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Elías, Carlos J. (2001): Influencia de la historia de España (siglos XIX y XX) en el periodismo especializado en ciencia. Revista Latina de Comunicación Social, 39.
Revista Latina de Comunicación Social 39 – marzo de 2001

Edita: LAboratorio de Tecnologías de la Información y Nuevos Análisis de Comunicación Social
Depósito Legal: TF-135-98 / ISSN: 1138-5820
Año 4º – Director: Dr. José Manuel de Pablos Coello, catedrático de Periodismo
Facultad de Ciencias de la Información: Pirámide del Campus de Guajara - Universidad de La Laguna 38200 La Laguna (Tenerife, Canarias; España)
Teléfonos: (34) 922 31 72 31 / 41 - Fax: (34) 922 31 72 54

[enero de 2001]

Influencia de la historia de España (siglos XIX y XX) en el periodismo especializado en ciencia

Siglo XIX: La vuelta al absolutismo y la esperanza de la Institución Libre de Enseñanza

(8.247 palabras - 16 páginas)

Dr. Carlos J. Elías ©

Profesor de la Universidad Carlos III (Getafe, Madrid)

carlos.elias@teleline.es

El siglo XIX fue crucial en la historia de la ciencia, tal y como la conocemos en su concepción actual. En él se produjo la institucionalización de ésta en países como Inglaterra, Francia, Alemania o Estados Unidos (1). Esto quiere decir que la ciencia se configuró durante esa época en una actividad absolutamente profesionalizada. Los estados se dieron cuenta del enorme poder que almacenaba, en especial en áreas como la física o la química.

En este sentido, a lo largo del siglo XIX ésta llegó a adquirir una relevancia social y una inserción socioeconómica, nunca antes alcanzado. Esta situación fue consecuencia de las investigaciones y los resultados obtenidos por científicos como Faraday, Carnot, Virchow, Helmholtz, Clausius, Kirchhoff, Bunsen, Liebig, Berzelius, Kekulé, Mendeleiev, Van´t Hoff, Pasteur, Maxwell, Kelvin, Hertz, Galois, Riemann, Mendel, Koch, Lyell o Darwin, entre otros. En España sólo tendremos un científico de la categoría de los anteriormente citados: Santiago Ramón y Cajal.

Sin ellos, la ciencia no hubiese adquirido el nivel que luego tuvo y que aún mantiene en la actualidad, aunque con matices. También es cierto que la mayoría de los países donde la ciencia floreció se beneficiaron de coyunturas económicas favorables: las posibilidades del nuevo Reich alemán en 1871 con Bismark a la cabeza, la capacidad industrial estadounidense y el comercio y, en definitiva, las posesiones de Francia y Gran Bretaña.

En España, por el contrario, el siglo XIX fue uno de los más inestables y convulsos de su historia. La situación fue tal, que muchos atribuyen el desenlace final de la guerra civil del 36 a los conflictos surgidos y gestados durante el XIX.

Desde el punto de vista histórico puede afirmarse que el siglo XIX comenzó en España con la guerra de la independencia de 1808, la cual significó un trágico final para lo poco que con esfuerzo se había conseguido durante el siglo XVIII.

Aunque los ejemplos concretos no tienen relevancia como generalidad histórica, en mi opinión, sí pueden ilustrar el cariz que definía la situación. En este sentido, conviene recordar que, por ejemplo, el Real Observatorio de Madrid fue transformado en cuartel por los franceses y su excelente telescopio Herschel fue desmontado para aprovechar su madera. El archivo con las investigaciones realizadas en el Real Observatorio fue saqueado por las tropas francesas, que lo utilizaron para avivar el fuego con el que calentarse durante el invierno.

El final de la guerra de la independencia no significó que se retornara a la situación de la Ilustración, aunque en el primer periodo absolutista de Fernando VII se pensase en restaurar algunas de las instituciones de la época de Carlos IV. La sublevación de Riego, el trienio liberal, el regreso al poder de Fernando VII, las guerras carlistas y las continuas crisis de gobierno explican que hasta pasada la mitad del siglo, ya en el reinado de Isabel II, no comenzase a mejorar la situación, sino todo lo contrario. Mientras, países como Alemania, Francia, Estados Unidos o Gran Bretaña gozaban de una prosperidad envidiable y, a todas luces, habían arrebatado a España el papel de nación poderosa y hegemónica. Era una situación de la que, como se ha mencionado, no se supo aprovechar para el florecimiento de la ciencia española mientras duró. Si cuando las condiciones eran favorables, la ciencia no se desarrolló, era obvio que en condiciones adversas y con el tradicional "espíritu anticientífico" español, la situación no iba a mejorar.

Fue a partir de la revolución de 1868, de la "Gloriosa", durante el sexenio revolucionario (1868-1874) y, tras él, con el estímulo de la liberación ideológica producida a la sombra de la tranquilidad política de la restauración (1875) cuando se logró alcanzar una cierta continuidad en los esfuerzos para recuperar la escasa ciencia que se había hecho en el siglo XVIII, aunque estaba claro que en 1875 ya se había perdido, en mi opinión de forma definitiva, el tren de la ciencia en España.

En cualquier caso, lo cierto es que el desarrollo científico estuvo en esa época muy relacionado con el pensamiento políticamente progresista, que como se sabe, no siempre prevaleció en ese siglo. También volvió la idea de contraponer ciencia y religión en España. Éste era un pensamiento que venía del pasado y que pervivió, por ejemplo, hasta la guerra civil –los miembros de la Junta de Ampliación de Estudios (JAE) fueron tachados de anticlericales y expulsados del país tras la contienda- y la posterior fundación del CSIC bajo el régimen franquista. Esta idea y el temor de los científicos españoles a ser tachados de poco religiosos han sido, a mi juicio, una de las circunstancias responsables de que la escasa investigación que se ha realizado en este país haya preferido enfocarse hacia asuntos más técnicos y aplicados que al verdadero conocimiento científico, puesto que éste, muchas veces, entra en clara contradicción con la doctrina clásica de la iglesia católica.

Sin embargo, una luz de esperanza se abría en la España del XIX con la creación de la Institución Libre de Enseñanza (1875), una institución en la que el estudio y la divulgación de la ciencia tenía un papel primordial como demuestra el punto primero de sus bases generales en el que se señala que "su objetivo es fundar una Institución Libre consagrada al cultivo y propagación de la ciencia en sus diversos órdenes" (2).

Resulta interesante recordar que el origen de esta Institución Libre de Enseñanza, que sería precursora de la Junta de Ampliación de Estudios y ésta, a su vez, del actual CSIC, está unido al pronunciamiento, en Sagunto y en diciembre de 1874, del general Martínez Campos, que acabó con el gobierno en el que constitucionales y liberales habían ejercido el poder a lo largo de 1874. Se restauró la dinastía borbónica en la persona de Alfonso XII. El primer gobierno de la restauración estuvo presidido por el conservador Cánovas, quien puso al frente del Ministerio de Fomento al marqués de Orovio, que colaboró en imponer, nuevamente, los criterios más intransigentes del catolicismo español.

Así, en 1875 apareció un decreto que prohibía a los profesores universitarios manifestarse en sus clases contrarios a la monarquía recién instaurada o a la religión católica. Se imponía además la obligatoriedad de aceptar los libros recomendados por el ministerio. El contenido de estos textos fue protestado por treinta y nueve profesores, comenzando por dos jóvenes profesores de ciencias de la Universidad de Santiago de Compostela: Augusto González de Linares y Laureano Calderón, los cuales fueron respaldados por Francisco Giner de los Ríos, catedrático de la Universidad Central de Madrid. También se solidarizaron con esta iniciativa de protesta contra el catolicismo y las falta de libertad impuestas por el nuevo gobierno, entre otros, Nicolás Salmerón y Gumersindo de Azcárate. Al final, todos los que la secundaron fueron detenidos o desterrados, pero de estas protestas y de la tensión que se generó entre los profesores españoles surgió la idea de crear la Institución Libre de Enseñanza.

En la primera década de la restauración muchos de los más eminentes científicos de Madrid mantuvieron relación con ella, entre ellos González de Linares (historia natural), Salvador Calderón (geólogo), Luis Simarro (neurólogo), Lucas Mallada (ingeniero de minas) e, incluso, Ramón y Cajal.

Otra contribución importante en el siglo XIX a la ciencia española, al menos en lo que se refiere a su aspecto institucional, fue la creación el 25 de febrero de 1847 de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Fue una institución que acogió a la mayoría de los mejores científicos residentes en Madrid y cuya función social más importante fue la de preparar los informes solicitados por el gobierno. Pero, en general, estos informes, en el caso español, sólo se referían a qué libros científicos debían ser adquiridos por el estado. Esta institución había nacido muy tarde en España –en otros países sus homónimas se constituyeron en los siglos XVII o XVIII- y los legisladores españoles no sabían muy bien cuál debería ser su papel, pues, en general, preferían consultar a los colegios de ingenieros o a los militares los asuntos relacionados con las ciencias. Son unas circunstancias que continúan en la actualidad, dado el mínimo papel institucional que mantiene la actual Real Academia de Ciencias, cuyo presidente es el catedrático jubilado de Bioquímica de la Universidad Complutense, Angel Martín Municio.

Respecto al balance final de los logros de la ciencia española en el siglo XIX puede afirmarse que, mientras las ciencias naturales prosperaron, como consecuencia, entre otros motivos, de la tradición de las facultades de medicina y de los colegios de cirugía; la física, la química y las matemáticas sufrieron un importante retroceso no sólo respecto al siglo XVIII sino, sobre todo, con relación al progreso que de estas disciplinas se llevó a cabo en países como los europeos, incluyendo Rusia y Estados Unidos. Una de las posibles causas que expliquen esta circunstancia podría encontrarse en el hecho de la muy deficiente industrialización española de la época. Fue una pena, porque fue en el siglo XIX cuando se institucionalizó la ciencia y cuando el tren que la lleva a cuestas cogió un impulso tal, que ahora, obviamente, resulta imposible alcanzarlo.

Siglo XX: la creación de la Junta de Ampliación de Estudios, para abrir la ciencia española al mundo y su sustitución por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas

El siglo XX comienza en la historia de España en 1898 cuando tras la guerra con Estados Unidos, Cuba, la última colonia española en América, obtuvo su independencia. A partir de esa fecha se comenzó a criticar de forma muy dura lo que se había hecho hasta entonces y los intelectuales españoles empezaron a plantearse cómo era posible que en cuatro siglos se hubiese pasado de ser la nación más poderosa del mundo a constituir una de las menos importantes. No faltó quien atribuyó esta derrota del "espíritu e impulso hispanos", precisamente a la falta de innovación científica y tecnológica de la que se había hecho gala durante el siglo XIX.

Para la historia de la ciencia española, el siglo XX comenzó en 1907 con la creación de la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, conocida como la JAE. La iniciativa partió del Ministerio de Instrucción Pública, que se constituyó en 1900. Es decir, que hasta esa fecha en España no hubo un ministerio dedicado a la educación.

La JAE se creó como una institución autónoma, aunque dependiente del Ministerio de Fomento, dedicada a la promoción de la investigación científica e inspirada en la ideología que caracterizaba la Institución Libre de Enseñanza.

De hecho, el investigador Vicente Cacho ha definido la JAE como "un fruto, un logro tardío, de la Institución Libre de Enseñanza" (3). Señala que las evidencias a favor de las conexiones entre ambas instituciones son muy abundantes pues en la creación de la Junta se encuentran redes en las que no es difícil identificar nombres vinculados a la institución, entre ellos el del propio Francisco Giner de los Ríos.

El primer presidente de la JAE sería Santiago Ramón y Cajal, quien ostentaría ese cargo hasta su muerte en 1934. En esta institución investigaron los mejores cerebros españoles de la época, entre otros, Blas Cabrera, Ignacio Bolívar, Miguel Catalán, Enrique Moles, Julio Rey Pastor, Nicolás Achúcarro, Pío del Río Ortega, Juan Negrín, Gonzalo Rodríguez Lafora, Antonio de Zulueta, Eduardo Hernández Pacheco, Julio Palacios, Arturo Duperier, Manuel Martínez Risco, Antonio Medinaveita y jóvenes como Francisco Grande Covián, Severo Ochoa o Luis Santaló, que terminaron tras la guerra civil por contribuir de forma destacada en el desarrollo de la bioquímica estadounidense.

Cuando se creó al Junta –decreto del 11 de enero de 1907- gobernaban los liberales, los cuales habían insuflado a la nueva institución un espíritu renovador y de grandes propósitos. Sin embargo, la mala suerte que, a mi juicio, siempre ha tenido España cuando intenta fomentar su desarrollo científico apareció rápidamente y 14 días después –el 25 de enero- el gobierno pasaría a manos del conservador Maura, haciéndose cargo de la cartera de Instrucción Pública Faustino Rodríguez San Pedro el cual, en sus tres años de mandato, intentó recortar las altas aspiraciones con la cual se había creado. Comenzaba de esta forma la complicada historia de encuentros y desencuentros entre la JAE y los gobiernos respectivos. Es una historia que aparece con bastante detalle en dos artículos publicados en la revista Arbor, del CSIC, bajo el título de "Los orígenes culturales de la Junta para la Ampliación de Estudios", firmados por Laporta, Ruiz, Zapatero y Solana. En ellos se concluye que pese a todo, la Junta logró mantener un considerable grado de independencia con respecto a los poderes políticos.

Uno de los principales objetivos de la JAE era propiciar que los científicos españoles se trasladaran al extranjero para que aprendieran nuevas técnicas y para paliar el aislacionismo científico que tenía España y que provenía de la época de Felipe II. Para ellos se crearon las pensiones que corresponderían a lo que hoy denominamos becas y que serían tan famosas que algunos críticos se referían a la JAE como la "Junta de Pensiones".

A esta necesidad de que los científicos españoles salieran al exterior y que sus estudios pudieran ser sufragados por el estado se refiere de forma expresa el decreto fundacional (4) de la JAE en el cual se señala:

"El pueblo que se aísla se estaciona y descompone. Por eso todos los países civilizados toman parte de este movimiento de relación científica internacional, incluyendo en el número de los que en ella han entrado, no sólo los pequeños estados europeos, sino hasta las naciones que parecen más apartada de la vida moderna, como China o la misma Turquía, cuya colonia de estudiantes en Alemania es cuatro veces mayor a la española, antepenúltima entre todas las europeas, ya que sólo son inferiores a ella en número Portugal y Montenegro".

Debe recordarse que en aquella época Alemania era el país cuya ciencia estaba más desarrollada y que, incluso, los Estados Unidos enviaba estudiantes al país germano que en el curso 1904-1905 llegó a contar con unos siete mil estudiantes extranjeros, de los que más de cuatro mil estaban matriculados de forma oficial en sus facultades universitarias (5).

Los legisladores liberales que crearon la JAE también incluyeron en su decreto de constitución:

"No olvida el ministro que suscribe que los pensionados necesitan a su regreso, un campo de trabajo y una atmósfera favorable... para esto es conveniente facilitarles, hasta donde sea posible, el ingreso al profesorado en los distintos niveles de enseñanza, previas garantías de competencia y vocación...".

En la memoria de la JAE correspondiente a los años 1914 y 1915 se lee:

"Se hace cada vez más importante la función de recoger a los pensionados que regresan del extranjero y ofrecerles medios de continuar en España sus trabajos. Y también la de evitar mediante modestos auxilios, que vayan precipitadamente a ganar su sustento, en ocupaciones extrañas a su vocación aquellos jóvenes, que por su cultura y sus dotes, pueden dar en otro lugar un mayor rendimiento al país".

Lo triste, a mi juicio, de leer el decreto de fundación de la JAE y su memoria correspondiente a unos años después, no es conocer que el nivel científico español estaba, a principios del siglo XX, por detrás del turco, sino sobre todo comprobar cómo casi 100 años después la ciencia española continúa teniendo los mismos problemas que entonces: la falta de becas y, en especial, de un sitio donde trabajar en el país una vez que sus investigadores se han formado fuera, como demuestra las numerosas manifestaciones de jóvenes científicos desarrolladas durante 1998.

Sin embargo, la política de las pensiones de la JAE dio el fruto esperado y gracias a ellas los científicos españoles pudieron codearse con sus colegas extranjeros y, sobre todo, alguno de ellos pudo volver a España y crear una escuela con discípulos más aventajados. Ante las interesantes perspectivas que se ofrecían, era obvio que la mala suerte llegó otra vez a la España científica, esta vez en forma de guerra civil, cuyas consecuencias fueron la deportación de la mayoría de esos científicos, acusándolos, cómo no, de anticlericales. Con todo, el principal problema que supuso la guerra civil fue la brusca interrupción de la dinámica de maestros y discípulos. Máxime en una disciplina como las ciencias experimentales en las que más que grandes hombres, se necesitan grandes equipos bien coordinados. No es como el arte o la literatura que pueden adquirir las máximas cotas apoyándose sólo en dos o tres genios.

Científicos que sentaron las bases de la ciencia española y que pagaron con el exilio su osadía

Considero interesante describir en este brevísimo esbozo de la historia de la ciencia española, la vida y peripecias de algunos de los pensionados de la JAE.

Comenzaré por Blas Cabrera porque, además de paisano –era canario- su vida puede considerarse un resumen de lo que aconteció en la ciencia española desde principios de siglo hasta la guerra del 36.

Cabrera, cuya investigación se basó fundamentalmente en el electromagnetismo, obtuvo su cátedra de física en la Universidad Central de Madrid –la más importante de la época en cuanto a las disciplinas científicas- con sólo 27 años, y a los 24 ya era doctor en físicas.

Cinco años después de obtener su cátedra, en 1909, la JAE lo nombra director del Laboratorio de Investigaciones Físicas, creado por la JAE ese mismo año y que, a la sazón, era el más importante del país.

Sin embargo, el físico canario observa que tiene la necesidad de salir al extranjero si quiere aprender los nuevos métodos experimentales y la JAE de otorgará una pensión para que acuda a Zurich (Suiza) con el fin de mejorar su preparación en el laboratorio de Pierre Weiss. Una vez allí, cuenta Cabrera en una carta reproducida por Sánchez Ron (6), y trasladado con su esposa y sus hijos, Weiss le dice que no tiene sitio para él, aunque finalmente le hace un pequeño sitio en su laboratorio cuando Weiss observa el gran interés y las interesantes propuestas teóricas que llevaba Cabrera.

La simple anécdota, no obstante, ofrece una visión mucho más triste de lo que significaba España en 1912 en el contexto de la ciencia mundial: Weiss se permite despreciar al catedrático de Física de la principal universidad española el cual también era el director del mayor y más importante centro de investigación de la física de España.

Ese fue el gran reto de Cabrera: establecer una estructura, una tradición y unas relaciones internacionales de la ciencia española como nunca antes tuvo, pues siempre permaneció aislada. Hasta ese momento, los científicos del resto del planeta ni siquiera se planteaban que en España se pudiera hacer ciencia. Las causas de este desconocimiento internacional se debían, principalmente, a que los españoles no salían al extranjero, pero también a que la mayoría publicaba sus investigaciones en la revista Anales editada por la Real Academia de Ciencias. El idioma utilizado era el español, una lengua desconocida entonces y, sobre todo ahora, en el mundo científico. La guerra civil y el posterior periodo de autarquía acabarían nuevamente con todo el trabajo de Cabrera por dar a conocer la ciencia española en el extranjero.

La situación sobre el aislamiento de la ciencia española ha mejorado algo, aunque no demasiado, pues los datos sobre investigadores extranjeros que vienen a España señalan que muy pocos eligen este país para realizar investigación de postgrado, lo que demuestra que no tienen en muy buen concepto a la ciencia española.

En cuanto a las publicaciones, al menos a principios de siglo la ciencia que se hacía en España se publicaba en español. Como se sabe, en la actualidad toda se publica en inglés, e incluso, como han denunciado algunos investigadores, las publicaciones en español no son valoradas como méritos en las oposiciones a profesores universitarios o a centros de investigación.

Además y como me referiré en otro capítulo, España no cuenta con revistas científicas de impacto importante editadas en este país. Esta claro que el tren del español como idioma en la ciencia se ha perdido de forma irremediable.

Retomando la biografía de Cabrera, debe mencionarse que su carrera profesional estuvo llena de éxitos científicos como demuestran sus publicaciones sobre investigaciones en electromagnetismo o en física cuántica. Sin embargo, tuvo, en mi opinión, la mala suerte de ir al laboratorio de Weiss y defender a ultranza la teoría del magnetón de Weiss, como unidad natural del magnetismo molecular cuando, desgraciadamente, esa unidad a la que Cabrera se aferraría hasta casi el final de sus días, no prosperaría y fue sustituida por el magnetón de Bohr.

Lo que sí obtuvo Cabrera fue una relación con los más eminentes científicos de la época. Trajo a España a Albert Einstein y fue elegido en 1928 miembro de la comisión científica del Instituto de Física Solvay, de la cual formaban parte los más reputados científicos de la época: Langevin, Bohr, Marie Curie, De Donder, Einstein, Guye, Knudsen y Richardson. En 1933 fue elegido secretario del Comité Internacional de Pesos y Medidas con sede en París.

El final de tanto éxito internacional debería tener, irremediablemente, un destino trágico para alguien de un país –España- que siempre ha despreciado todo aquello que viene de fuera. Así, Cabrera tuvo que huir durante la guerra civil a Francia y fue desposeído de su cátedra acusado por los vencedores de la guerra de ser "un liberal". Tras la contienda intentó regresar a España, al fin y al cabo, él sólo había destacado en la ciencia pero nunca se había implicado directamente en la política. El gobierno español no sólo no le permitió volver sino que le exigió que renunciara a su cargo en el Comité Internacional de Pesos y Medidas (7). Se exilió a México donde fue profesor de su Universidad Nacional Autónoma (UNAM) y donde murió en 1945. La razón de tanto ensañamiento fue la envidia nacional, según muchos estudiosos de la figura de Cabrera, entre ellos Francisco González de Posada quien sugiere esta posibilidad en su libro sobre Einstein y Cabrera en España (8). No olvidemos que los científicos menos capacitados de la república fueron los que a la postre se encargaron de la ciencia tras la guerra civil.

Los vencedores se vengaron de todos aquellos que durante la república no les dejaron prosperar. No debe olvidarse que en esa época de la historia española e influenciados por lo que vieron en el extranjero se intentó que para obtener un puesto de profesor o de científico sólo contaran los méritos y no otras extrañas circunstancias, como solía y suele suceder en España, lo cual provocó numerosas protestas de los que contaban con avales aristocráticos o eclesiásticos pero que no reunían suficientes méritos académicos o científicos.

Una de las venganzas más tristes fue la disolución de la JAE y todo lo que ella significaba. Para sustituirla se creó en 1940 el CSIC, de forma que el origen de esta institución –la principal en cuanto al número de científicos de España- es, por tanto, bastante triste, pues se creó como venganza de los menos favorecidos por la república que resultaron vencedores en la guerra civil.

Hubo más pensionados de la JAE que adquirieron relevancia internacional y tuvieron que exiliarse tras la guerra civil. Entre ellos, destaca el insigne químico Enrique Moles, considerado el líder de la química española en el primer tercio de siglo. Tras la guerra se exilió a Francia aunque, finalmente, regresó a España en 1941, donde inmediatamente se le apresó y fue condenado a muerte en un consejo de guerra. Esta pena la pudo conmutar por la de 30 años de prisión y trabajos forzados. Salió en 1945, nunca recuperaría su cátedra y se tendría que malganar la vida en industrias privadas. La venganza de los vencedores con él fue si cabe más cruel, pues pudo comprobar cómo sus discípulos, a los que él enseñó todo lo que aprendió en su estancia en Alemania, lo despreciaron mientras ellos ocupaban puestos relevantes en el recién creado CSIC.

Otros pensionados de la JAE que tras la guerra civil tuvieron que exiliarse fueron el matemático Julio Rey Pastor –exiliado en Argentina- y el triste caso de Miguel Catalán (1894-1957), uno de los jóvenes científicos más prometedores de la época y que aunque químico de formación, a él se debe la aportación más destacada de España a la física mundial: introdujo la definición de los multipletes, los cuales constituyeron un paso trascendental en el desarrollo de la teoría cuántica y permitió la interpretación de la estructura atómica de los átomos a través de los espectros producidos por los elementos químicos. Su aportación significó también un importante avance en las investigaciones astrofísicas sobre la composición química del universo.

El premio que España le dio por tan relevante contribución fue retirarlo de su cátedra de Madrid tras la guerra civil, por lo que tuvo que buscar trabajo como asesor de los mataderos de Mérida y para la fábrica de productos químicos Zeltia. Todos los grandes científicos del mundo quedaron consternados cuando se enteraron del destino que le habían deparado los vencedores de la guerra civil a Catalán y se interesaban continuamente por su situación, por lo que buscaron la manera de que se trasladara a Estados Unidos. Trabajó entre otros lugares en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y en la Universidad de Princeton.

Sin embargo, su deseo era volver a España y pudo recuperar su cátedra en 1946. Su primera clase la impartió el sábado 2 de febrero de ese año. El guión que preparó para aquella clase comenzaba con un escueto "decíamos ayer". Intentaba reclamar el honor de un pasado y establecer –vana ilusión- un principio de continuidad. La recuperación de su cátedra no significó que se le abrieran las puertas de la investigación oficial localizada en aquella época en el CSIC. Al final de su vida, sin embargo, presionada España por los científicos internacionales que preguntaban constantemente qué hacía Catalán, se le permitió investigar en el Instituto de Óptica Daza Valdés, del CSIC, dirigido por José María Otero, cuyo mérito para ser el director de ese centro era, cómo no, ser ingeniero de la armada vencedora de la guerra.

La figura de José de Castillejo

Las consecuencias de la guerra civil fueron muy nefastas para la ciencia española, y no sólo por la destrucción de laboratorios o, incluso, por el exilio de científicos relevantes, sino sobre todo por el espíritu revanchista de los vencedores, para quienes cualquier iniciativa que se hubiese puesto en marcha en la república, o en épocas anteriores, era perversa per se. Con ese espíritu revanchista pero, sobre todo, con la intención de eliminar la relativa autonomía de la JAE y supeditar la ciencia española a una ideología concreta y, en especial, al poder político establecido, se creó en 1940 el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

Aunque las anécdotas no generalizan a la historia, cómo ya he comentado, sí creo, sin embargo, que son ilustrativas del espíritu que impregnaba la época y, por tanto, las instituciones que en ella se crearon.

Me gustaría por ello contar lo que le sucedió a José Castillejo, secretario de la JAE, y alma mater de la misma durante 27 años, pues su presidente, Santiago Ramón y Cajal, era en esa época demasiado mayor.

Castillejo estudió filosofía, derecho e historia y se doctoró en derecho y en historia. Amplió su formación con cursos de economía e historia en Alemania y fue catedrático de Derecho Romano en las universidades de Sevilla, Valladolid y Madrid. Como buen humanista, también estaba interesado en las ciencias, en especial por la zoología y la fisiología.

Su obsesión era abrir un país cerrado como España hacia el mundo, lo que le impulsó a crear la "Escuela Plurilingüe" en la que los alumnos recibían clases en distintos idiomas, dependiendo de la nacionalidad del profesor que impartiera la asignatura. Su intención era que los alumnos españoles pudieran realizar intercambios con los de otros países, pero el gobierno español no lo permitió. Esta escuela tuvo numerosos problemas con los distintos gobiernos de la época, entre otros motivos porque pretendía que la enseñanza religiosa estuviera al alcance de todos los alumnos pero que no fuera obligatoria. La escuela cerró en 1936 y en esa fecha contaba con 200 alumnos que hablaban inglés, alemán y francés además de latín. Entre los padres que apoyaban el proyecto pedagógico de Castillejo se encontraban Jorge Guillén, Pedro Salinas y Andrés Segovia.

Castillejo consiguió que salieran al extranjero los alumnos recién doctorados y fue el impulsor de una residencia de estudiantes al estilo inglés, en la que alumnos de diferentes carreras vivían juntos de forma que aprendieran unos de otros. La idea era que la formación cultural se prolongara más allá de las aulas. En esta residencia se alojaron como alumnos, entre otros, Lorca, Buñuel y Dalí; y como visitantes, Unamuno, Juan Negrín y Ortega y Gasset.

La ciencia española le deberá siempre a Castillejo ser, por ejemplo, el gran impulsor del Instituto Nacional de Física y Química, una institución que abrió sus puertas en 1932, gracias a las donaciones económicas de la Institución Rockefeller, la cual, tras largas negociaciones con el gobierno español, sufragó los gastos de la creación de un instituto de investigación dotado con los aparatos más avanzados de la época.

Castillejo, en vista de los escasos recursos que el gobierno español dedicaba a la investigación, decidió visitar en 1919 la sede de la Fundación Rockefeller en Nueva York. Era una institución creada en 1913 y que, por entonces, prácticamente sólo se ocupaba de temas biomédicos, a través de la International Health Board (IHB) y de impulsar la ciencia en los países poco desarrollados. Castillejo deseaba que la fundación estableciese en España un centro científico de laboratorios compuestos por médicos americanos y españoles.

En febrero de 1922, el director general de la IHB, Wickliffe Rose, visitó España para comprobar in situ cómo estaba la situación científica del país y si merecía la pena la donación económica necesaria para impulsar la ciencia o, por el contrario, si el nivel investigador era tan ínfimo, que esa ayuda no serviría para su propósito. De aquel viaje salió, por ejemplo, la posibilidad de que médicos españoles se formaran en la prestigiosa Escuela de Higiene del Hospital John Hopkins de Nueva York. Tras la visita, los estadounidenses concluyeron que no se veía claro que la inversión necesaria para costear un laboratorio de investigación en España tuviera los frutos deseados, dado el mínimo nivel científico del país.

En 1923 se creó la International Education Board, y Rose fue nombrado presidente. Castillejo no cejó en su intento de atraer para España esas inversiones para laboratorios científicos por lo que, valiéndose de su amistad con Rose, éste accedió a realizar una nueva visita a España y acompañado por Castillejo, se entrevistaron con el jefe de gobierno de entonces, el general Primo de Rivera.

El proyecto casi se suspende por la, nuevamente, miopía política de los gobiernos españoles. Así, en 1926 el gobierno decidió cambiar, repentinamente y sin ninguna justificación, el mecanismo de selección de los vocales de la JAE, de forma que se primaran más las creencias políticas y religiosas que los méritos científicos. Este cambio, según se desprende de las cartas de Castillejo a la Fundación Rockefeller archivadas en dicha fundación, "fue instigado por un grupo de jesuitas que tiene gran influencia en el ministro de Educación". (Sánchez Ron, 1999: 241)

En realidad, la modificación tenía como base el hecho de que el doctor Castillejo tenía fama en Madrid de ser anticlerical, lo que llevaba a que la JAE estuviera siendo vista como anticlerical. Un informe de la Fundación Rockefeller indicaba que, en general, los sacerdotes españoles no se oponen a las actividades científicas, aunque no están de acuerdo en que éstas sean dirigidas por anticlericales declarados.

La institución Rockefeller se alarmó ante la modificación propuesta por el gobierno y en 1927 reconocía que "el éxito del experimento" para implantar la ciencia en un país "científicamente retrasado" como España, estaba fuertemente hipotecado por esta nueva forma de nombrar a los miembros de la Junta.

Gracias a Castillejo, otra vez, pudieron limarse asperezas y el 6 de febrero de 1932, ya bajo el nuevo régimen de la II república, tuvo lugar la ceremonia de inauguración del nuevo Instituto Nacional de Física y Química, conocido también como Instituto Rockefeller, en un acto en el que estuvieron presentes entre otros, Pierre Weiss y Arnold Sommerfield. La nueva esperanza que se vislumbraba sobre la ciencia española fue truncada rápidamente por la guerra del 36.

Castillejo consiguió que, gracias a las donaciones de la fundación estadounidense, los científicos españoles estuvieran bien pagados. Sin embargo, según cuenta su esposa (9) en su libro de memorias 'Respaldada por el viento' (10), Castillejo nunca permitió que le subieran su sueldo de secretario de la Junta, aunque se lo aumentaran al resto de los funcionarios.

En el Instituto Nacional de Física y Química trabajaban Blas Cabrera, que fue su director, y profesores como Moles o Catalán. Esos cuatro años entre 1932 y 1936 en que comenzó la guerra civil, "constituyeron el clímax de la física española en toda su historia" (11).

La JAE era regida por un consejo de 21 miembros de distintas afiliaciones políticas, desde carlistas a republicanos, desde jesuitas hasta socialistas. Primo de Rivera introdujo cambios en la forma de seleccionar a sus miembros para que no hubiese tanta pluralidad política en el consejo. Con las medidas de Primo de Rivera se facilitaba que el gobierno de turno tuviese potestad para elegir a los miembros que considerara oportuno. En la práctica, esto generó que los miembros cambiaban con mucha frecuencia lo que complicaba el diseño de políticas a medio o largo plazo. El único que permanecía en su puesto de secretario era Castillejo, pues no tenía voto. Su habilidad diplomática, fundamentada, entre otras premisas, en su reiterada negativa a subirse el sueldo o en no querer voto en el consejo, para demostrar que no le interesaba su puesto ni por dinero ni por poder, lo convirtió en la pieza clave en la política de la Junta.

Castillejo abandonó la secretaría de la Junta en 1934 para ser el director de la Fundación Nacional, una organización que pretendía englobar todas las investigaciones sobre el conocimiento humano, desde los mecanismos de la fermentación del vino hasta una posible diversificación del sistema fiscal.

En 1936 gobernaba en España el Frente Popular y aprovecharon las modificaciones de Primo de Rivera para comenzar una depuración en la JAE que posteriormente continuarían, obviamente con otros criterios, los vencedores de la guerra.

El estallido de la guerra civil, el 18 de julio de 1936, sorprendió a Castillejo en Ginebra. Al regresar a España le insinuaron que debía marcharse porque su nombre figuraba en varias listas negras, entre ellas en la de los anarquistas, en cuyo periódico, Claridad, se publicó su nombre como "una de las personas que había que liquidar". El ex secretario de la JAE envió a su familia a Gran Bretaña pero él quiso permanecer en Madrid.

La situación se complicó cuando se repartieron armas entre la población dando pie a innumerables venganzas personales "en nombre de España y de la libertad".

La venganza hacia Castillejo ha sido descrita, entre otros investigadores, por Carmela Merino (13). Ésta consistió en un bochornoso "paseo" que le hicieron dar a Castillejo, quien en 1936, ya no tenía poder sobre la JAE, pero que aún era considerado como el impulsor de la vinculación de la ciencia española con la del resto del mundo. Así, profesores que él conocía y a los que había ayudado se presentaron en su casa con fusiles y lo obligaron, entre insultos y abucheos, a caminar hasta el Centro de Estudios Históricos, para que entregara llaves y documentos, sobre los que ya no tenía poder. El acto de venganza pudo tener consecuencias dramáticas, de no ser por la intervención de algunos amigos de Castillejo, entre ellos, el ministro Barnés y Ramón Menéndez Pidal. Finalmente, el linchamiento se resolvió condenado a Castillejo al exilio a Londres.

Cuando llegó a la capital inglesa, en realidad sólo habían pasado doce días desde que su familia se había separado de él; sin embargo, el episodio del humillante "paseo" dejó una profunda huella en él, según relata su viuda en sus memorias:

"Doce días después de salir de España llaman a la puerta de la casa de mi madre en Londres. Un hombre viejo, cargado de hombros y ojos espantados estaba en el umbral. ¡José! ¡De pronto un viejo! ‘Me llevaron para matarme’, susurró, todavía con miedo y horror en los ojos. (...) La recuperación fue en apariencia; en sus adentros algo había quebrado. Siempre tuvo más bien aire de figura internacional que de español, característica que conservó en cuanto a la objetividad y la tolerancia, pero su corazón era español y se estaba desangrando. De golpe se había derrumbado por entero la misión y el trabajo descomunal de una vida." (Claremont de Castillejo, 1995: 112, 114)

Castillejo, cuya filosofía de vida, según él mismo confesaba, era el Derecho Romano, había contribuido de forma muy notable a la liberalización de las ideas, a la potenciación de la ciencia y de los científicos y a la reforma del sistema educativo español para que fuera más flexible e internacional:

"Si fuera necesario comprobar su inmensa influencia en la liberalización de las ideas en España, la prueba la facilitaría el propio Franco. Cuando éste pasó revista a la obra de los diversos profesores universitarios en el exilio, a fin de despojarlos del puesto vitalicio que tenían, Castillejo fue al que dieron de baja sin explicación alguna. ‘Siendo las razones tan evidentes para cualquiera’. ‘Para cualquiera menos para mí’, comentó José". (Claremont de Castillejo, 1995: 97)

José Castillejo murió en Londres, el 30 de mayo de 1945. Unos días antes escribió una charla que fue leída tras su fallecimiento por un locutor en la emisión española de la BBC. En este artículo, que tituló "Testamento espiritual" y que fue traducido y publicado por la revista Fortnightly Revew, decía: "He hecho todo lo que he podido por España durante mi vida. Ahora cae la responsabilidad sobre otros más jóvenes que yo".

Fundación del CSIC como "la ciudad de Dios"

El 19 de mayo de 1938 se cumplieron 26 años de la muerte de Marcelino Menéndez Pelayo y el gobierno del bando nacional lo conmemoró con un pomposo decreto en el que declaraba "la esperanza en el renacimiento científico de España liberando a los dispuestos para el estudio de la funesta esclavitud de camarillas y partidos". Al margen de la declaración de intenciones, lo cierto es que en virtud de ese decreto y, supuestamente, para llevar a cabo ese "renacimiento científico", se disolvió la Junta de Ampliación de Estudios. Sus servicios, se añade en el decreto, se repartirán entre las universidades y el Instituto de España, que agrupaba a todas las reales academias. A su vez, también se menciona que se anuncia para "fecha próxima y ocasión también de alto significado nacional, la organización de otro grupo de organizaciones concernientes al estudio de las ciencias de la naturaleza y matemáticas". Era obvio que se refería al CSIC, inaugurado en 1940, por el general Franco.

El Consejo Superior de Investigaciones Científicas representa, por tanto, la conexión ideológica entre el régimen franquista y lo que éste consideraba que debía ser la ciencia: vinculada siempre a la religión y la política y sin ningún criterio de independencia.

En el borrador de la ley que contemplaba su creación se establecía que el presidente del CSIC sería el ministro de Educación Nacional, aunque finalmente en la ley definitiva se introdujo una sutil matización que con el tiempo sería importante: el ministro era el presidente nato, pero existía también la figura de un presidente efectivo designado por el ministro.

La justificación de la relación y la sumisión de la ciencia al poder gubernamental se argumentaba en que debía conectarse la alta política y los intereses españoles con los temas a investigar.

El químico especializado en agricultura José María Albareda sería el primer secretario del recién creado CSIC que englobaba, según el decreto de su fundación, "todos los centros dependientes de las disuelta JAE y los creados por el Instituto de España". Albareda sería también quien le insuflara el espíritu de los vencedores junto al primer presidente efectivo de esta institución científica, José Ibáñez Martín, cuyo cargo desempeñaría desde 1940 -aunque en la primera época, hasta 1951, lo compaginó con el de ministro de Educación- hasta 1967. En estos 27 años, Ibáñez, licenciado en Filosofía y Letras y Derecho, catedrático de instituto, perteneciente al Opus Dei y elegido en 1933 diputado a cortes por la CEDA, le imprimió "el espíritu religioso que necesitaba la ciencia española", una intención recogida en su discurso de inauguración del CSIC.

Albareda, que también pertenecía al Opus Dei, ostentó la secretaría general –el cargo de Castillejo en la JAE- hasta su muerte en 1966. Fue, sin duda, la persona más poderosa en la política científica del franquismo y su figura debe ser, en mi opinión, mejor investigada. Para ello resulta muy interesante estudiar sus cartas, informes y manuscritos guardados en los archivos de la Residencia de Estudiantes.

Como ejemplo de la nueva política científica de España tras la guerra civil destaca que uno de los primeros edificios del nuevo CSIC no fue, precisamente, un gran laboratorio, sino la transformación del edificio que la JAE utilizaba como salón de actos en una iglesia dedicada al Espíritu Santo. El encargado de la transformación fue el arquitecto también perteneciente al Opus Dei, Miguel Fisac. El templo, todavía en uso en la actualidad –en la calle Serrano-, representaba la idea de Albareda de que el CSIC debía ser la "ciudad de Dios"(13).

Me parece interesante reseñar parte del discurso del primer presidente del CSIC, José Ibáñez, en su inauguración el 28 de octubre de 1940 (14).

"(...) Los actos religiosos con los que hemos inaugurado las tareas de este Consejo significan, en el orden de la vida cultural española, la expresión más auténtica de la plena armonía entre la fe y la cultura, que hoy renace con todo vigor. El estado actual construye su orden institucional dentro de la más rigurosa jerarquía de valores. De todos ellos en el orden científico, el más alto, es el que corresponde a la investigación. Pero el cultivo de la ciencia deberá aplicarse a las realidades vivas que tiene planteadas el Estado. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas ha cuidado con un sentido armónico y total el cultivo de la ciencia pura y su aplicación para el logro de una técnica avanzada. Gracias al apoyo de nuestro egregio Caudillo –que vive en entrega plena y absoluta al servicio de la Patria- el Consejo es hoy un poderoso instrumento puesto al servicio de los valores espirituales del estado". (Memoria CSIC, 1942: 15)

El acto se cerraba con otras palabras de Ibáñez:

"Queremos una ciencia católica, esto es una ciencia que por sometida a la razón, suprema del universo, por armonizada con la fe, en la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, alcance su más pura nota universal. Liquidamos, por tanto, en esta hora, todas las herejías científicas que secaron y agostaron los cauces de nuestra genialidad nacional y nos sumieron en la atonía y la decadencia". (Memoria CSIC, 1942: 16)

Este discurso demuestra las graves limitaciones ideológicas a las que tuvieron que someterse los científicos españoles en la época de Franco. Y no olvidemos que la mayoría de los científicos actuales estudiaron o se formaron en ese periodo histórico. De forma que, en mi opinión, ésta puede ser una de las causas de que en España no hayamos contado con investigadores rompedores, en el sentido de trazar nuevas vías y de defenestrar las teorías científicas imperantes. Aquí ha habido grandes científicos, pero todos ellos han sido seguidores de los maestros extranjeros.

Otro de los inconvenientes que surgieron con el espíritu del CSIC fue apostar por las investigaciones aplicadas en lugar de por la ciencia pura. Puede que una de las causas fuera la obligación impuesta por un sistema económico basado en la autarquía, pero en la práctica despojó a España de una potente investigación teórica.

Además, para colmo de males, se impidió la correspondencia y las estancias de investigadores españoles en el extranjero. Así, Albareda una de las principales críticas que le hace a la JAE es que "de la correspondencia encontrada se demuestra la participación que tomaban en el intercambio las asociaciones protestantes extranjeras" (15).

Puede pensarse que la investigación teórica debería hacerse en las universidades y no en el CSIC. Sin embargo, en la realidad, en las universidades españolas de la época sólo se impartía docencia y no se destinaban recursos para la investigación. En la práctica, esta situación favoreció enormemente al CSIC y ha sido causa de importante desavenencias entre investigadores universitarios y del CSIC que aún hoy subsisten. Las universidades españolas comenzaron a llevar a cabo investigaciones científicas a partir del año 1969, con la ley de Villar Palasí y, sobre todo, con la Ley de Reforma Universitaria, aprobada bajo del gobierno socialista.

En aquella época –los primeros años franquistas- existía una gran relación entre el CSIC y las universidades. No en vano, muchos de los jefes de sección del Consejo eran catedráticos de universidad.

Esta situación de precariedad fue mejorando, en lo que cabe, poco a poco. En la época franquista puede decirse que los hitos más importantes de la ciencia española están relacionados, sobre todo, con el regreso de científicos españoles con éxito profesional demostrado en otros países, fundamentalmente en Estados Unidos.

Entre éstos, debe destacarse el regreso de Nicolás Cabrera –el hijo de Blas Cabrera- desde la Universidad de Virginia, donde era catedrático de Física, a la Universidad Autónoma de Madrid, creada en 1969 gracias a la ley de Villar Palasí, la cual también preveía la designación directa de catedráticos sin tener que superar la oposición pertinente, con el ánimo de incorporar a reconocidas figuras de la ciencia a las universidades españolas.

También se incorporaría, aunque mucho más tarde, Severo Ochoa –premio Nobel de Medicina en 1959-, quien sería el impulsor del actual Centro de Biología Molecular (CBM) del CSIC.

Sin embargo, a principio de los 70, la ley de Villar Palasí, que propugnaba la autonomía universitaria -se crearon, además de la Autónoma de Madrid, la de Bilbao y Barcelona- fue restringida y muchos de los científicos que vinieron a España, entre ellos Luis Bel, inventor del tensor que lleva su nombre y que trabajaba en instituto Luis Poincaré de París, se fueron de España al no ver claro en qué acabaría la transición política española.

Notas

  • Sánchez Ron, José Manuel. 1992. El poder de la ciencia. Ed. Alianza, Madrid.

  • Jiménez Landi, Antonio. 1996. La Institución Libre de Enseñanza, 4 vols. Ed. Complutense, Madrid.

  • Cacho Viu, Vicente. 1962. La Institución Libre de Enseñanza. Ed Rialp, Madrid.

  • Este decreto así como una parte importante de las memorias de la JAE están recogidas en Sánchez Ron, José Manuel. 1999. Cincel, martillo y piedra. Editorial Taurus, Madrid.

  • Laporta, Francisco; Ruiz, Alfonso; Zapatero, Virgilio y Solana, Javier. 1987. "Los orígenes culturales de la Junta de Ampliación de Estudios", Arbor, nº 403, enero, pp. 17-87 y nº 499-500, julio-agosto, pp 9-137. Madrid.

  • Sánchez Ron, José Manuel. 1999. Cincel, martillo y piedra. Editorial Taurus, Madrid.

  • Cabrera, Nicolás. Apuntes biográficos acerca de mi padre, D. Blas Cabrera y Felipe (1878-1945). 1978. En el centenario de Blas Cabrera. Universidad Internacional de Canarias Pérez Galdós. Las Palmas de Gran Canaria.

  • González de Posada, Francisco. 1995. Blas Cabrera ante Einstein y la relatividad. Ed. Amigos de la Cultura Científica, Departamento de Publicaciones de la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, Madrid.

  • La mujer de José Castillejo, Irene Claremont, era una intelectual inglesa que estudió en el King Alfred School, una de las primeras escuelas coeducacionales de Gran Bretaña. Se licenció en la Universidad de Cambridge en Historia y en Economía. Se crió, por tanto, en un ambiente de gran intelectualidad y, posiblemente sus ideas influyeran en la personalidad de su marido. Su hermana Ethelberta fue una de las primeras mujeres que obtuvo en título de cirujano (1916) en Inglaterra y su hermano Claude, tras graduarse en ingeniería, prefirió dedicarse a la enseñanza de niños difíciles y a entrenar profesores que utilizaran el método Montessori, que proclamaba la libertad total del alumno. El matrimonio de Irene con José de Castillejo supuso abandonar su vida intelectual en Londres, donde además trabajaba como profesora "para vivir en un olivar en Chamartín, pero con un hombre con un encanto abrumador, una gran inteligencia e inmerso en el ambiente de Francisco Giner, Manuel Cossío y la Institución Libre de Enseñanza", cuenta en sus memorias. El exilio en Inglaterra de José de Castillejo permitió a Irene desarrollar una vida propia dedicándose a la psicología de Jung, disciplina de la escribió un manual que aún se utiliza en las facultades de Psicología.

  • Claremont de Castillejo, Irene. 1995. Respaldada por el viento. Editorial Castalia, Madrid.

  • Laporta, Francisco; Ruiz, Alfonso; Zapatero, Virgilio y Solana, Javier. 1987. "Los orígenes culturales de la Junta de Ampliación de Estudios", Arbor, nº 403, enero, pp. 17-87 y nº 499-500, julio-agosto, pp 9-137. Madrid.

  • Gamero Merino, Carmela. 1988. Un modelo europeo de renovación pedagógica: José Castillejo. Ed CSIC/Instituto de Estudios Manchegos, Madrid.

  • Escritos de Albareda archivados en la Residencia de Estudiantes. "Sobre las obras del Consejo", sección "Intimidades para mi ministro", citados por Sánchez Ron, 1999.

  • Memoria del CSIC correspondiente a 1942. 1999 (pág 177-195).

  • Escritos de Albareda archivados en la Residencia de Estudiantes. "Sobre las obras del Consejo", sección "Intimidades para mi ministro", citados por Sánchez Ron, 1999.


FORMA DE CITAR ESTE TRABAJO EN BIBLIOGRAFÍAS:

9 Recuperado el x de xxxx de 200x de:
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