucedieron en Occidente, durante todo el siglo XIV, una serie de innovaciones que culminaron con la creación de caracteres móviles para imprimir libros con los que comenzó propiamente el arte de la tipografía en su concepción moderna (4). Apunta el investigador danés Svend Dahl que entre esos elementos preexistentes se encontraban: a) el conocimiento de la orfebrería, con la que se realizaban los troqueles de las marcas comerciales, las inscripciones en monedas, sellos, y otros objetos; b) el uso de una aleación de plomo, estaño y antinomio para crear los tipos, combinación que daba como resultado un material flexible para la impresión y duro al mismo tiempo para resistir la presión de la prensa y el uso constante; c) la mejora en el proceso de fundición de letras, que permitió que éstas tuvieran la misma altura y longitud y se ajustaran con facilidad en la matriz; d) la existencia de una prensa doméstica, que llevaba usándose en Europa mil años; e) el conocimiento y extensión del papel, por aquel entonces no difícil de conseguir en Europa; y f) un bagaje de conocimientos que posibilitaron la preparación de una tinta con base de aceite, que se adhiriera mejor a los tipos de metal. Además del adelanto de la técnica, está demostrado que el éxito de la imprenta en Europa fue también debido a que en la mayoría de los países se operaba con un alfabeto compuesto por un corto número de letras, característica que facilitó la creación de tipos sueltos.

En consecuencia, cabe afirmarse que la invención de la imprenta marcó el fin de un largo aprendizaje de la escritura en Occidente. Recuérdese que, desde el siglo V, las invasiones bárbaras habían paralizado el curso anterior en el oeste de Europa, devolviendo su predominio a la cultura oral en lugar de a la literaria auspiciada por el mundo romano, y creando una situación que comenzaría a desarticularse hacia el siglo XI, o sea, cuando se recuperaron los intercambios, se organizaron las Cruzadas y se produjo el resurgir de las ciudades.

* * * * * * *

Aunque varias naciones reivindican la paternidad del invento (Holanda en la figura de Lorenzo Janszoon Coster, Checoslovaquia con Procopio Waldfogel o Italia con Pamfilo Castaldi), parece ser que corresponde a Johann Gutenberg el honor de ser su creador, pues a él se le atribuye la impresión del primer libro en 1456. Nacido hacia el año 1400 en Maguncia -una pequeña ciudad alemana junto al Rhin-, en el seno de una familia de orfebres -actividad que él también ejerció-, su genial idea consistiría en tratar de perfeccionar procedimientos técnicos ya existentes para lograr la reproducción mecánica de los escritos. Inspirándose en los tipos móviles de los hierros de lo encuadernadores, ideó la construcción de un instrumento de fundición práctico para la producción de los tipos, haciendo con ello posible el empleo efectivo del nuevo método. Así concibió el plan de obtener tipos movibles que podrían ser compuestos formando un texto y que, mediante una prensa, permitirían reproducir sobre el pergamino o el papel toda clase de escritos.

Tras imprimir en Estrasburgo trabajos menores, formaría desde 1438 en Maguncia una sociedad con el rico comerciante Johann Fust, que lo ayudó económicamente en la realización de obras de mayor empeño; de hecho, en el taller que ambos crearon se editaría la Biblia de Gutenberg. También llamada Biblia de Mazarino o Biblia de las 42 líneas, la obra consta de dos volúmenes, un total de 1.284 hojas de gran formato, dispuestas a dos columnas de 42 líneas a partir de la página once y realizada con letra gótica, como hubiera sido un manuscrito de esta naturaleza elaborado en Alemania en aquellos años. Composición de un buen calígrafo, la impresión fue uniforme y la disposición cuidada por la justa separación de las letras de cada palabra y de éstas entre sí. Terminada aproximadamente en 1456, de ella se imprimieron 150 ejemplares en papel y 35 en pergamino.

LA IMPRENTA Y SU EXPANSIÓN

Que aquel impulso a las comunicaciones escritas no resultó ajeno a los hombres de aquella época lo demostraría la rápida propagación de la técnica impresa. De suyo, algo que se canalizó en una doble línea. En primer lugar, a través de los oficiales que habían trabajado con Gutenberg, quienes, una vez que conocieron los secretos del nuevo arte, quisieron establecerse por su cuenta; prueba de ello es que en varias ciudades del sur de Alemania fueron apareciendo, desde 1469, gentes dedicadas al arte de la imprenta. Por su parte Fust, asociado al copista y dibujante Peter Schöffer, se estableció en París, donde comenzó a fundir sus propios tipos que superaron a los de Gutenberg en precisión y solidez. En un segundo momento, el invento se expandió merced a la paralización comercial que supuso para Maguncia el asalto de que fue objeto en 1462 por parte del elector Adolf von Nassau. La toma del arzobispado y la prohibición -entre otras- de instalar imprentas obligó a los tipógrafos de la ciudad a extenderse por Europa, siguiendo bien la línea del Rhin, la vieja vía comercial con Estrasburgo o la dirección a Colonia, Augsburgo y Nuremberg.

Hasta tal punto llegó la rapidez de difusión del invento que para algunos autores puede hablarse de "simultaneidad" de aparición de imprentas. Prueba de ello es que, antes de que finalizara el siglo XV, Alemania contaba con 60 ciudades con imprenta, entre las que destacaron: la rica ciudad de Estrasburgo, donde la instaló el orfebre Johann Mentelin de Sélestat; Bamberg, con Albrecht Pfister; Colonia, con Ulrich Zell; Augsburgo, con Guenther Zainer; el gran emporio comercial de Nuremberg, con Johann Sensenschmidt; y la suiza Basilea, con Berthold Ruppel. Como se ve, ciudades emplazadas en Alemania Occidental, pues en dicho contexto se ofrecía a los impresores mayores oportunidades para una actividad estable. La mencionada situación, reflejada en la efervescencia religiosa de entonces, hizo decir al humanista Wimpheling que: "Nosotros, los alemanes, dominamos casi todo el mercado espiritual de la Europa civilizada" (5).

En el resto de Europa, la imprenta se iría asentando progresivamente. Tras Alemania, el segundo centro de importancia fue Italia: ahí Roma destacó como la capital de los impresos en aquel contexto; ciudad de brillante posición económica, cabeza de la vida religiosa de la Cristiandad y con círculos intelectuales de relieve, en ella funcionaron hasta 40 talleres. De sus prensas nacieron obras como La Ciudad de Dios de San Agustín y las Epistolae ad familiares de Cicerón, utilizando nuevos tipos más próximos al gusto humanístico. Junto a Roma, aunque en órbita diferente, destacó Venecia, núcleo de gran fuerza política y cultural, de solidez financiera y potentes empresas mercantiles, cuyas redes comerciales tenían una amplitud inigualada en aquellos tiempos. En la ciudad del Dux se instalaron 150 talleres -superando el número de los romanos-, donde trabajaron impresores de distintas nacionalidades, cuya enorme producción atiborró la ciudad de libros ofrecidos en abundantes puestos de venta. Uno de los editores más prolíficos sería Aldo Manucio que, desde 1490, comenzó allí su actividad con el fin de publicar ediciones críticas de los clásicos. Italia, que contaba en esos primeros años de la instalación de la imprenta con el mayor volumen de obras y con más de 70 ciudades con talleres, destacaba asimismo en este ámbito por la presentación del libro, al que dio belleza y novedad en tipos, gracias a las bellas ilustraciones y a que los contenidos literarios lo demandaban; el auge de los papeles y libros en aquel contexto se debía, como indica Hipólito Escolar,

"a que había más autores que en Alemania y por tanto la imprenta, además de facilitar el acceso a la gran memoria escrita, fue poco a poco convirtiéndose en un importante medio de difusión de las nuevas ideas" (6).

A tenor de lo ocurrido en Alemania e Italia, en el resto de Europa destacaron los siguientes centros:

En Francia pronto sobresaldría París, que, por iniciativa de la Universidad de la Sorbona, conoció su primera imprenta en 1470, fecha algo tardía si se tiene en cuenta que los libros impresos ya llevaban vendiéndose en la ciudad diez años; dicho retraso se comprende por la resistencia que opusieron al invento los parisinos que vivían de los manuscritos -tales como copistas, ilustradores y libreros- y que formaban el poderoso gremio de St. Jean Evangéliste. Inicialmente los talleres parisinos imprimieron obras clásicas y de los humanistas italianos, para, más adelante, orientarse a la teología, la literatura cortesana, las crónicas y las novelas de caballerías, redactadas todas en francés. En concreto, los que dieron personalidad a su producción fueron los libros bellamente ilustrados, principalmente los de horas. En el reino de los Valois-Angulema, el conocido como "arte" de la imprenta se expandió rápidamente hasta el punto de que en 1500 sólo en París se contabilizaban 70 imprentas.

En ese ritmo expansivo destacaron también los Países Bajos, donde el impresor William Caxton, en Brujas, utilizó tipos de letras variantes de las góticas; Suecia, donde la imprenta llegó a finales del siglo XV; Flandes, famosa por sus letras grabadas según el modelo de los manuscritos propios e Inglaterra, donde el mencionado Caxton editó numerosas obras como los conocidos Canterbury Tales, de Chaucer.

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En España, los primeros nombres de impresores de los que se tiene noticia fueron de origen alemán, como Enrique de Sajonia, Juan de Salzburgo o Pablo de Constanza, que siguieron la ruta de Italia, tal y como se deduce por el empleo de tipos romanos y las intensas relaciones entre las dos penínsulas.

En comparación con otras zonas, la imprenta llegó pronto a España, quizá a muy escasa distancia de años de Venecia, Nápoles y Florencia. Se extendió aquí rápidamente, instalándose con preferencia en centros de floreciente comercio burgués. Con todo, llama la atención el que no proliferara en las ciudades universitarias, circunstancia ésta debida, según Steinberg, a que "la ciencia y la diligencia [en España] no valían lo que el dinero contante y sonante" y a que los núcleos nobiliarios rechazaban la "pobreza" del libro impreso. Este autor, refiriéndose al caso español, afirma lo siguiente:

  "Hasta que la imprenta se hubo establecido firmemente como una necesidad cotidiana, es decir, hasta bien entrado el siglo XVI, un mapa que indique los lugares donde los impresores se habían establecido será virtualmente idéntico a un mapa en el que figuren los lugares donde cualquier firma comercial hubiese abierto una agencia" (7).

De cualquier modo, los pocos documentos encontrados y la falta de colofones explicativos en los primeros textos impresos nos impiden conocer con certeza cuál fue el primero de los talleres españoles. Ciertamente, está probada la existencia de un fuerte núcleo en Segovia, donde, parece ser, se realizaron las actas del Sinodal de Aguilafuente, que contiene las constituciones aprobadas en 1472 acerca del sínodo celebrado en dicha localidad. Suscita interés que este primer texto se imprimiera en el reino de Castilla y no en el de Aragón, más próximo y relacionado con Italia; la razón puede que se halle en la combinación de la voluntad del obispo segoviano Juan Arias de Avila -que hizo que se trasladase a la zona el impresor alemán Juan Pariz de Heidelberg- con el hecho de que la ciudad atravesara un buen momento histórico, con ferias, fiestas y torneos, y a su circunstancial auge político -recordemos que precisamente allí fue proclamada reina Isabel en 1474-.

Para otros autores, sin embargo, es Valencia el foco impresor más antiguo de España y el Comprehensiorum de Johannes Grammaticus, realizado por Lambert Palmart, el primero de los textos salido de sus máquinas. En sí, un debate difícil de resolver por ahora, pero que no eclipsa piezas de interés alumbradas entonces: Obres o troves en lahors de la Verge Maria, editado en la citada ciudad de Valencia; la Gramática de Bartolomé Mates, en Barcelona; Ethica, Oeconomica, Política de Aristóteles, en Zaragoza; y la Sacramental, en Sevilla. En total, fueron veintiséis las capitales que dispusieron de imprenta en la España del siglo XV, entre grandes poblaciones, sedes episcopales, pequeños pueblos e incluso monasterios. Un panorama enriquecido pronto con la instalación de imprentas en nuevos centros universitarios, como Salamanca, y comerciales, como Sevilla, puerto hacia el Nuevo Mundo. Precisamente desde esta ciudad salieron en 1533 algunos impresores españoles que, animados por el obispo Zumárraga, emprendieron rumbo a México.

LA PRODUCCIÓN Y EL COMERCIO DE TEXTOS

Resulta fácil deducir, a la luz de lo expuesto, que la rápida profusión de centros impresores en distintas ciudades europeas confirmó el papel esencial de la imprenta en la aceleración de las comunicaciones dentro de los diversos niveles culturales; su veloz expansión indicaría, asimismo, que el que podemos considerar como primer "medio" moderno se asentó socialmente a un ritmo similar al de la televisión y el procesamiento de datos en nuestros días. Lo reflejan ejemplos como los siguientes: La Divina Comedia tardó más de cincuenta años en dar la vuelta a Europa, en el siglo XIV; el Quijote, tan sólo veinte años en cubrir el territorio de los lectores de la Europa del siglo XVII; y, una centuria después, a Werther le llevó recorrer el mismo espacio cultural un lustro.

En el estudio de las ventajas aportadas por la imprenta en su difusión se encuentra, igualmente, el volumen adquirido por el comercio de textos y papeles en Europa occidental a raíz de la puesta en funcionamiento del artefacto. El auge de lo impreso se explica por las favorables circunstancias sociales y económicas del contexto: el naciente capitalismo que permitía disponer de los medios económicos necesarios; la existencia de redes comerciales y ferias, que hizo posible la divulgación de ideas y productos; el flujo de las lenguas vernáculas junto al latín, que aún identificaba una cultura superior; y, por último, el general aumento de la instrucción y la riqueza entre los laicos, fenómeno que proporcionó un gran número de compradores de libros a añadir a los adquirientes tradicionales (iglesia, realeza, nobleza, universidades y profesores).

Cuestión digna de subrayarse es que, desde sus comienzos, uno de los objetivos de la imprenta estribó en la posibilidad de abaratar el precio de los textos, especialmente los libros, cuyo valor llegó a descender en ocasiones hasta un 80%. Una realidad que sería fuente de suspicacias para los que, como el teólogo dominico Filippo di Strata, advertían que la baratura de éstos ponía en manos de personas sin formación ideas peligrosas. De hecho, un asunto que condujo a los defensores de un sentido aristocrático de la cultura a lamentarse de que las materias que antes eran conocidas por los sabios ahora estuvieran al alcance de cualquier persona.

Críticas, en fin, que demostraron cómo la aceptación social y la difusión de la imprenta fue infinitamente más rápida que la de otros progresos anteriores en el campo de la escritura. En el fondo de esa situación latió, sin duda, la amplia dimensión de una industria incipiente, animada por un potencial mercado de libros y de lectores, que el negocio del impreso sacaba a la luz. Como nos recuerda Hipólito Escolar:

  "La imprenta no nació, según sabemos, como consecuencia de los afanes proselitistas de un grupo religioso, ni por el deseo de extender la cultura, que podían haber sentido las minorías cultas de los humanistas, ni al servicio de las necesidades docentes, como surgieron los estacionarios universitarios, sino que Gutenberg quiso sencillamente explotar una idea que podía proporcionarle dinero" (8).

Surgida en un momento en que los gremios acusaban sus primeros síntomas de decadencia, la imprenta pudo evitar la imposición de limitaciones en su actividad o en su personal, por lo que captó a trabajadores provenientes de distintas esferas. Además, con la imprenta el libro acentuó su carácter de mercancía y las ganancias capitalistas su cometido de fuerza impulsora de la cultura, ya que un artículo producido en serie exigía menor costo a medida que se incrementaba la tirada de la producción.

* * * * * * *

En general, los impresores y los editores comerciaron sus textos en sus propias ciudades o bien en aquéllas en las que habían establecido delegaciones; para incrementar el negocio, poco a poco se fueron creando efectivas redes -coincidentes con las comerciales- o encuentros periódicos, como las ferias. De éstas, las más famosas fueron las de Francfort, Venecia, Colonia, Estrasburgo, París, Augsburgo, Leipzig, Basilea y Lyon; en ellas, los impresores se intercambiaban libros e informaciones, establecían nuevos contactos, elaborando proyectos editoriales más seguros. Para evitar la competencia desleal, como la reedición de libros de éxito de otro editor, pronto las autoridades adquirieron la costumbre de conceder a ciertos impresores los llamados privilegios o exclusivas, siendo otorgado el primero de ellos a Johannes de Espira en Venecia.

Teniendo en cuenta todo ello, resulta innegable afirmar que el descubrimiento de la imprenta representó un punto de no retorno para la comunicación escrita. Es lo que acertadamente expresa S.H. Steinberg con estas palabras:

  "La historia de la imprenta forma parte integral de la historia general de la civilización. Principal vehículo para la transmisión de las ideas durante los últimos cinco siglos, la imprenta está en relación, y a menudo las informa, con casi todas las esferas de la actividad humana. No es posible comprender completamente los acontecimientos políticos, constitucionales, eclesiásticos y económicos ni los movimientos sociológicos, filosóficos y literarios sin tener en cuenta la influencia que la prensa de imprimir ejerció sobre ellos" (9).

Sus efectos pronto se hicieron notar en diversos ámbitos. Permítasenos apuntar los siguientes:

En primer lugar, resulta incuestionable que la imprenta multiplicó la capacidad comunicativa del hombre, incrementada tras la invención del alfabeto. La creación de la escritura había liberado a aquel de las limitaciones del tiempo y del espacio en la transmisión de mensajes, así como de las restricciones que imponía la memoria en lo referente a la adquisición de conocimientos. La reproducción mecánica de un instrumento tan ágil como era el alfabeto permitió la intensificación de las comunicaciones hasta cotas nunca imaginadas por el ser humano. Junto a ello, la mayor posibilidad de acceso a los libros contribuyó a la estructuración de un nuevo orden social en los tiempos modernos; de suyo, el progreso en el ámbito de la cultura escrita que fomentó la imprenta sólo podía asentarse si la sociedad valoraba en su medida el desarrollo de las aptitudes mentales para la lectura.

A tenor de lo sugerido por ambas notas, pronto se advirtieron en aquellos años tendencias como las que certeramente sintetiza Alfonso Braojos. Por de pronto, que Europa se dotara de un medio de respuesta eficaz, sólida y de bajo costo para cumplir con el creciente mercado de documentos en una demanda sin fronteras y predispuesta a la lectura por las efusiones religiosas, literarias, intelectuales, políticas o mercantiles. A lo anterior se sumaría la delimitación de la figura del editor-impresor dentro de los oficios burgueses significados por un espíritu urbano, racionalista, de valores concretos y sin prejuicios ante el lucro económico. En tercer lugar, la organización de una industria, dotada, progresivamente, de una mayor complejidad en el desarrollo de las diversas tareas y trabajos -cortadores, fundidores, cajistas, correctores- que hubo de coordinar. Por último, la expansión de una cultura uniforme, lo que se logró mediante la popularización de sus productos culturales. Es a lo que alude Jesús García Yruela cuando sostiene que el impresor quería o tenía que vender todas las copias que podía realizar, textos que debían adaptarse -en los contenidos y en la presentación- a los gustos de sus nuevos clientes.

En definitiva, y como se ha visto, numerosos pasos encaminados al asentamiento de fórmulas comunicativas que, con el tiempo, se significaron por el logro de mayores cotas de libertad en la expresión.

LAS MANIFESTACIONES DE LA COMUNICACIÓN IMPRESA

Hablar de los efectos de la imprenta en la comunicación escrita es hacer referencia, además de a las modificaciones que aportara al orden socio-cultural, a la nueva función que adquirió el libro desde esos momentos, así como a los diferentes tipos de papeles -periódicos o no- que inundaron la sociedad europea de finales del siglo XV y principios del XVI. Ambos elementos, junto a los cada vez más escasos manuscritos, constituyen el eje de lo que conocemos por comunicación escrita moderna, base del surgimiento de fórmulas informativas esenciales para comprender a nuestros actuales medios de comunicación.

LOS PROGRESOS EN LA PRODUCCIÓN BIBLIOGRÁFICA

El estudio de los sucesivos adelantos y mejoras de práctica que denotan los primeros libros impresos constituye una ciencia especial, la de los incunables, designación que alude a una actividad que está en la cuna (10). Considerados desde el siglo XVIII como los tesoros más preciados de las grandes bibliotecas, los rasgos de estas obras muestran la voluntad del libro impreso por parecerse lo más posible al manuscrito, su rival inmediato. Las razones de ello estribaban en la repugnancia del noble y el eclesiástico a dar cabida en su biblioteca al nuevo texto, el producto en el que el arte se hacía técnica, minando el exclusivismo de la privilegiada posesión. No debe causar extrañeza que, en esos momentos, y dentro de algunos ámbitos, la consideración de los manuscritos prevaleciera sobre la de los libros impresos: los primeros gozaban de más tradición y prestigio (como en la Antigüedad los rollos de papiro sobre los libros de pergamino) y de ellos existían escasos ejemplares, a diferencia de los segundos, vulgarmente multiplicados.

Con esa valoración del manuscrito, no resulta sorprendente que Gutenberg dispusiera su Biblia en planas de dos columnas, dejando un hueco para las letras capitulares, permitiera la decoración a mano de las planas más importantes y emplease profusamente los signos de abreviación que ayudaban a lograr la justificación o igualdad del margen derecho de cada columna. En sus obras se observa, asimismo, la presencia de tipos específicos para las letras dobles o las ligaduras más frecuentemente usadas en la escritura a mano de aquel tiempo. Ciertamente, Gutenberg sabía que el éxito de su sistema dependía de que la impresión fuera completamente indistinguible de las esmeradas páginas manuscritas que caligrafiaban los copistas; para lograr un efecto semejante, hubo de fundir distintas versiones de muchos caracteres así como ligaduras entre diferentes combinaciones, a fin de imitar todas las variantes del manuscrito escogido para reproducir.

Sin embargo, y aun aceptando que el principio Gutenberg consistió en la invención de la tipografía como un sistema de reproducción de la escritura manuscrita, hemos de resaltar que, progresivamente, la nueva actividad adquirió un alto grado de independencia. Y tales fueron las ventajas que aportara la nueva especialidad que, desde el siglo XVI, el editor comenzó a enorgullecerse de su nueva obra, a la que marcaría con el logotipo de su taller.

A esa positiva consideración contribuyó la demanda de textos impresos que realizó la Iglesia, como lo demuestra el hecho de que en muchos conventos se establecieran talleres en sustitución de los scriptorium de copistas. De modo paralelo, la imprenta quedaría marcada por la expansión del humanismo, corriente que, pese a su afición por el manuscrito, aprovechó las ventajas del nuevo arte de reproducción mecánica. Igualmente, por las necesidades del poder político, que la utilizó como fórmula para justificar su acción de gobierno, elemento de propaganda y exaltación de sus disposiciones mediante libros y documentos o, simplemente, como la vía más rápida y eficaz para hacer llegar a sus súbditos sus normas.

No obstante, y hasta el momento en que las fuerzas del mercado impulsaron la producción de libros más pequeños y baratos para un público más amplio -que, además, se expresaba en lenguas vernáculas-, las características de estos impresos fueron las siguientes:

a) Notas sobre el contenido. Según este criterio, se distribuían así:

* Los temas religiosos ocupaban el 40% de la producción, tratándose, sobre todo, de biblias completas o ediciones parciales de algunos de sus libros; tras éstos se situaban los textos litúrgicos, misales, devocionarios y libros de horas para rezos de los laicos; los sermonarios y confesionales necesarios para la labor pastoral de los sacerdotes; las obras piadosas, muy populares, como La imitación de Cristo de Kempis, La leyenda áurea de Jacobo de Vorágine y Las florecillas de San Francisco.

* Las composiciones eruditas clásicas o las obras literarias alcanzaban el 30%; se trataba de grandes tratados teológicos y filosóficos que se estudiaban en las universidades, así como la producción de escritores eclesiásticos notables: Santo Tomás, Aristóteles, Alberto Magno, Guillermo Ockam, Savonarola y los Padres de la Iglesia.

* El resto de los contenidos versaba sobre derecho civil y canónico (el 10%), desde los Corpus iuris civilis y canonici hasta las numerosas ediciones de los comentaristas más famosos, como Pablo de Castro, Alejandro Tartaño y Díez de Montalvo; obras gramaticales para el estudio de la lengua latina, como las de Nebrija y las de Nicolás Perottus; libros de medicina, como los de los clásicos Hipócrates, Galeno y los musulmanes Averroes, Avenzoar y Avicena; de geografía y viajes (Marco Polo, Juan de Mandeville) junto a los primeros herbarios. Durante esas primeras décadas no abundaron las obras de matemáticas ni las de astronomía, y, aunque en la época incunable se publicaron 3.000 ediciones de libros científicos correspondientes a algo más de 1.000 títulos y 650 autores, en su conjunto no ofrecieron ninguna aportación novedosa para el pensamiento científico.

Unas tres cuartas partes de esas obras estaban escritas en latín, un 10% en italiano, seguidas por los textos en alemán y francés, así como un 1% en español. Los documentos en lenguas vulgares pertenecían en su mayoría a traducciones de obras piadosas redactadas en latín y también a textos clásicos y medievales. De las escritas originariamente en lengua vulgar -con el tiempo aumentó su número considerablemente- destacaron las de los italianos Dante, Boccaccio y Petrarca.

En el caso concreto de España, los libros que más atrajeron a la población fueron los religiosos, entre los que no faltaron los escritos en lenguas vernáculas, como Lucero de vida cristiana -en castellano- y Confessional -en catalán-; los de autores clásicos en latín, castellano y catalán; gramáticas y libros de texto para el aprendizaje del latín; obras de derecho civil (Las Siete Partidas, Las Leyes de estilo), históricas (Crónica del Rey don Pedro, Crónica Abreviada de España), literarias (La Celestina, Tirant lo Blanch, Grisel y Mirabella) y poéticas (del marqués de Santillana, Juan de Mena y Jorge Manrique).

En definitiva, desde el punto de vista de los contenidos, se observa cómo la imprenta fue capaz de responder a las distintas demandas sociales planteadas en aquel momento. Una vez que lograra satisfacer totalmente a su público, dicho instrumento empezó a ser concebido como la tercera gran revolución comunicativa -tras la que supuso la invención de la escritura y del alfabeto griego- en la Historia de la Humanidad, calificativo debido a su capacidad en acelerar y ampliar gran parte de las posibilidades cognoscitivas e informativas del hombre. Con su asentamiento, este nuevo medio permitió -al menos en teoría- que las ideas estuvieran al acceso de todos los individuos, difundiendo a amplias masas lo que, hasta ese momento, había estado limitado a pequeños grupos cerrados.

b) Aspectos formales. Como ya hemos comentado, físicamente, las primeras obras impresas intentaron imitar al máximo a los manuscritos, algo que no puede sorprender si se tiene en cuenta que ni Gutenberg ni los impresores que adoptaron su técnica pretendían cambiar la forma del libro, sino reproducirlo con la mayor rapidez posible y, además, sin llamar la atención, para que los habituales compradores se encontraran con algo familiar. Por ello, en los incunables se observa cómo se trasladó la apariencia del códice de pergamino medieval al libro impreso, reproduciendo en éste las notas que poseían aquéllos.

Entre esos rasgos sobresalía, en primer lugar, la ausencia de título propiamente dicho, con lo que el texto comenzaba simplemente en la primera página con las palabras introductorias incipit o hic incipit. Asimismo, la mayoría no contenía información de la fecha, el lugar o el nombre del impresor, por lo que, para datarlos, en la actualidad se acude a la comparación entre las formas y tamaños de los diferentes caracteres. Por su parte, las letras iniciales se resaltaban a mano, presentando unos bordes coloreados muy elaborados; existía, en último lugar, una amplia variedad de tipos de indicaciones -tales como la signatura, el reclamo y la foliación- para señalar el orden de los cuadernillos.

Hacia 1530, superada la época incunable, los textos impresos fueron adquiriendo su propia personalidad, desarrollando notas que los singularizarían y diferenciarían de los manuscritos. Más que a un afán de originalidad, estos cambios respondieron a imperativos surgidos por las conveniencias de fabricación y venta y por las apetencias del público lector. Se referían a aspectos como los siguientes: los elementos de estandarización, entre los que destacó el empleo de grabados de madera en lugar de iniciales dibujadas a mano; la incorporación de números o letras en signaturas con el fin de ofrecer documentos de consulta más prácticos; finalmente, el incipit (literalmente "aquí empieza") en la parte alta de la primera página de un manuscrito dio paso en el impreso a la página destinada al título, al que se añadió el nombre del autor, el emblema del impresor y su dirección. Con relación a este último aspecto, hemos de destacar que sería la base de la portada, elemento que pasó a recoger los datos de identificación que anteriormente aparecían en el colofón. La que ha sido considerada la novedad más revolucionaria que trajo la imprenta a la concepción material del libro vino a sustituir a técnicas como la inserción del título en caracteres xilográficos. Con el nuevo elemento -compuesto generalmente de tipos móviles de gran tamaño y acompañado en ocasiones de un grabado- se lograría una más pronta identificación de la obra.

Otros cambios en los impresos de esa etapa se relacionaron con:

* La materia escritoria: el papel iría desplazando al pergamino, considerablemente más caro. En el caso de emplear éste o vitela -lo que indicaba su destino para la realeza o la alta nobleza-, las obras aparecían ricamente adornadas con miniaturas.

* El formato de tamaño folio (35x30 o 30x25 cm.) se ofrecía como el más adecuado para los grandes libros de estudio y consulta; la tendencia apuntaba, sin embargo, al uso de formatos más pequeños (el 4º o el 8º), indicados para obras seculares, de lectura religiosa o placentera. Al principio, eran frecuentes los grandes márgenes (espacios en blanco para que el artista ejerciera su oficio, como se hacía en los códices medievales), mientras que el texto en sí aparecía compacto, sin apenas blancos o puntos y aparte; al abaratarse su producción y mostrar aquéllos formatos menores, los claros y espacios se tornaron más frecuentes.

* La letra más común entre los manuscritos del siglo XV era la gótica, de presentación angulosa -como las Biblias de las 42 y las 36 líneas- y con variantes según el tipo de texto o la zona donde se realizara la obra. Siguiendo este modelo, y para que los lectores no sintieran extrañeza y rechazo, se compusieron los primeros libros impresos en Alemania. Por otra parte, con la difusión de la imprenta desaparecieron las abreviaturas usadas en los manuscritos con el deseo de ahorrar espacio y tiempo; sin ellas, la lectura se tornó más fácil y grata.

* Acerca de la ornamentación, hemos de mencionar que dejó de limitarse a las iniciales, marcas, colofones o portadas, pasando a multiplicarse en el interior para, de ese modo, ayudar a la comprensión del contenido y dar un aspecto más grato al libro. Hasta fines del siglo XVI presentaría una apariencia similar a la de los manuscritos -a base de orlas, iniciales y capitales coloreadas a mano-, aunque su finalidad apuntaba más bien al deseo de atraer a posibles compradores, en especial cuando se trataba de un público sencillo. En lugar de ser dibujadas -y como la iluminación a mano era cara-, se utilizaron para su confección grabados en madera que aprovechaban el desarrollo de las impresiones xilográficas y que, además, permitían su inclusión inmediata en el texto.

El primer impresor que empleó el grabado en madera fue Albrecht Pfister: en sus textos las utilizó no con fines decorativos, sino para explicar el contenido de la obra a los lectores con poca formación a los que se destinaban libros fácilmente comprensibles, estampas y calendarios. Dicho ilustrador incluyó en 1461 más de doscientos grabados de madera en su edición de Edelstein.

* Respecto a la encuadernación, también se apreciaron cambios notables, pues dicha actividad comenzó en esos momentos a desarrollarse como una industria dotada de una organización especial. Su importancia fue muy grande si se tiene en cuenta que la riqueza en la encuadernación constituyó uno de los más eficaces recursos utilizados para vencer las primeras resistencias a incorporar el impreso a las bibliotecas. Con el tiempo, el incremento del número de libros y su menor precio dieron lugar a encuadernaciones más económicas; su influencia sería también decisiva a la hora de la profesionalización de una nueva actividad pues, de ser una ocupación de monjes o de encuadernadores adscritos a Universidades, adquirió naturaleza de oficio civil.

EL UNIVERSO DE LA PRODUCCIÓN PERIÓDICA

Enfocado el asunto desde una directriz paralela, cabe estimarse que donde la imprenta mostró, desde el primer momento, otra parcela de sus virtualidades fue en los textos noticiosos o informativos que produjo. Junto al libro, se fueron perfilando un número indeterminado de escritos que presentaban un claro afán de servir de medio de comunicación social. Consecuencia de la evolución misma de la sociedad durante las últimas décadas de la Baja Edad Media -que puso en evidencia la necesidad de contar con un sistema más rápido y ágil de transmitir noticias, hechos y eventos-, entre dichos escritos localizamos a las crónicas, o recopilaciones de los acontecimientos de destacado relieve; las cartas-diario, o textos redactados por los agentes de las casas comerciales a fin de notificar a sus patronos cualquier asunto relativo a los negocios; los almanaques, de variado contenido -predicciones astrales, pronósticos, proverbios- y dirigidos especialmente a la población no letrada; y los avissi o foggli a mano, acerca de informaciones útiles a la clase comerciante, amén de otros datos de interés público.

En función de lo anterior, no cabe duda alguna de que un instrumento -como la imprenta- que permitió la rápida, eficaz y barata multiplicación de los papeles fuera acogido con un gran entusiasmo por los que elaboraban y consumían estos productos. Y, aunque el noticierismo manuscrito no desapareció tras la creación del mensaje impreso -de hecho ambos coexistieron al menos hasta el siglo XVIII-, lo cierto fue que su <<traducción>> a las formas que imponía la nueva industria -el ars artificialiter scribendi- influyó en gran medida en el éxito de dichos escritos. Igualmente, es obligado destacar que el uso de la tipografía en el campo de los avisos, foggli a mano, price-currents, canards o nouvelles à la main permitió la creación de las primeras fórmulas del periodismo impreso: los ocasionales y las relaciones.

Con el primero -indica Jesús Timoteo- se hace referencia a publicaciones eventuales, impresas con motivo de algún acontecimiento de singular relieve. De pequeño tamaño (17x10 o 15x10 cm.) y no más de ocho páginas, con portada ilustrada con un grabado, fecha y lugar de edición (que evidenciaban la necesidad de que la información que contenían estuviera bien emplazada), estos textos acotaban el relato de un único asunto. Los más antiguos proceden de Italia (Bolonia, 1470), con informaciones relativas al avance de los turcos por el Mediterráneo oriental, tema preocupante entonces. Extendidos por toda Europa, fueron promovidos por individuos aislados (menanti) o por los poderes político o eclesiástico, que los dotaban de fuerte carga persuasiva y propagandista, como fue el caso de los publicados en Inglaterra en tiempos de Enrique VIII en defensa del divorcio.

Acerca de su contenido, se ha mencionar que trataban de sucesos muy dispares: acerca de viajes y descubrimientos, asuntos bélicos, milagros, historias prodigiosas o desastres naturales; también sobre temas locales, como la entrada o salida de un príncipe o su séquito en la ciudad. Encabezados por un título genérico, se comerciaban en imprentas, tiendas de libreros o bien eran distribuidos por vendedores ambulantes. Su éxito lo demostraron las frecuentes impresiones y traducciones que de ellos se realizaron.

Con el término de relaciones se alude a impresos anónimos, de no más de cuatro hojas, que narraban sucesos varios de forma irregular. Denominadas en España <<cartas nuevas>> u <<hojas de noticias>>, venían a ser compendios resumidos de episodios dignos de divulgarse por su singularidad. Sus recopilaciones darían lugar, luego, a la iniciativa de Michael von Aitzing, noble austriaco que, aprovechando la feria semestral de Francfort (que ya era cita de editores y libreros), lanzó al mercado dos volúmenes dirigidos a la venta en dichos encuentros (en primavera y otoño), donde se recogía la relación de los principales acontecimientos habidos en Europa en los seis meses que separaban a una feria de otra. Conocidas como Messrelationen, serían, entre 1587 y 1595, el primer testimonio de un noticierismo inclinado hacia su regulación periódica, la semestral. Su éxito se observa en las imitaciones que tuvo: las Historicae relationis complementorum de Jacobus Francus en 1591 o las Cronologías novenarias del francés Palma-Cayet desde 1598.

En su conjunto, y como ya se ha apuntado, ejemplos hacia una creciente periodicidad, que se consolidó no mucho más tarde en publicaciones mensuales, quincenales y hasta semanales.

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A la luz de lo expuesto, la primera conclusión que se extrae del estudio de los primeros documentos impresos apunta, ineludiblemente, a la interpretación europeísta que se ha asignado al fenómeno de la imprenta. Sin embargo, una visión universal puede tener otro enfoque. Nos referimos a la presencia del fenómeno en la civilización china, cuestión que ha conducido a determinados autores a difundir la tesis del origen chino de la imprenta. Ante esto cabe preguntarse, ¿cuál fue la aportación de dicho país al asunto?

 

EL TONO DE LAS PRIMERAS IMPRESIONES

Aunque no se ha demostrado, parece admitida por algunos estudiosos la idea de que la técnica de la imprenta tuvo su comienzo en China y en zonas circundantes, ámbito donde, desde el siglo VI d. C., se habían llevado a cabo intentos de multiplicación mecánica de la escritura. Junto con la existencia del papel (inventado por este pueblo en el siglo I a.C.), allí también surgió la técnica de impresión con piedras a través de calcos; muy pronto, sin embargo, a causa del daño inevitable que por efecto de la multiplicación de copias sufría la plancha original y la dificultad de tallado sobre ese soporte, se pasó a la realización de la plancha en madera.

Cuatrocientos años antes de que Gutenberg realizara sus primeras pruebas parece ser que también en China fueron usados tipos móviles de una forma metódica; así, cierta tradición afirma que, a comienzos del siglo XI d. C., el herrero Bi Sheng produjo caracteres movibles de arcilla cocida posteriormente fabricados en otros materiales, como madera, metal y porcelana. En cualquier caso, un escollo no pequeño para el desarrollo de esta técnica en aquel ámbito parece haber sido la ingente cantidad de rasgos de la escritura china -más de 50.000- para su representación en tipos móviles, algo que, evidentemente, superó el alfabeto latino gracias a "su conjunto finito y escaso de letras" (11).

En Europa, el empleo de un sistema de escritura compuesto por un escaso número de letras permitió que, además de grabados de imágenes, se reprodujeran, desde el siglo XIV, someras sentencias o breves explicaciones que, la mayoría de las veces, se incluían como pie de las ilustraciones xilográficas. Ejemplos de esta actividad los encontramos en los Países Bajos y Alemania, como lo prueban la estampa de San Cristóbal y el Niño de 1423 y la Biblia pauperum de 1450. De contenido religioso generalmente, estas muestras eran usadas para adornar las paredes; mas, el progresivo predominio del texto permitió que se formaran libros -llamados tabellaires por los franceses y block book por los ingleses-, que contenían entre veinte y cincuenta láminas xilográficas. Inspirados en los manuscritos iluminados, algunas muestras destacadas de éstos son el Cantar de los cantares, el Decálogo, el Apocalipsis, la Danza de la muerte y Semana de Penitencia. Sus características formales eran, por supuesto, fieles a la estructura compositiva planteada por el libro manuscrito tradicional. Ampliamente difundidos entre el pueblo por su contenido de literatura popular, lo cierto es que la mayoría estaban escritos en latín, pero el predominio de sus ilustraciones los hizo muy demandados. Prueba de ello son los pocos ejemplares que nos han llegado, debido al intenso uso al que fueron sometidos en su época.

Junto a los factores anteriores, José María Díez-Borque apunta que, durante todo el siglo XIV, se manifestaron numerosos avances tecnológicos que culminaron con la creación de caracteres móviles para imprimir libros con los que se puede afirmar que comienza propiamente el arte de la tipografía en su concepción moderna. Dicho autor se refiere, entre otros elementos, a los siguientes: el uso de una aleación de plomo, estaño y antinomio para crear los tipos, combinación que daba como resultado un material flexible para la impresión y duro al mismo tiempo para resistir la presión de la prensa; la mejora en el proceso de fundición de letras para que tuvieran la misma altura y longitud y se ajustaran con facilidad; el perfeccionamiento de la prensa, que ahora imitaría a las de vino; y la mejora de la tinta que, a base negro de humo y aceite, ganó en consistencia.

A todo ese proceso se unió el hecho de que, para esas fechas, el empleo del papel estaba generalizado en Europa; como he indicado, ya en el siglo XII está documentado su uso en el continente (España, Italia, Francia y oeste de Alemania). Soporte ideal en un momento en que la cultura escrita estaba creciendo, el papel sirvió no sólo para la mejora en la producción de libros, documentos legales, informes y otros papeles -manuscritos y con el tiempo, impresos-, sino también para reproducir imágenes mediante la técnica xilográfica.

En síntesis, el resultado de todas esas innovaciones fue tan completo que la técnica de componer e imprimir libros no varió sustancialmente hasta el siglo XIX; es por ello que muchos autores -como Svend Dahl- consideran que, si bien las primeras ideas sobre la impresión llegaron de Oriente, el perfeccionamiento tan grande que éstas adquirieron en Europa, convierten a la imprenta en un invento occidental. Quizás la prueba más evidente de ese auge se aprecia en la rápida reacción de las autoridades frente al invento.

LA REACCIÓN DE LOS PODERES MODERNOS

Aunque ya se ha mencionado que la imprenta posibilitó la libertad de expresión, como es bien sabido ésta no se lograría plenamente hasta la Edad Contemporánea. Queremos, pues, hacer hincapié en el hecho de que, en sus primeros años de vida, determinadas limitaciones -como la censura- retrasaron los logros que, más tarde, estaría llamada a promover.

Existen numerosas pruebas de que, ya durante la Edad Media, habían sido condenados libros o papeles diversos por ser considerados heréticos o portadores de ideas heterodoxas; la mayoría de las órdenes al respecto se cumplían, por lo que no hacía falta una legislación especial o la creación de un organismo que vigilara su cumplimiento. Con el surgimiento de la imprenta y el activo comercio organizado alrededor de ella, la información pasó a ser concebida progresivamente como un instrumento al servicio del cambio religioso y político.

En relación con lo anterior, Manuel Vázquez Montalbán apunta que resulta curioso comprobar cómo, junto a la expansión de lo escrito que se produce en esos momentos, cada vez se hizo más evidente el ejercicio de control del poder temporal y espiritual coligados, muestra, en definitiva, de que lo escrito y lo impreso pasaron de una alianza con el príncipe a convertirse en elementos que podían ser esgrimidos contra la voluntad del poder. Para evitarlo, y amparados en el derecho de privilegio real, soberanos y autoridades religiosas crearon numerosas instituciones al objeto de hacer prevalecer su estructura de dominio, entidades que, evidentemente, afectaron al conjunto de las comunicaciones sociales. En ese espíritu se inscribe la oficialización del correo, mediante la regulación de las rutas, postas, horas y días; pero, sobre todo, el afán de inspeccionar la acción de la imprenta, intentado encauzar en su provecho a sus diversas manifestaciones, ya mediante la censura previa o la identificación del autor.

Algunas muestras de esa actitud se pusieron de manifiesto en diferentes momentos a lo largo del siglo XV, ejemplos como los que, en 1486, protagonizó el arzobispo de Maguncia al teorizar sobre la censura; o el que animara un año después Inocencio VIII, quien, en su bula Contra impressores librorum reprobatorum (1487), prohibió la impresión de cualquier papel que no portara el permiso eclesiástico. En la siguiente centuria el panorama descrito no varió a tenor de lo sugerido por el estallido de las guerras de religión derivadas de la Reforma protestante. Prueba de ello es que la reivindicación de la libertad de información e impresión que plantearon las nuevas fuerzas obligarían a León X -siguiendo los acuerdos del Concilio de Letrán- a establecer en 1515 la censura previa en toda la cristiandad.

Tras la ruptura con Lutero, las medidas adoptadas por la Iglesia católica se hicieron más severas: en 1521, Francisco I -en Francia- y Carlos V -en España y Alemania- promulgaron sendos decretos por los que se prohibía publicar aquellos libros que hubieran sido proscritos por la Iglesia; tres años después, Clemente VII vetó la difusión de las obras del antiguo agustino; las principales universidades de la cristiandad -la Sorbona, Lovaina y Colonia- lucharon fieramente contra los textos heterodoxos; nacida del Concilio de Trento, la Sagrada Congregación del Indice -cuya acción se ha prolongado hasta nuestro siglo- comenzó a elaborar el Index librorum prohibitorum; en 1542, se instituyó la Congregación del Santo Oficio, una de cuyas funciones era el estudio y condena de los libros heréticos o inmorales; Gregorio XIII condenó a galera a los menanti que recogieran, redactaran o difundieran noticias -verdaderas o falsas- que no hubieran pasado por el filtro papal, una línea que imitó Sixto V al ordenar, en 1587, que se cortara la mano y la lengua al menanti Annibale Capello.

Por su parte, los estados católicos delegarían en la Iglesia las funciones represivas hasta muy entrado el siglo XVII, momento en que el monarca absoluto Luis XIII estableció la censura laica.

* * * * * * *

Pese a todo ello, en aquella Europa plena de contradicciones hacia todo lo que concerniera a la imprenta, el ejercicio de la censura provocó no pocas reacciones entre los defensores de la libertad de expresión. Para éstos, si la represión de libros doctrinales podía justificarse como atentado a la verdad establecida, más difícil era disculpar el control ejercido sobre la circulación de la información más simple. De hecho, la mayoría de las quejas provenían de los mismos impresores, cuyo empeño en dicha actividad derivaba del lucrativo negocio que conllevaba la producción de hojas periódicas: unos papeles que contaban con más audiencia que los libros, eran más fáciles de componer y dejaban más beneficios. Pues, como certeramente indica Manuel Vázquez Montalbán,

"eran numerosos [en la época] los acontecimientos que el público deseaba conocer; encuanto un impresor tenía noticias sobre uno de ellos, tenía gran interés en hacer un pasquín, un aviso en Italia, una zeitung en Alemania, sabiendo que esta mercancía encontraría clientes" (12).

De todo lo dicho se desprende que la invención y el perfeccionamiento de la imprenta constituyen el punto de partida de la época moderna, en tal grado que, como sostiene Albertine Gaur,

 "todos los adelantos posteriores, tanto científicos, políticos, eclesiásticos, sociológicos, económicos como filosóficos no habrían sido posibles sin el uso y la influencia de la imprenta" (13).

Instrumento de las energías individuales propias del Renacimiento, germen de la producción en masa, vehículo de nuevas valoraciones sobre la realidad, el mundo y la historia, a la imprenta, en definitiva, se deben gran parte de los cambios que se han sucedido durante los últimos cinco siglos, gran parte de los avances que han caracterizado la progresiva madurez del pensamiento humano.

NOTAS

1 - Alfonso BRAOJOS GARRIDO, en AAVV., Comunicación Social y Poder, Universitas, Madrid 1993, pág. 38.

2 - Henri-Jean MARTIN, en Raymond Williams (Ed.), Historia de la Comunicación, Bosch, Barcelona 1992, vol. 2, págs. 18-19. En este sentido, añade el autor que la imprenta habría de ahorrar el penoso trabajo de la caligrafía, la escritura a mano y, sobre todo, el de la multiplicación de ejemplares, es decir, la copia de la copia.

3 - Vid. Marshall McLUHAN, La galaxia Gutenberg. Génesis del "Homo typographicus", Planeta-Agostini, Barcelona 1985.

4 - Agustín MILLARES, Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas, FCE, México 1986, págs. 90-91.

5 - En O. WEISE, La escritura y el libro, Labor, Barcelona 1951, pág. 56.

6 - Hipólito ESCOLAR SOBRINO, Historia universal del libro, Fund. Germán Sánchez Ruipérez, Madrid 1993, pág. 351.

7 - S.H. STEINBERG, en José María Díez-Borque, El libro, Montesinos, Barcelona 1985, págs. 46-48.

8 - Hipólito ESCOLAR SOBRINO, op. cit., pág. 387.

9 -S.H. STEINBERG, en José María Díez-Borque, op. cit., págs. 65-66.

10 - Convencionalmente, dicha expresión abarca a todos los libros impresos en Europa hasta el año 1500 inclusive. En el contexto americano, bajo ese nombre se conoce a los textos aparecidos en el siglo XVI, el primer siglo que conoció la imprenta en el Nuevo Continente.

11 - Jesús GARCIA YRUELA, "La imprenta, reproducción mecánica de información y factor cultural", en AAVV., Estudios sobre tecnologías de la información, Dykinson, Madrid 1992, pág. 21.

12 - Manuel VAZQUEZ MONTALBAN, Historia y Comunicación Social, Alianza, Madrid 1985. pág. 65.

13 - Albertine GAUR, Historia de la escritura, Fund. Germán Sánchez Ruipérez, Madrid 1990, pág. 235.


FORMA DE CITAR ESTE TRABAJO EN BIBLIOGRAFÍAS:

Ruiz Acosta, María José (1998): De la mecanización del arte de los escribas. Revista Latina de Comunicación Social, 11. Recuperado el x de xxxx de 200x de:
http://www.ull.es/publicaciones/latina/a/
12mjrsevilla.htm