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Cuadernos de antropología social - Configuración de territorios de violencia y control policial: corporalidades, emociones y relaciones sociales

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Cuadernos de antropología social

versión On-line ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  n.25 Buenos Aires ene./jul. 2007

 

Configuración de territorios de violencia y control policial: corporalidades, emociones y relaciones sociales

Deborah Daich,*, María Victoria Pita ** y Mariana Sirimarco***

*Licenciada en Antropología UBA. Becaria de doctorado UBA. Dirección electrónica: micike@ciudad.com.ar
** Doctora en Antropología UBA. Docente del Departamento de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Dirección electrónica: mpita@filo.uba.ar
*** Doctora en Antropología UBA. Investigadora del Conicet. Docente del Departamento de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Dirección electrónica: maikenas@yahoo.com.ar

Fecha de realización: agosto de 2006. Fecha de entrega: noviembre de 2006. Fecha de aprobación: junio de 2007.

Resumen

Este trabajo se centra en el análisis de los procesos de configuración de territorios de violencia y control policial resultantes de la malla de relaciones y prácticas sociales que vinculan a grupos policiales con sujetos y colectivos que habitualmente son definidos y tipificados por la misma agencia policial como objeto de su control y administración. Se enfatiza, para ello, en el análisis de las corporalidades y emociones qua constructoras de cuerpos, identidades y relaciones sociales. Esto, pues entendemos que son las redes de sociabilidad que vinculan recíprocamente a los individuos mediante interdependencias de diversa clase, las que configuran el campo de lo cotidiano sobre el que se construyen y producen las formas efectivas de control y violencia.

Palabras Clave: Territorios, Control policial, Corporalidades, Emociones, Redes de relaciones

Abstract

This work is centered in the analysis of the processes of configuration of violent territories and police control as resultants of the network of social relations and practices that bind police groups with subjects and groups, regularly defined and typified by the same police agency as objects of their control and administration.  It is focused, in that sense, in the analysis of the corporalities and emotions qua constructors of bodies, identities and social relations.  This, because we understand sociability networks that reciprocally tie individuals by means of interdependences of diverse class, as those that outline the field of the everyday life on which the effective forms of control and violence are constructed and produced.

Key Words: Territories, Police control, Corporalities, Emotions, Net of relations

Resumo

Este trabalho centra-se na análise dos processos de configuração de territórios de violência e controle que resultam da malha de relações e práticas sociais que vinculam grupos policiais com sujeitos e coletivos aos quais a mesma instituição policial define e tipifica como seu objeto de controle y administração. Da-se ênfase nas corporalidades e emoções qua construtoras de corpos, identidades e relações sociais. Isso assim, pois se entende que são as redes de sociabilidade, que vinculam reciprocamente aos indivíduos mediante interdependências de diverso tipo, as que configuram o campo do cotidiano sobre o qual se constroem e produzem formas efetivas de controle e violência.

Palavras-chave: Territórios, Controle policial, Corporalidades, Emoções, Redes de relações

1.

A veces ocurre, durante el trabajo de campo, que un comentario dicho como al pasar en medio de otro asunto que estamos tratando de conocer, o una conversación casual, abren una dimensión impensada en la investigación. En esas ocasiones, esos asuntos que surgen inesperadamente pueden iluminar un campo de relaciones o una dimensión de las relaciones sociales que hasta el momento no se había conseguido aprehender.

Tonkin señala que la ocasión refiere a la oportunidad de comprensión de la relación entre situaciones, prácticas y lugares en que emergen, y remite en particular a la importancia de la consideración de los enunciados y los contextos espaciales y situacionales en que se producen (Tonkin, 1995, en: Escolar, 2005). Así definida, la ocasión incluye tanto los modos nativos para hablar de ciertas cosas, como los modos de escuchar e incluso la forma de producir silencios en un narrar que ocurre situado en un contexto espacial, temporal y situacional determinado. Ya Malinowski recomendaba en sus notas metodológicas a los Argonautas, como manera de señalar la importancia de sumergirse en la "vida nativa", que de vez en cuando "conviene que el etnógrafo deje de lado la cámara, el cuaderno y el lápiz, e intervenga él mismo en lo que está ocurriendo" (2001:71).

La forma de narrar, así como también los comportamientos, acciones y reacciones ante ciertas circunstancias, pueden ser vistos como una gramática de las relaciones sociales. Y en éstas, la emoción y la corporalidad no sólo intervienen como el locus sobre el que se experimentan dichas circunstancias, sino que ellas mismas constituyen dimensiones que organizan -para esas personas- la explicación de lo que acontece. En determinadas ocasiones y lugares, el análisis de esas situaciones puede constituirse en la puerta de entrada para la comprensión de las formas en que la violencia institucional es producida, experimentada y vivida, así como explicada.

Es la cotidianidad, creemos, una rica vía de entrada para el análisis de las formas en que se producen efectivamente el control y la violencia, así como también las diversas modalidades de resistencia, negociación, sometimiento o adecuación. Es en el campo de lo cotidiano, a través de determinadas formas sociales, donde se configuran lo que denominamos territorios de violencia y control policial . Se trata de un campo configurado por redes de sociabilidad que vinculan recíprocamente a los individuos mediante interdependencias de diversa clase (Elías, 1996), donde las emociones y corporalidades dan cuenta de la construcción de cuerpos, identidades y relaciones sociales diversas.

2.

Ese día nos encontramos en un Comedor Comunitario, pasillos adentro de una villa de emergencia de la Ciudad de Buenos Aires. Carmen1 me saludó y quiso mostrarme las nuevas instalaciones del Comedor, todavía en construcción, explicándome que aún el Gobierno de la Ciudad no había liberado los fondos para poder terminarlas. Me explicó que solía haber episodios de tiroteos y robos pero que ellas nunca habían dejado de llevar adelante sus tareas, que al barrio había que "conocerlo" y saber por dónde andar. Enseguida llegó otra integrante del grupo, Laura, quien luego de saludarme se sentó en otra silla y nos contó que el hijo de una vecina había desaparecido. El chico había salido de la casa el día anterior y todavía no había regresado, razón ésta por la que algunos vecinos lo estaban buscando, puesto que la madre del chico quería agotar otras posibilidades antes de recurrir a alguna institución oficial. Laura me contó que la policía no entra en el barrio -"la que no vive acá, claro"-, pero que los márgenes del mismo son custodiados por policías de la comisaría cercana, y que en ocasiones estos policías amenazan a "los chicos con ponerles droga y llevarlos a la comisaría".

La conversación pronto derivó en otros temas y mientras hablábamos de las relaciones del barrio con la "salita" (el centro de salud) -Laura me explicaba que tenían problemas para acceder a la atención médica-, llegó Ana. Ambas, junto con otras mujeres, forman un grupo que además de trabajar en el Comedor, ayuda a las mujeres cuando de episodios de violencia doméstica se trata. Según me contó Carmen, cuando hay algún episodio de violencia familiar, las mujeres del barrio (aunque también y cada vez más, de barrios vecinos) las mandan a llamar. Ellas hablan con las mujeres, las aconsejan, las acompañan a realizar las denuncias en los juzgados, vigilan a los hombres que las golpearon y a veces hasta les pegan. Suelen hablar con estos hombres, intentan hacerlos quedar en evidencia en el barrio y de ser necesario -dicen- "ponemos el cuerpo".

Pregunté si hacían la denuncia en la comisaría y recibí una unánime mueca de negación. Todas las mujeres presentes movieron sus cabezas de un lado hacia el otro, y una de ellas, Carmen, me explicó el porqué del no. Me dijo que la policía no hacía nada, que generalmente instaba a las mujeres a que no denunciaran, diciéndoles que sería peor dada la posible reacción del acusado, que las maltrataban y disminuían, y que además muchos de los hombres a ser denunciados o bien tenían relaciones –ya sea por amistad, ya sea por "negocios"– con la comisaría del barrio, o bien podían ser ellos mismos policías .2

Lo que nos parece interesante de recuperar del relato de estas mujeres es la forma en que la vida cotidiana aparece formando parte inescindible de las instituciones en sus distintas caras, aunque especialmente en su faz más violenta: desde el accionar policial de represión, coacción y amenaza a los jóvenes del barrio, hasta la discriminación y falta de atención en la salita local. La vida cotidiana, aquí, se asienta en una trama de relaciones interpersonales, cuya explicitación arroja luz sobre las formas en que la violencia institucional es vivida y explicada por estas mujeres. Así, en el relato aparece una delimitación de las fronteras del barrio, ya no físicas, sino sociales, que dan cuenta de estas múltiples relaciones.

Pues si bien existe una delimitación física que tiene que ver con los lugares por los que se puede transitar libremente y por los que no –cuya localización depende de una experiencia y un saber local–, existe también, sobre ellos, la delimitación de un mapa social. Está la policía de "afuera", la que controla los márgenes de la villa, la que ejerce la violencia directa o indirecta, por ejemplo, a través de la amenaza sobre los jóvenes. Y está la policía de "adentro", aquellos vecinos que son policías, que trabajan en la comisaría que tiene a su cargo la vigilancia del barrio o en otra. Unos y otros policías, ya sean de adentro o de afuera, mantienen, con los vecinos del barrio, relaciones de amistad, de negocios, de alianza, de enfrentamiento o de resistencia. Así pues, la policía es ese otro cercano que puede negociar con los vecinos el establecimiento de un puesto sobre la avenida principal que rodea la villa –y en esos casos muchas veces cobrar una especie de "canon"–, que aparece persiguiendo a los pibes del barrio (y por ello algunos preferirán buscar a sus hijos personalmente cuando faltan de sus casas antes que recurrir a la institución), o que son, concretamente, los vecinos de la otra cuadra, o incluso los amantes o esposos de algunas vecinas.

En pocas palabras, a partir del relato de las mujeres puede verse que el mapa de la villa que presentan está construido, antes que con la enunciación de meros espacios físicos, con la red de relaciones que vincula a unos con otros, aunque esas vinculaciones puedan suponer tanto proximidad y amistad, como enfrentamiento y enemistad. Ese mapa entonces recorta el territorio, que ya no aparece definido por un espacio sólo físico, sino por fronteras precisadas a partir de la "distancia estructural". Esto es, que aparece constituido en virtud de las relaciones entre los grupos que han dado en definirse a partir de la violencia ejercida y de la resistencia activa a la misma. Es esta forma de pensar la configuración de territorios, definidos a través de la red de relaciones sociales, lo que permite entonces imaginar la existencia de un mapa que atraviesa las fronteras de la villa para integrarse, por ejemplo, con mujeres de otros barrios que "las mandan a llamar".

Ahora bien, no se trata tan sólo de relaciones sociales pensadas en virtud de un desarraigo con lo corporal. Las formas de resistencia y denuncia, las acciones colectivas que estas mujeres llevan adelante, no excluyen el cuerpo como un arma directa de intervención: hacerse presente en los lugares por donde circulan los hombres identificados como golpeadores para denunciarlos en público y avergonzarlos –e incluso golpearlos de ser necesario–, pasar con frecuencia frente a la casa de estos hombres con el objeto de hacerles saber que ellas no dejan de controlar sus comportamientos (con el objeto de hacerles saber, a las mujeres golpeadas, que pueden contar con ellas). Sumado a esto, el cuerpo también significa cuando se lo retira –activamente– de una relación, así por ejemplo la evitación sistemática de acudir a la policía para denunciar hechos de violencia doméstica u otras situaciones.

Si consideramos que la forma de narrar, así como los comportamientos, gestos y reacciones de las personas, pueden ser vistos como una gramática de las relaciones sociales donde la emoción y la corporalidad constituyen dimensiones que organizan las explicaciones que esas personas nos ofrecen, la exégesis de dicha gramática implica atender tanto a las formas en que se construyen los relatos, los gestos que involucran y los comportamientos que las acompañan, como a lo que todo ello evidencia. En este caso, creemos, esta gramática da cuenta de una determinada forma de experimentar y vivir la violencia institucional. En el relato de estas mujeres, la experiencia emocional individual –aunque producto relacional de los individuos con la cultura y la sociedad (Koury, 2005)–, da cuenta de una forma particular de dibujar el mapa social. Puesto que si, por un lado, los policías pueden ser vecinos, amigos, socios, amantes o esposos, por el otro aparecen claramente delineados como un otro estructuralmente diferente y ante el cual se enfrentan.

Pero si nos interesa rescatar el plano emocional como un área significativa de investigación es porque entendemos que las emociones no sólo arraigan en lo individual, ni se reducen al mero papel de insumos íntimos y privados, rayanos en fenómenos psicológicos. Más allá de esta esfera, las emociones son también significados motivados culturalmente o socialmente articulados (Lutz y White, 1986; Leavitt, 1996; Rosaldo, 1984). Así, el construir el ámbito emocional como potestad de los individuos y las psicologías de los sujetos puede desdibujar el hecho de que se trata, aun más, de fenómenos sociales que dan cuenta de situaciones, relaciones y posiciones morales (Lutz, 1986).

Señala Leavitt que las asociaciones afectivas o sentidas "son tanto colectivas como individuales: operan a través de una experiencia común o similar entre miembros de un grupo viviendo en circunstancias similares, a través de la estereotipación cultural de la experiencia y a través de expectativas, memorias y fantasías compartidas" (1996:527). El ámbito de lo emocional resulta así íntimamente ligado a una serie de significados sociales: resulta de la exposición común a aquellas narrativas, imágenes y prácticas que se escalonan a lo largo de la experimentación común de la realidad. Sentimientos y emociones se vuelven así modalidades para la articulación de la experiencia, en tanto definen y orientan al sujeto en su mundo social y aluden a lo que significa ser una persona en ese grupo (Myers, 1979). Las emociones se convierten así en un saber emocional que no sólo señala al sujeto la dirección en que es lícito que desarrolle su emotividad, sugiriéndole cómo sentirse, sino que lo vincula a su vez a un entorno social, a una cierta comunidad emotiva.

Es la emoción la que constituye individuos en sujetos, al jugar un rol central en la formación de la identidad del actor en su vinculación con un mundo social. Lo emocional deviene así una modalidad de acción simbólica, al vehiculizar una cierta manera de ser y actuar en contexto y al ratificar a los actores en torno a una comunidad emotiva. Y en torno, por lo tanto, a una comunidad moral, ya que es la emoción –con sus categorías y conceptos socialmente articulados– la que le sugiere al individuo cómo sentirse (Myers, 1979). En este sentido, la explicitación de las emociones no implica sólo una afirmación sobre el estado interno de los sujetos, sino una afirmación también sobre las relaciones que vinculan sujetos y eventos. Pues la emoción se finca "sobre" las relaciones sociales: los sistemas de significado emocional reflejan esas relaciones y, a través de la constitución emocional del comportamiento social, las estructuran (Lutz, 1982; Lutz y White, 1986). La emoción sólo puede entonces manifestarse empotrada sobre lazos de sociabilidad, ya que es el conocimiento de estos lazos y de estas relaciones los que brindan la posibilidad misma de esa emoción.

Señala Levy (1983) que las pasiones y los selves están localmente delineados, puesto que la experiencia cultural local afecta no sólo el campo de acción sino la estructura del actor, constituyendo así, como adelantábamos, a los individuos en sujetos. De aquí entonces que las mujeres a las que refería el anterior registro de campo, organizadas por una preocupación común, se constituyan como un grupo que pretende socorrer a las mujeres del barrio, al tiempo que limitar el accionar policial en un determinado campo. Mujeres en cuyos relatos el cuerpo y las emociones aparecen no sólo como instrumento de intervención frente a situaciones de conflictos ("poner el cuerpo") sino también como insumos que definen quién se es y qué lugar –diferencial– se ocupa en el mapa social.

3.

Esa tarde fui a casa de Elsa y también lo hicieron Norma y Sonia. Elsa es una de las madres más antiguas de la comisión de familiares de una organización que se define como anti-represiva y que denuncia y litiga principalmente en casos de violencia policial.3 Ella forma parte de la misma desde sus inicios, en 1992. Su hijo fue muerto por la policía bonaerense, que lo torturó en sede policial para luego fusilarlo en un descampado a tres cuadras de su casa. Norma y Sonia son hermanas y también forman parte de la misma organización. Uno de los hermanos de ellas fue muerto por un policía que en sus horas libres trabajaba como custodio. Cuatro años antes, el hijo de Norma fue muerto a causa de torturas en comisaría; el caso apareció inicialmente como "suicidio en comisaría" .4

Durante toda esa tarde se conversó sobre diversos asuntos referidos a las causas judiciales que cada una lleva adelante, a las formas de participar e intervenir en la organización, a la presencia policial en sus barrios. Pero la larga conversación de esa tarde supo discurrir por muchos otros temas más: la vida cotidiana y doméstica, la relación con sus maridos y con los hijos, la vida y las relaciones en el barrio. Y en sus relatos se hacía evidente que la violencia de estado y la violencia social no eran ni ajenas ni lejanas – fenómenos externos caídos como un rayo en medio de un cielo sereno –, sino parte constitutiva de su sociabilidad. Cada situación narrada, cada una de las historias que se iban ofreciendo, presentaban al mundo del barrio como una enorme red de relaciones que unían unos a otros por relaciones de amistad, de enemistad, de parentesco. Por toda una amplia gama de lazos de familiaridad y de vecindad construida a lo largo de los años, que vinculaba a parientes, amigos, enemigos, vecinos, conocidos.

Los relatos daban cuenta de la configuración de relaciones sociales estructuradas por la violencia. Y al mismo tiempo, las narraciones sobre estas violencias –que generalmente remitían a un antes y un después de que "pasara lo que pasó" con sus hijos o sus hermanos– mostraban cómo la trama de relaciones sociales pre-existentes a estas muertes, y que en cierta medida las hicieran posibles, se reconfiguraba fortaleciendo ciertos lazos de amistad, solidaridad y reciprocidad, tanto como de enemistad y de enfrentamiento. Esta trama de relaciones pre-existentes se expresaba, en ambos casos y la mayoría de las veces, en términos de compromiso moral y emotivo. Especialmente en los relatos sobre ruptura de relaciones, el lenguaje de las emociones y los sentimientos no estaba exento de fisicalidad. En ellos el cuerpo no era representado sólo como soporte material de las emociones, sino fundamentalmente como límite de relación, capaz de generar y construir prácticas de resistencia y rechazo que aparecían bajo la forma de la confrontación activa.

Afirmar esto respecto de la corporalidad implica discutir contra las tesis que proponen concebir self y cuerpo como dos entidades separadas, y que relegan el cuerpo al mero lugar de objeto intermediario. Señala Jackson que la tendencia a definir al cuerpo sólo como un medio de expresión o comunicación lo ha convertido en un objeto de meras operaciones mentales. Así pensado, "el cuerpo humano es simplemente un objeto de comprensión o un instrumento de la mente racional, una suerte de vehículo para la expresión de una racionalidad social reificada" (1983:329). Desde esta perspectiva, el cuerpo se transforma en una simple entidad anatómica aislable de la otra entidad (mente, ánima, espíritu) a la que se considera la única sede de la singularidad del individuo (Galimberti, 2003). El dualismo ánima-cuerpo propugna una escisión que priva al cuerpo de todas aquellas formaciones de sentido que se fundan sobre la experiencia corpórea, para configurarlo como un objeto comprendido en base a las leyes físicas que presiden la extensión y el movimiento.

Esta concepción de la mera instrumentalidad de lo corpóreo queda desmentida si se acuerda en que, más que emplear el cuerpo, nosotros lo somos . Antes que un objeto, el cuerpo es, precisamente, nuestro medio de comunicación y relación con el mundo, nuestra manera de experimentarlo y de pertenecer a él (Merleau-Ponty, 1957). El cuerpo resulta así tanto un objeto material como una fuente de subjetividad: un locus de conciencia y sensaciones. Esto es, un agente activo en la conformación de actuaciones y relaciones sociales. Si el cuerpo debe entenderse entonces como un agente de prácticas culturales, no resulta extraño que la emotividad y la corporalidad –como formas de comprensión del mundo y posibilidad de resistencia activa– aparezcan en los relatos anteriores como formas efectivas y eficaces, y no sólo al momento de dar cuenta de la ruptura de relaciones, sino también al momento de enfrentar nuevas situaciones que las confrontaban, a Norma y Elsa, con aquellos contra quienes se posicionan y contra quienes definen su identidad:

Norma: Mi hija la Marta tiene una amiga. Bueno, tenía, ahora no, ¡porque cada vez que venía a mi casa los pibes míos la sacaban! "¡Policía acá no queremos, eh! ¡Fuera!", le decían, porque está juntada con un policía de Matanza. Y bueno, la amiga de mi hija se juntó con él, una piba jovencita, ahora tiene dos hijos de él. Y ella era muy amiga de mi hija, ahora hace rato que no se ven. Porque yo le digo a mi hija, "no me la quiero ni ver a la Toti acá", le digo yo. "¡Pero ella no tiene la culpa!", me dice. "¡¿Cómo?! ¡Anda con ese vigilante, bicho de mierda!", le digo. "¡No me la traigás más acá, caradura –yo le decía–, vos para mí sos igual que tu marido, ese vigilante de porquería!". Y una vez, ¿sabés lo que me pasó? Se me descompone mi nena más chica, Rosita, y resulta que él hace custodia en la salita, todos los días está en la salita. Y yo voy a la salita y Marta viene conmigo. Y él, el policía, la ve a mi hija y viene para saludarla, ¿viste? Y me dice: "Doña, deje que yo la hago hacer atender por el médico". "¡No, no, no!, espero", le digo yo. Y mi hija me dice: "¡ma, pero va a llamar al médico, ¿que más querés?". "No, no, no –le digo yo– la Rosita no se está muriendo, ¡puedo esperar!". Y la otra vez, se me bajó la presión, qué sé yo qué me pasó, y me lo encuentro. Yo iba por Alsina, me estaba desmayando, y él se me va a acercar y le digo: "¡¡¡no me toqués, vos, no me toqués que ya se me pasa!!!". Si me muero que me muera, pero que no me toquen esos. ¡No! ¡Dejá, con ese bicho!

E: Yo no quiero que se me acerquen, yo voy bien, pero se me acerca un policía…¡Ay, yo les hago la vida imposible! Yo veo un policía, mirá, así no sea de esta comisaría, y es como que parece que se me baja la imagen de Marcos [su hijo muerto por la policía], y yo, mirá, ya no me contengo…Callate, no sabés la otra vez [cuando iban a un acto de protesta], ¡les hicimos la vida imposible! Subimos [al colectivo], yo subo con los carteles y estamos meta conversar, ¡y atrás de nosotros venían 6 yutas! "¡Ah, –le digo yo [a Norma]– que olor a mierda que hay acá!". ¡Así de entrada, nomás!

N: Los re-putéabamos nosotros, "corruptos, mata-guachos", ¡de todo les dijimos!

E: Sí, ¡y a la vuelta viajamos con tres! Cuando subimos [al colectivo] los veo y digo así [a voz en cuello], "¿¡otra vez sopa!?". Nos sentamos ahí donde estaban sentados ellos y les entramos a dar, uno hacía así todo el tiempo (bajaba la cabeza, sentado firme) [risas]. ¡Estaba duro! [risas] y nos miraba de reojo el tipo, viste, de los nervios, de lo que yo le decía, ¿viste? Colorado estaba, ¡no sabés! Capaz que el milico no veía la hora que nos bajemos. ¡Han tenido el cogote duro todo el tiempo porque no nos han querido ni mirar a nosotros!

N: ¡Les dijimos de todo menos lindo! ¡Corruptos, mangueros, cornudos...!

E: "Mirá ese –le digo– aquel se hace el dormido, el cornudo aquel se hace el dormido porque tiene sueño, ¡porque toda la noche ha estado meta darle a los guachos! ¡A lo macho, a lo macho, picaneando! –les decía. ¡Podés creer! "Estuvieron muy ocupados maltratando a los pibes, verdugueándolos", decíamos.5

Las dos situaciones relatadas –que no eluden el humor–6 dan cuenta, en el primer caso, de la ruptura de relaciones que implicaban el espacio más privado de las relaciones de amistad y, en el segundo, de una interacción que no elude la confrontación directa, con el objeto de avergonzar y deshonrar –en público– a quienes detentan una autoridad por ellas puesta en cuestión. Notablemente, en ambas situaciones, las mujeres, con un registro narrativo centrado en lo emocional y en lo moral, colocan el cuerpo como límite y también como campo expresivo a partir del cual actuar la resistencia. Así colocado, el cuerpo no es sólo el cuerpo individual, ese territorio –si se quiere– cerrado sobre sí mismo. El cuerpo es además una suerte de mojón: un dispositivo que delimita fronteras, que marca separaciones entre los unos y los otros, que señaliza, en suma, un territorio social cargado de diferencialidades. Los cuerpos de esos policías no son, para Norma y Elsa, meros sujetos individuales. Son, más bien, cuerpos institucionales, cuerpos imposibles de ser desligados de lo que para ellas representa la agencia policial.

Es justamente en virtud de esta institucionalidad que los cuerpos de estos policías resultan contaminantes. Su contacto –aun al borde del desmayo, aun a riesgo de la enfermedad de una hija– supone una barrera imposible de traspasar. Un rechazo que se construye como ontológico. También Toti, la amiga de la hija de Norma, es alejada del grupo: su convivencia con un policía la vuelve una mujer "contaminada". Su rechazo es el rechazo de la cercanía con lo policial. Es, en síntesis, la rígida delimitación de un territorio social, de una red de sociabilidad habilitada para unos y negada para otros.

El registro anterior pone en evidencia que los cuerpos pueden demarcar, aun en un mismo espacio, distintos mapas sociales. En el ámbito acotado de un colectivo, las actuaciones de Norma y Elsa subrayan, en ese espacio físico compartido, la coexistencia de diversos territorios morales. Y dejan en evidencia, a partir de sus gestos y actitudes –de su corporalidad y de sus sentimientos–, que habitar el espacio supone así volverlo significativo. El territorio sólo se manifiesta, pareciera, cuando los cuerpos lo actúan.

Sostener que la emotividad y la corporalidad están en juego en estas situaciones, habilitando la posibilidad de comprensión del mundo y de dar lugar a espacios de confrontación, implica sostener también la importancia de atender a los contenidos en que se expresan. Y en este sentido, resulta especialmente significativo detenerse en el tipo de confrontación actuada: los insultos. Es también por estar contaminados que estos policías son pasibles de insultos. El insulto, si se quiere, les está destinado de antemano. Cornudos, mata-guachos, verdugos, maltratadores y picaneadores de pibes, machos. Los insultos proferidos abren un campo semántico particular, no sólo a raíz de lo que se dice; también en virtud de quién lo enuncia. Esa virilidad institucional con que la agencia policial intenta construir sus actuaciones se vuelve, de repente, una mofa. Peor aún: se vuelve una mofa esgrimida sarcásticamente por mujeres. La afrenta puede entenderse como doble: recibir esas palabras de esas bocas, y avalar, con su silencio y sus gestos de dormidos, lo que esas bocas sugieren.

Así, lo que se ataca, al insultar a esos policías, es el cuerpo institucional. Es ese sujeto policial construido en torno a imperativos de masculinidad (Sirimarco, 2004, 2006). Pues el insulto como ofensa moral intenta atacar, objetar, cuestionar y hasta poner en ridículo la autoridad, ya de la institución policial encarnada en esos hombres, ya de esos mismos hombres cuyo poder puede verse menoscabado al poner en cuestión su masculinidad. Los insultos, como se ve, no arraigan sólo en lo verbal. Es todo el cuerpo, como territorio moral y emocional, el que está involucrado –con sus gestos, con sus risas, con sus actitudes– en el insulto. También es el cuerpo del otro el que resulta atacado, en tanto el insulto alude, sobre todo en este caso, a la conformación de una determinada corporalidad institucional, a un determinado registro de actuación viril del cuerpo policial. Es justamente el cuerpo, el propio orden moral y emocional, el que está implicado en el núcleo mismo de los insultos. Y es también en sus cuerpos donde Norma y Elsa lo escenifican.

Que estos casos presentados involucren a mujeres posibilita avanzar en otras reflexiones. Ya Lutz (1986, 1990), entre otros, ha llamado la atención respecto del uso del concepto de emoción –en las ciencias sociales y en el lenguaje cotidiano– como una categoría con funciones ideológicas, donde la cuestión de género aparece con una notable centralidad. En la tradición occidental, sostiene esta autora, la emoción ha sido asociada a lo natural y opuesta a lo social, a lo femenino y débil frente a lo masculino y fuerte, como opuesta a lo mental, a la racionalidad, al control, a la objetividad. Lo femenino, en fin, ha sido habitualmente asociado a lo emocional, donde la emoción se identifica con lo caótico, lo irracional y otras características negativas. Así, la emoción se ha presentado, en virtud de estos pares de oposiciones, como enfrentada al pensamiento, en una valoración que señala también a un registro como inferior frente a otro superior, oposición valorativa que replica en alguna medida la distinción occidental entre naturaleza y cultura.

Pero si bien la emoción ha sido pensada en virtud de pares de oposiciones que pontifican respecto de la misma como no pensamiento, como irracional, incontrolable y desprovista de control e intencionalidad y por ende peligrosa, como debilidad, como pura fisicalidad y como hecho natural, también la emoción ha sido paradójicamente pensada como lo contrario del distanciamiento y de la falta de compromiso. Y aquí, señala Lutz, el par de opuestos se invierte.

Así, la emoción es leída como compromiso subjetivo y valor. Mientras que la emoción es usualmente puesta en contraste con el pensamiento y allí considerada inferior, aquí la lectura es opuesta: "es mejor ser emocional que estar muerto o alienado" (Lutz, 1986: 290). La emoción implica, en este caso, vitalidad, aún cuando ello pueda importar desborde. La emoción, cuando es vista de este modo –con una valoración positiva–, deviene proveedora de poder (personal) que puede, al menos desde nuestra perspectiva, intervenir en la construcción de poder social. Esto es, la emoción es u opera, en este sentido, como fuerza capaz de movilizar, de incidir, en la construcción de poder. Así, la experiencia de la emoción es capaz de crear un sentimiento de fuerza antes que de debilidad.

Las formas de intervención de estas mujeres pueden ser vistas, desde esta perspectiva, como acciones propias de una política de las emociones , que al tiempo que exhiben modos particulares de comprensión del mundo, dan cuenta de formas de hacer que operan sobre esa paradoja de la emoción. La posibilidad de la ofensa, la visibilización pública –en el contexto de la comunidad– de conductas presuntamente privadas y moralmente reprobables, es posible en virtud de la puesta en funcionamiento de supuestas –y legitimadas– imágenes y valoraciones de debilidad que se vuelven un arma poderosa. La difamación pública, el insulto, e incluso el apelar a la violencia directa además de a la verbal, como se ve en el primer caso, instrumentaliza esa lectura de la emoción como desborde, y habilita sus intervenciones al tiempo que las protege. Cualquier reacción (violenta) sobre estas intervenciones tiene de antemano una condena moral.

Tal vez esto pueda entenderse a la luz de un ejemplo. Es común oír decir a los padres de víctimas de la violencia policial que sus esposas tienen las mejores condiciones para reclamar, ya que en situaciones de escraches o manifestaciones, ellos se verían en la necesidad de "ir a las piñas". Lo que este comentario deja entrever es que si los hombres son llamados a actuar, el destino es la pelea. Lo dicho desnuda la estrecha correlación que se construye entre la actuación de los hombres y la resolución agresiva de los conflictos (entre la actuación de los hombres y la masculinidad). Revela también la valoración diferencial que se destina a la agresividad de hombres y mujeres. Piñas e insultos no dejan de ser, salvando las distancias que median entre lo verbal y lo rigurosamente físico, modalidades agresivas de tratamiento de un otro. No dejan de ser, ambas, manifestaciones de emocionalidad. Pero la emocionalidad que en la mujer se permite, en el hombre se reprime. Si en ellos es claro signo de irracionalidad desmedida, en ellas es el cauce normal de su afectividad: es el signo "natural" de una fragilidad que, anclada en la figura de mujer-madre, resulta tan incuestionable como inatacable.

4.

Estas observaciones, sin embargo, no nos llevan a restringir nuestro campo de trabajo exclusivamente a las mujeres,7 sino que éstas son traídas aquí para llamar la atención respecto de cómo las emociones y las corporalidades resultan, desde nuestra perspectiva, dimensiones centrales para analizar la gramática de relaciones sociales en las que la violencia –y especialmente la violencia física– es constitutiva.8 Así, nos interesa, a partir de este ejemplo, poder sugerir que la emotividad puede ser entendida como una instancia de positividad y construcción. Como una instancia que, lejos de ser percibida como obstaculizadora de la acción, es, en sí misma, configuradora de prácticas y relaciones sociales. Centrarse en relatos que atañen a mujeres ayuda entonces a explicitar que no sólo se trata de ellas. Emociones y corporalidades resultan entonces, desde nuestra perspectiva, un fértil campo de análisis para dar cuenta tanto de las formas de producción de la violencia y el control, como de las diversas modalidades en que se lo resiste, se lo impugna, se lo negocia o se lo acepta.

Enmarcado en las discusiones teóricas que venimos sosteniendo hace ya unos cuantos años respecto de la violencia institucional punitiva, y en particular respecto de la expansión del Estado de policía,9 nos ha interesado profundizar, en este trabajo, en lo que hace a la trama resultante de las relaciones sociales que posibilita no sólo el ejercicio –local– del poder de policía, sino también las diversas formas en que las viven quienes se ven envueltos en ellas. Esto, desde nuestra perspectiva, implica atender a los sentidos con que la violencia y el control policial son explicados por los propios sujetos involucrados, así como a las diversas modalidades y arreglos sociales que dichos sujetos desarrollan para lidiar con ello.

Esta entrada por la vía de la cotidianidad nos posibilita el acceso a aquello que hemos definido como territorios de violencia y control policial, y que no alude ya exclusivamente a una base territorial, sino a espacios sociales y morales que son resultantes de la activación de redes de sociabilidad donde tallan con un peso significativo las emociones y la corporalidad. Así, estos territorios no suponen, necesariamente, emplazamientos fijos, sino que pueden ser definidos en virtud de los desplazamientos, de las redes de sociabilidad y de las interacciones donde se producen y se sostienen las identidades (individuales y colectivas).

Hemos argumentado que los cuerpos pueden demarcar, aun en un mismo espacio, distintos mapas sociales. Habitar el espacio supone así volverlo significativo. Supone de-signarlo; esto es, marcarlo con la propia topografía. El territorio resulta, en este caso, de insertar, en un espacio, una relación. Así, el territorio sólo se manifiesta, pareciera, cuando los sujetos –sus cuerpos, sus corporalidades, sus emociones– lo actúan. Es desde esta perspectiva que planteamos un análisis como el propuesto, entendiendo que es en el cómo de aquellos procedimientos minúsculos, subrepticios y creativos por los cuales se ejerce y se resiste el poder (Foucault, 1976), que se asienta una profunda comprensión de las modalidades de acción y reacción en estos territorios de violencia y control policial .

Notas

1 Todos los nombres que aparecen en los registros de campo son ficticios.

2 Registro de campo realizado en el contexto de la investigación doctoral de Deborah Daich.

3 Nos referimos a la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI).

4 Registro de campo realizado en el contexto de la investigación doctoral de María Victoria Pita. La misma versa sobre la protesta contra la violencia policial, analizando especialmente las formas específicas y locales en que los familiares de víctimas de la violencia policial, devenidos un tipo particular de activista político, politizan esas muertes. Sobre los avances de esta investigación puede consultarse: Pita 2001, 2004b, 2005.

5 Registro de campo perteneciente al trabajo de investigación de María Victoria Pita.

6 Fonseca (2000) señala que el estilo humorístico "revela algo" y se pregunta cómo proceder para definir ese "algo". Sus observaciones en este sentido son especialmente interesantes, ya que llaman la atención sobre ciertas interpretaciones del humor que no dejan de trabajar con una "imagen unívoca de la moralidad convencional" en tanto enfatizan el efecto de condena sobre la trasgresión. La autora entonces advierte sobre la posibilidad de pensar al humor como un instrumento capaz no sólo de reforzar, sino también de minar la autoridad convencional. Y esta observación, orientada específicamente al análisis del desempeño de las mujeres en este campo, le permite analizar los modos en que las mujeres re-direccionan la moralidad en términos de las "tácticas de consumo" definidas por De Certeau¨como: "ingeniosidades del débil para sacar ventaja del fuerte [que] van a desembocar entonces en una politización de las prácticas cotidianas" (de Certeau, 1996, en: Fonseca, 2000: 158).

7 Hay sí, en todo caso, formas específicas trazadas por el género, pero que lo exceden. Es decir, hay una serie de discursos y prácticas asociadas que operan como las formas propias del género y del sexo y que a nosotras nos interesa de-construir para leerlas, en todo caso, como "índices genéricos" de discursos y prácticas políticas (Sirimarco, 2006) que trascienden a los individuos.

8 Esta afirmación no implica de manera alguna sostener que los habitantes de los barrios pobres están "acostumbrados" a la violencia de estado, tanto así como a la violencia social y de género, sino que se intenta llamar la atención respecto del papel de la violencia en la estructuración de las relaciones sociales situadas.

9 Entre otros, Tiscornia, 1998, 2004; Pita, 2004a.

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